Si hay aún aventuras en el mundo, ésta es una de ellas. Ese pensamiento se repite en mi cabeza al mirar por las ventanas a los enormes montes desérticos que se han hecho compañeros de ruta desde que amanecimos -zangoloteados- a bordo de una camioneta Mahindra 4x4 que asciende y desciende sin descanso. Tras seis horas, un tercio del tiempo del viaje total, resuenan a bordo las bromas y risas de seis jóvenes turistas indios, mientras que Rakesh, el chofer de sólo 23 años, dirige con sangre fría por una de las carreteras más peligrosas del mundo: la ruta de Manali a Leh.
¿Por qué abandoné Manali? La pregunta me martiriza cuando Rakesh usa la tracción de todas las ruedas para tomar un atajo que bordea un precipicio como si fuera pan comido. Manali ya es suficientemente recomendable, en distancia y esfuerzo, si se quiere conocer los Himalayas en el territorio indio. A 560 km al norte de Delhi, esta villa de estilo inglés y con un centro de esquí propio ha sido imán de mochileros tanto por su naturaleza como por ser productor de un afamado hachís. Pero es desde junio y hasta mediados de septiembre que se convierte en el punto de salida de la travesía para llegar a Leh, en el centenario reino de Ladakh y parte de la India desde mediados del siglo XX.
En estos 4x4 tipo "colectivo" hay dos variantes para el viaje. La costosa, que consta de dos días y una noche en medio de los Himalayas durmiendo en una carpa estilo tibetana; y la barata, en la que otros Rakesh manejan durante 18 horas totales. Una locura. La "ruta de la muerte" como es apodada por la cantidad de accidentes sin sobrevivientes que hay año a año y que es usada por grandes camiones, motoqueros y ciclistas, puede ser sorteada en rápidos 90 minutos de avión desde el mismo Delhi.
Viaje épico
La aventura manda desde el principio, cuando los vehículos parten a las 2 a.m. Dormir sentado es complicado, pero lo es más entre curvas y contra curvas en la oscuridad de la noche. El amanecer es bienvenido para ver, al fin, el paisaje con las montañas más afamadas del planeta. La "carretera" a Leh, cubierta de nieve ocho meses cada año, es mayoritariamente de tierra y en muchos trechos cabe un solo vehículo.
Las montañas, laderas, glaciares, pueblos perdidos en los que uno desearía bajarse y mandar al diablo el viaje, abismos o ríos caudalosos, se transforman en una especie de carrusel y en un documental de extra larga duración, que hace olvidar la incomodidad o el miedo. La ruta lleva a subir desde los iniciales 2 mil metros de altura de Manali hasta los 5.328 del segundo paso más alto del mundo: el Tanglang La. El viaje que hacemos -que dura menos de un día- es sólo recomendado para personas habituadas a la altitud. En caso contrario, es recomendable hacer una noche en el pueblito de Keylong, en el kilómetro 120.
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Camiones enchulados recorren la "ruta de la muerte" en los Himalayas.[/caption]
Las subidas y bajadas eternas se matizan con tres detenciones para tomar té chai y comer platos tibetanos en enormes carpas en medio de cimas que nunca sabremos su nombre. Tras 12 horas de marcha, entre coloridas banderas tibetanas, pasamos Tanglang La y comienza el descenso final hacia Ladakh. Bajando a los 3.500 metros, emociona ver las verdes llanuras con pastores de yaks, ese ganado lanudo típico de los Himalayas. Un hermoso templo budista coloca la piel de gallina a pesar del calor. Es el monasterio de Thiksey, con más de 600 años de antigüedad y la antesala de Leh.
Pequeño Tíbet
Con más de dos mil años de historia y centro del paso de caravanas por Asia, Leh pareciera detenido en un tiempo indeterminado en que lo moderno convive y se mixtura con el pasado o al revés.
No se parece en nada a la India. Sonrisas y ojos rasgados, monjes vestidos color granate y coloridas banderitas budistas asemejan a esta ciudad, de 30 mil personas, mucho más con el cercano Tíbet. Ambos territorios comparten la misma latitud y una historia que siempre fue influenciada por el país de los lamas.
Leh está cercana a China y a Paquistán -a través de la siempre convulsionada provincia de Cachemira- y en sus calles conviven musulmanes y budistas, junto a decenas de mochileros que se meten en sus callejones de tierra, viviendas de adobe y decenas de templos.
Leh fue uno de los puntos que usó el Dalai Lama en 1959 para escapar de la invasión China al Tíbet y su huella aún está marcada en todos lados. El mantra budista "Om mani padme hum", resuena sin parar en la decena de ferias de artesanos tibetanos refugiados y termina siendo parte de la banda sonora mental que acompaña por los vecindarios de adobe y paja que conserva la urbe.
