El aeropuerto de Kigali, la capital de este país al centro de África -casi del tamaño de la región del Maule-, cuenta con una sola aerolínea: RwandaAir. Ya en la losa, se abre la puerta de nuestro avión. No hay manga. Nos recibe un calor húmedo que se pega a la piel.

"Bienvenidos, tienen permiso para quedarse hasta 30 días", nos dice el oficial de Inmigración. Tomamos las maletas de una de las únicas dos cintas transportadoras de este terminal de estilo setentero. Tras la mampara vemos un joven sosteniendo un cartel con nuestros nombres.

-Soy Tarzán-nos dice con una amplia sonrisa. Luego nos revelará su verdadero nombre, Tarzas.

Ya en el Land Rover comenzamos a subir por una avenida serpenteante, a mil quinientos metros sobre el nivel del mar. "Esta es la tierra de las mil colinas", informa Tarzas. La vía, reluciente y con palmeras a sus costados, es una de las pocas calles pavimentadas de la ciudad. Van apareciendo modernas construcciones con rejas y muros altos, principalmente embajadas. Poca gente se ve por sus veredas. Hombres vestidos de traje y mujeres perfectamente arregladas, probablemente funcionarios de las representaciones diplomáticas. No se ve ningún extranjero.

Nuestro guía nos lleva a la primera parada: el Memorial del Genocidio. En la sala de espera, un video sintetiza en pocos minutos la historia del horror: la muerte, en 1994, de más de un millón de personas -en esta nación de apenas doce millones de habitantes- por la cruenta lucha entre las dos principales etnias: hutus y tutsis. Una historia que remite al colonialismo europeo, a los intentos de privilegiar un grupo por sobre el otro para asegurar el poder, el resentimiento y la violencia desatada. Con el corazón apretado observamos las imágenes de campesinos armados, poblados destruidos y cuerpos mutilados. Historias de un horror indescriptible de un pasado demasiado reciente.

Salimos en silencio. El guía nos cuenta que su familia, de origen tutsi, partió exiliada a la vecina Uganda cuando él tenía 15 años, un poco antes del genocidio y que habían logrado volver poco después de la masacre. "Este país estaba destruido", nos dice, contándonos cómo hutus y tutsis lograron sentarse a conversar. Debieron aprender a perdonar, porque todo el mundo, sin importar su origen, había perdido a un familiar. Reconstruyeron el país en conjunto.

El vehículo se detiene frente a nuestro hotel. Al entrar, debemos pasar por un detector de metales. "Este es el país más seguro de África", nos explican. El edificio, con piscina, dos restaurantes y un mozo que nos entrega unas toallas blancas antes de comer, es como una burbuja en este país con un PIB per cápita de 750 dólares. A la noche, tres cocineros saltean mariscos y carnes en unos fogones en la terraza. Todos los huéspedes son blancos. Siento culpa por tanta abundancia, aunque el turismo se ha convertido en la principal fuente de ingresos en este país tradicionalmente agrícola.

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Niños saludan a los turistas que visitan el parque en Ruanda.

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Día en el pueblo

Nuevamente en el Land Rover, tomamos la vía principal, esta vez para dejar Kigali rumbo a Musanze, en lo alto de las montañas. En el camino hay construcciones y viviendas modestas. Por los costados, gente. Hombres que transportan una variada carga: paquetes, cajas, hasta una torre de sillas de plástico. Las mujeres, vestidas de colores brillantes y atuendos ceñidos, llevan otro tanto sobre sus cabezas erguidas.

Después sabría que en Ruanda, y en buena parte de África, la vida cotidiana se hace en la calle. Las viviendas, pequeñas y hacinadas, sólo alcanzan para dormir. Por eso luego vería niños haciendo tareas sobre un escritorio o mujeres frente a sus máquinas de cocer, instalados en la orilla del camino. En el trayecto nunca dejamos de ver viviendas ni gente. A pesar de que la población no es numerosa, éste es uno de los países más densamente poblados del continente africano: 419 habitantes por km2 (en Chile es de 23).

Llegamos al hotel, unos lindos bungalows cercados por altas murallas. De nuevo aparecen los turistas, todos blancos, tomando sol al lado de la piscina. Quiero conocer el pueblo, le digo a la recepcionista. Al rato se abre el portón y aparece un taxi, destartalado. El chofer saluda con un escueto "hello". Por la radio suena música africana. Mis intentos por iniciar una conversación son infructuosos. El chofer sólo habla kiñaruanda, uno de los cuatro idiomas oficiales junto al suajili, francés e inglés. Se limita a sonreírnos.

