Tomo un taxi a las tres de la tarde, frente a la Biblioteca Nacional. Voy apurado, pero no tanto. El eclipse empieza en unos minutos. No tengo lentes. No compré. Se agotaron. Voy a casa. El chofer me pregunta qué creo que va a pasar. No recuerdo qué le digo. Tiene cincuenta o sesenta años, habla sin mirarme. A estas alturas sé que los pasajeros siempre somos intercambiables, apenas otro espejo retrovisor o una excusa para que algunos taxistas se pongan a hablar solos. El hombre me dice que no sabe qué pensar del eclipse; no cree del todo en la ciencia. Me dice que tiene miedo. Hay cierto temblor en su voz, cierto pánico donde intuyo algo religioso quizás. Algo puede pasar, repite con cierta sospecha. Miro hacia afuera. Todos corren rápido, pero no hay caos; el tráfico fluye sin histeria, ni bocinazos. Entonces él dice que los animales pueden volverse locos, que la gente puede tener comportamientos extraños, que algo va a suceder con la luz de la ciudad.
Cuando me bajo le deseo buenas tardes y él no me responde. Miro el cielo: el sol sigue ahí; arriba aún no pasa nada.
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Abajo, en la tierra, todo parece terminar de encenderse. Porque los chilenos nos aferramos al eclipse con una felicidad inusitada. En un lugar donde todo el tiempo las catástrofes (terremotos, tsunamis, incendios y diluvios) parecen ensañarse con el paisaje con una crueldad y una ferocidad aleatoria hasta anestesiar a sus ciudadanos, el eclipse es una promesa a la que abrazar. Tanto, que Piñera lo mencionó en uno de los momentos más delirantes de su cuenta pública. Porque el eclipse contiene a Chile: su luz es el flash de una foto urgente y compleja; congela al país en un presente confuso, lleno de dudas sobre sí mismo, sobre lo que es y quiere ser. Lo atrapa en medio de una Copa América extraña, que no parece interesar a nadie, en medio de la locura televisiva por el descubrimiento del cuerpo de Fernanda Maciel, del procesamiento del ex general Oviedo, del paro de los profesores; llega ad portas de las vacaciones escolares. Llega en medio de cierta sensación de contracción, de miedo y de ausencia de fiesta; de una cotidianidad pesada y demoledora que se manifiesta al modo de una desazón sorda y en compás de espera.
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Los minutos previos en la comuna de La Higuera. Foto: Agenciauno[/caption]
Por lo mismo, todo parece fugarse hacia él. Hay una consigna ahí. Concentrarse en el eclipse porque es una maravilla inesperada. Concentrarse en el eclipse porque involucra una vuelta a la infancia, a los miedos primarios. Concentrarse en el eclipse como una forma de internarse en lo desconocido, en lo nuevo. Concentrarse en el eclipse porque se trata de unas vacaciones que sirven para recuperar el asombro: comprar pasajes hacia un lugar donde el cielo sea más delgado que el de Santiago, huir a La Serena, al Elqui, huir para buscar la aventura, para encontrar lo que no se sabía que había que ir a buscar. Concentrarse en el eclipse porque se trata de una fiesta, una celebración íntima que hace un pacto con la luz y el paisaje. Concentrarse en el eclipse como una forma de abrazar a los que están más cerca. Concentrarse en el eclipse como un gesto contrario al que acometía Dylan Thomas, que rabiaba contra la muerte de la luz; "no entres dócilmente en esa buena noche", decía.
Así, el martes después de almuerzo el país se detiene y entramos dócilmente en esa buena noche, pero no se trata de la muerte, sino que todo lo contrario. La gente escapa al norte o se va a sus casas o sale a la calle o a las plazas o los techos a esperar que la Luna tape lentamente al Sol hasta hacer que caiga algo parecido a la oscuridad sobre el territorio. Todos parecen volverse locos con lo que va a pasar, alucinan en la cuenta regresiva con la promesa democrática de un milagro que va a tocar a todas y todos, como si en él estuviese aquella energía que. por ejemplo. parece faltarles a la selección y a sus hinchas, un pulso nervioso que recorre el territorio y es capaz de sacarlo de su entumecimiento.
Pero no hay magia, sino ciencia. Acá las nuevas estrellas de rock son los astrónomos. Hay cierta justicia histórica; es el fin de la superchería masiva de videntes y tarotistas, de lectores del aura, de magos de matinales. En un país sin desarrollo científico, ellos son los héroes y el norte ya no es un lugar para cazar ovnis o esperar contactos místicos; es un paisaje lleno de observatorios, un lugar de cielos limpios donde alguien entiende y traduce la lengua de las estrellas.
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La espera del eclipse en el centro de esquí El Colorado. Foto: Agenciauno[/caption]
Ahora mismo, en La Serena, el profesor José Maza le habla a una multitud en un estadio. Quiere romper un récord Guinness: 10 mil personas en su clase. Canal 13 lo transmite a pedazos, es una de las tres ventanas simultáneas que pone en pantalla. Los otros canales también. En todas, la más grande muestra un Sol anaranjado que arde de manera sorda, atenuado por los filtros de las cámaras. Mientras, hay despachos simultáneos desde varios puntos: Diaguitas, La Serena, Viña, Santiago. Todos los periodistas y rostros están en terreno.