Main Bazar, la principal arteria peatonal y con mayor vida comercial, ofrece un desfile notable: pequeños monjes tibetanos chateando por celular, burros que pasean en completa libertad, peluquerías que masajean cráneos a punta de charchazos y, de fondo, el palacio real de Leh, construido a fines del siglo XVI, acertada réplica de la morada del Dalai Lama en Lhasa.
El monasterio de Gompa Soma corona una colina del palacete. En su tope, una decena de metros de banderas ondean y unen a ambos edificios. Desde acá las panorámicas sobre el valle del río Indo y el Stok Kangri, la cima más alta de la región con 6.153 metros, se hacen ideales para quedarse hasta el atardecer.
En el extremo oeste de Leh, en tanto, y sobre la cima de otro monte, se encuentra la Shanti Stupa, un templo de paredes albas construido en 1991 por budistas japoneses y consagrado en honor del Dalai Lama. Subir el centenar de escalones que lo separan del poblado es recompensado por su sobrecogedora vista. Pareciera la moraleja del viaje: todo esfuerzo tiene premio.
Los dioses de los templos
El monasterio de Thiksey, el mismo que se ve 25 km antes de llegar a Leh, es una enorme y albi-roja edificación de 12 pisos instalada en la cumbre de una pequeña meseta. De rectangulares formas, una serie de escaleras conectan, desde hace seis siglos, a los salones principales que cuentan con los tesoros del lugar: manuscritos védicos con las enseñanzas del Buda y una imagen gigante de la deidad, dorada y sonriente, de 15 metros que se encuentra en el interior del templo de Maitreya.
Monjes de ocho años andan corriendo y cuchicheando con sus teléfonos inteligentes, mientras los mayores son solícitos en responder los cientos de preguntas de los visitantes. Estar acá es entrar en una especie de documental 3D con 60 monjes en túnicas granate dentro de un laberinto en que se entrecruzan con cámaras fotográficas de todo tipo. Surrealista. Un turista español cuenta, sin que nadie le pregunte, que es la cuarta ocasión que está acá y que volvería muchas veces más.
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La sonrisa plena, una de las características de la gente de Leh.[/caption]
La sensación de paz es profunda y las vistas del valle del río Indo son espectaculares. No dan ganas de irse. Lo bueno es que este pensamiento cliché del viajero acá sí puede cumplirse. El monasterio ofrece la posibilidad de dormir y comer con los monjes, conociendo más de cerca sus costumbres y entonando mantras a Buda. Hay pequeños cuartos, limpios, sin agua caliente ni wifi, por menos de US$ 7 por persona.
Por las montañas
Tashi Joldan, un taxista de cincuenta años, me lleva en un día soleado a Stok, 15 km al sur de Leh. Su extremada simpatía –ya estoy convidado a cenar a su casa con su familia- combina con la belleza de las montañas cercanas a esta villa. Tutelada por una escultura de un gigante Buda sentado, se ubica a los pies del alto Stok Kangri; y desde acá se inicia uno de los trekkings más populares en Ladakh y que llega hasta Spituk, luego de tres días de caminata.
Empieza fuerte con un ascenso que pone a prueba la fe en uno mismo, en la religión, en las decisiones, en el por qué venir y un largo etcétera. El día uno va desde los 3.500 metros iniciales hasta los 4.855 que coronan al paso Stok La y que da paso a una larga bajada hasta la villa de Rumbak, donde se puede dormir en casa de los aldeanos.
En la caminata se ve bien lejos al valle, las montañitas ya pasadas y algunos distantes monasterios budistas en medio de la nada. Dentro de las entrañas de los Himalayas, pierden su disfraz de rocas y se transforman en viejos dioses piadosos y severos. Sus antiquísimas formaciones, de 50 millones de años, se convierten en el anfiteatro de una serie de preguntas internas: ¿Qué hago acá?, ¿por qué vine solo?, ¿y si me devuelvo?
Tras seis horas de ascenso y mientras las fuerzas y el oxígeno escasean, se llega paso a paso a la cima, cerca de las 3 p.m. "No conquistamos las montañas, sino a nosotros mismos", dijo Sir Edmund Hillary, primer hombre occidental en conquistar el monte Everest. Cuánta razón tomaban sus palabras, horas más tarde, al descansar en Rumbak y tras una suculenta cena estilo tibetano. La villa, de agricultores y pastores, también vive de los caminantes internacionales y sus habitantes se esmeran en hacer cómoda la estadía.
Cuando la electricidad a motor se corta a las 8 de la noche, surgen las estrellas por miles. Como para agradecerle a algún dios el estar ahí, sano y salvo, en un pueblito perdido en los desconocidos y poderosos Himalayas de la India.