El pueblo tiene una sola calle principal, atiborrada de gente. Es domingo y todo el mundo sale al único panorama disponible: caminar de un lado del camino, y luego del otro. Hay pequeñas tiendas, que venden desde colchones hasta celulares. Hay unos puestos ambulantes con un quitasol amarillo y, bajo éste, una persona con un teléfono móvil. Las personas se acercan y hacen pequeñas transacciones, desde pago de cuentas hasta transferencias de dinero. Son lo más parecido a un banco.

Tomo conciencia de mi piel demasiado blanca. Los niños se dan vuelta a mirarnos. Algunos nos sonríen, otros nos saludan en inglés. Los adultos nos observan de reojo. Somos los únicos turistas. Un grupo de jóvenes comienza a caminar junto a nosotros. Un chico inicia la conversación. Pregunta de dónde soy, dónde queda Chile, qué hago por esos lados… "Quiero practicar mi inglés", me dice. ¿Vienen pocos extranjeros por aquí?, le pregunto. "Algunos, pero sólo los veo pasar en los autos. Es primera vez que hablo con una turista", me responde.

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Bebé de los gorilas silverbacks o "espaldas plateadas" .

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Día de gorilas

El despertador suena a las 5:15 a.m. Hoy vamos a ver a los gorilas, la razón que nos trajo a Ruanda. Escucho unos gritos, unos sonidos guturales. Me inquieto. Luego el clamor cesa y sólo se escucha el sonido de los pájaros. Un cielo anaranjado anuncia el amanecer.

Al desayuno le pregunto al mozo por los sonidos matutinos. "Es la gente que va caminando al pueblo y canta. Canta porque es un nuevo día, porque está viva, porque tiene trabajo. Está contenta", responde. "Pero si le molesta, les podemos decir que no canten cuando pasen frente al hotel", agrega. Sólo atino a contestar que no me molesta, todo lo contrario. Quedo atónita por ambas respuestas.

A las 6:30 llega nuestro sonriente guía para llevarnos al Parque Nacional de los Volcanes, en Virunga, hábitat natural de los gorilas de montaña, compartido con el Congo y Uganda. Son los llamados silverbacks o "espaldas plateadas", por el pelaje grisáceo de los machos adultos. Los cerca de 700 ejemplares que quedan habitan en estas montañas. Sólo unos cien turistas pueden entrar cada día al parque.

Nuestro guía es Edward, un ruandés que ama los gorilas. Conoce todo de ellos: sus hábitos, sus maneras de caminar, sus sonidos, sus expresiones. Nos da instrucciones: podremos ver una sola comunidad de gorilas, por una hora; no podemos tocarlos y debemos permanecer siempre al menos a un metro de distancia. Si un gorila se acerca, debemos alejarnos retrocediendo, sin darnos la vuelta ni mirarlo a los ojos.

Nuevamente nos subimos al auto y avanzamos media hora por las montañas, hasta que nos detenemos a la orilla del camino. Junto a otros turistas, comenzamos a caminar un sendero empinado. Atravesamos tierras de cultivo, animales, unas pocas casas. Después de una hora, con un cielo despejado, a 3.100 metros de altura, llegamos a un muro de piedra con un cartel que indica la entrada. Altos árboles tropicales y bambúes aparecen de pronto. "Bienvenidos a la jungla", nos dice el guía. Debemos dejar todas nuestras pertenencias: sólo podemos llevar la cámara. Nos recomiendan cubrirnos y usar guantes de goma para evitar cualquier tipo de contagio. Estamos en el corazón de la selva.

Seguimos avanzando. De repente, a un par de metros, aparece un enorme gorila echado en la hierba. Luego se acerca una hembra, más pequeña. Más allá aparece otro, y otro, y otro. Una familia completa. "Mira", me indica Edward. Encaramado en un árbol, aferrado a una rama, hay un gorila de meses. Dan ganas de tomarlo en brazos. Al pie del árbol está la madre, observándolo, mientras unos gorilas infantes juegan alrededor. Parecen niños.

De pronto, aparece el macho alfa o dominante, el líder del clan. Corpulento, con cara de pocos amigos, se detiene, nos observa y se aleja, gruñendo y remeciendo todo su entorno. "Viene a marcar su territorio", explica el guía. Cada gorila está ocupado en lo suyo. Algunos duermen, otros parecieran como si conversaran, algunos comen, caminan, se tocan unos a otros como haciéndose cariño. Sus expresiones, su mirada, sus ademanes son casi humanos. Sobrecoge verlos.