El Sol se ve desde mi departamento. Pega en el ángulo exacto en el dormitorio y en el living. Lo miro de reojo. Por medio segundo. La luz no alcanza a cegarme. En la tele aparece una mancha en el costado inferior. En la tele, el profe Maza habla. La cámara enfoca a la gente. Tienen los lentes puestos, miran hacia arriba. Afuera, el parque Bustamante comienza a quedarse vacío. La ciudad se calma, para. Casi no corren autos, nadie grita, todos parecen contener el aliento.
Recuerdo un viejo cuento de Augusto Monterroso: un relato breve donde un sacerdote es capturado por unos indígenas en Guatemala, que van a sacrificarlo en un altar. El hombre, un cura que algo sabe de ciencias, los amenaza con un eclipse de Sol inminente. "Puedo hacer que el Sol se oscurezca en su altura", les dice. Sus captores lo miran con incredulidad y cierto desdén y al final lo matan. Anota Monterroso: "Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles".
A estas alturas, la Luna ya está devorando el Sol. Es en este momento en que la luz cambia y adquiere otro espesor. Otro tono. Las sombras se alargan y roban del crepúsculo cierta tonalidad iridiscente, irreal, que parece salida de otro planeta: existe en otro rango de colores al modo de un atardecer falso que se equilibra apenas mientras la temperatura desciende de modo abrupto como si existiese otro invierno dentro del invierno, una especie de veranito de San Juan reverso. Pero el eclipse en Santiago no es completo. La noche nunca llega del todo, luce como un sueño. La ciudad abraza el silencio. Las calles están vacías, inesperadamente mudas. Hay algo sagrado en esto, la reminiscencia de un miedo antiguo, de una maravilla que existe más allá de todo. Un terror sordo, que viene desde el fondo del pecho y que va más allá de las explicaciones.
El país contiene la respiración. En el norte todo se oscurece. En Santiago el frío parece no provenir desde ninguna parte, lo que significa que quizás viene desde dentro de los cuerpos. Un amigo me dirá luego que los pájaros dejaron de cantar. En el zoológico de Buin los animales buscan a sus crías para protegerlas. En la tele, hay gente que aplaude, que llora, que canta, personas que apenas aguantan la emoción y estallan en sollozos, niños que dejan de sonreír y se aferran a sus padres. Es un paréntesis, unos minutos robados al tráfago diario, un tiempo prestado donde todos vivimos una noche falsa que parece caer sobre el paisaje tal y como caía la nieve en un viejo cuento de Joyce, leve "como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos".
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Parte del público que se reunió en La Serena. Foto: Reuters[/caption]
En Vicuña, en Diaguitas, grupos de jóvenes bailan buscando sintonizar sus cuerpos con el sol, como si ahí hubiese una sinfonía secreta. La luz es sonido, el sonido es luz. No importa tener lentes. El eclipse es otra cosa, una metáfora, un símbolo que reinventa el paisaje. Las multitudes miran expectantes. Todo se vuelve una noche negra, inmediata. Una muchacha llora sentada, está doblada sobre sí misma. Algo se ha roto dentro suyo, algo se ha liberado. Un hombre la abraza. Una pareja de mediana edad renueva sus votos, susurra frases que solo les competen a ellos. Un joven se pasea con dos latas de cerveza en los bolsillos del pantalón. Multitudes de niños con lentes miran el cielo. Abren la boca de asombro y felicidad.
Miro de nuevo hacia el Sol. Otro medio segundo. La Luna está ahí, no alcanza a taparlo. Es una mancha, un destello que queda atrapado como un fantasma en las pupilas, una quemadura fugaz al interior de mis párpados. En la televisión muestran la imagen de un Sol negro, un punto oscuro rodeado de un halo, un punto suspendido en la noche que no es noche, flotando ingrávido, carente de contexto, imposible e inesperado. Un sol de ciencia ficción. Un sol que los efectos especiales no pueden remedar porque posee su propia gravedad, se equilibra sobre su propio abismo.
Dura muy poco.
La ilusión se rompe en apenas unos minutos. Abajo, el parque se activa de nuevo. Vuelve el ruido. El sol recupera su lugar. La luna huye. El reloj vuelve a ponerse en marcha y el fin de la tarde parece idéntico al de las otras tardes. El tiempo es un río que recupera su curso mientras el murmullo del mundo parece volver y el sol sólo es algo que sobrevivirá apenas como un registro privado, como el detalle de millones de fotos sacadas en celulares, de selfies en medio del gentío, de imágenes en redes sociales que serán sólo fragmentos sueltos, pedacitos, acaso la resaca de la fiesta. El paréntesis habrá terminado, algo se habrá cerrado aunque en diciembre del 2020 se producirá otro eclipse en la Araucanía y habrá quien quiera verlo desde la cima del volcán Villarrica. Pero por ahora Chile volverá a ser Chile y al día siguiente, el miércoles, retornarán el ansia y la soberbia de la Copa América; circulará una foto de Piñera con la ministra Cubillos viendo el eclipse en La Higuera (ambos con lentes, él hablando de astronomía, ella faltando a una cita en el Congreso por el paro docente); y uno de los jueces investigados de Rancagua se pegará un tiro. Al día siguiente, un amigo nortino me contará que su madre le dijo que durante el eclipse cambió el color de la tierra y que era un color que no había nunca visto antes.
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Una oración en la zona de Puclaro, región de Coquimbo. Foto: AFP[/caption]
Entonces, ahora, la luz del Sol negro sólo será un recuerdo que atesoraremos; el regalo de una pequeña noche y una pequeña luz que por unos instantes nos abrazaron por igual a todos.
*Escritor, director de la Escuela de Literatura Creativa de la UDP.