Después de una hora que pasa volando -y 350 fotos en la cámara-, tenemos que volver. Retomamos el mismo sendero y ahí nos espera un grupo de niños. Con ropas tradicionales y polerones deportivos. Quieren saludarnos. Cantan y bailan una danza tradicional. Edward también se suma al baile. Nuestra presencia es motivo de fiesta.

Golden monkeys y el regreso

El despertador vuelve a sonar a las 5:30 am. Aunque esta vez no hay cantos. Nos encontramos de nuevo con Edward, ahora para ver a los "golden monkeys". Unos monos pequeños, ágiles y con cara de simpáticos, que habitan en otra parte del parque.

No hay que ascender las montañas, pero sí cruzar un pueblo, donde volvemos a ser el foco de atención. La misma algarabía de los niños, la misma mirada atenta de los adultos. "Ellos están contentos de que estén aquí. El gobierno les da el 10% de las entradas, además de luz y agua", nos explica el guía. Pero más allá de las razones prácticas, la fascinación en sus rostros es indescriptible. Un chico, ante la risa nerviosa de sus amigos, me regala una flor.

Después de recorrer un sendero plano, entre casas y praderas, llegamos a una selva de bambúes. Tan densa y alta que no permite ver nada más. Después de unos minutos de caminata, allí están. Los pequeños monos dorados se cuelgan de un bambú y de otro en cuestión de segundos. No tienen la expresión humana de los gorilas, pero impresiona estar en su hábitat y verlos desenvolverse con naturalidad. Observar a las madres llevar a sus hijos en la espalda o en el vientre, verlos caer una y otra vez de una rama hasta que aprenden a trepar. La vida bulle. Los pájaros cantan, desde lo alto. Se respira naturaleza.

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Un gorila "silverback" se relaja en su hábitat.

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A la vuelta, el mismo sendero, los mismos niños, los mismos saludos. Hay que regresar a Kigali. Descendemos el mismo camino ondulado, siempre lleno de gente. Al llegar a la capital, tengo un solo objetivo en mente: comprar café. Ruanda es uno de los principales productores de África, pero como es una economía tan pequeña, sus exportaciones sólo cruzan las fronteras de los países vecinos. Nos envían al único lugar donde podríamos encontrarlo: el mall. Pero escasamente se puede encontrar un producto nacional allí. Todo es importado de Kenia, Tanzania y Sudáfrica.

Nuestra última comida fue en "el cielo". Heaven, uno de los restaurantes de moda, estaba en lo alto de una colina. Desde su terraza se veían las luces de la ciudad. Sus comensales, todos blancos, disfrutaban de una hamburguesa o una pasta. De los parlantes sonaba música latina. Al salir, el chofer nos esperaba en el estacionamiento.

La noche es muy corta. Salimos aún a oscuras al aeropuerto. Un poco antes de llegar, una patrulla de policías armados con metralletas nos detienen. Nos piden nuestros pasaportes y nos hacen bajar del auto. "El país más seguro de África", recuerdo.

Apenas llegamos a la terminal aérea, un hombre nos saluda y toma nuestro equipaje. Tarzas se despide de nosotros. Ante nuestro impulso de pasar por el control, el hombre nos dice que no es necesario. Lo seguimos hasta nuestra puerta de embarque. Allí nos dice que nos "relajemos", que el vuelo está atrasado. "Hakuna matata", nos dice. La expresión que a uno le recuerda El Rey León y que quiere decir "no hay problema". La sala está prácticamente vacía. Me siento, veo las luces del amanecer por el ventanal y recuerdo los cantos de felicidad por el nuevo día. "Hakuna matata", repito para mis adentros.

Datos básicos

* Se debe obtener la visa a través del sitio de la Dirección General de Migración y Emigración de Ruanda: migration.gov.rw. Cuesta 30 dólares.

* Lan opera vuelos directos a Johannesburgo, Sudáfrica, punto de conexión a Kigali, en Ruanda, vía South African.

* "Into Africa" (intoafrica.cl) es una agencia de viajes creada por un emprendedor chileno, Juan Pablo Bonilla, que ofrece programas y viajes personalizados a África.

* La entrada en el Parque Nacional de los Volcanes debe gestionarse con al menos dos o tres meses de anticipación, tienen un costo de 1.500 dólares por persona para ver los gorilas y de 100 para los monos dorados. www.volcanoesnationalparkrwanda.com

*Una película: Gorilas en la niebla, inspirada en el trabajo de la zoóloga estadounidense Dian Fossey con los gorilas de las montañas de Virunga.