Mi bisabuelo era muy metódico, hasta para el tiempo que le dedicaba a su ocio, así que todos los domingos iba a la función del día del Teatro Explanade en la ciudad de Concepción. Ese domingo de junio de 1949 se presentaba una comedia, la última que vería en su vida. Él estaba sentado con su señora, de nombre Nilia, y empezó a reírse a carcajadas. Tanta fue la risa que tuvo, que le dio un paro cardíaco, cayó al suelo inconsciente y horas más tardes falleció.

No era un hombre muy risueño, pero esa vez rio hasta morir. El papá de mi abuela paterna se llamaba Carlos Oliver Schneider y fue un hombre muy reconocido en Concepción. Era alto, macizo, de andar lento y tono bajo, usaba lentes grandes y un bigote leve.

Desde que soy chico me contaron de su vida. Me dijeron que llegó a los 10 años desde Uruguay para hacer suya la historia penquista, que era un académico renombrado y que fue parte de la primera expedición chilena que fue hasta la Antártica. Esa era la historia favorita que relataba mi abuela.

Mi bisabuelo hizo de todo, era naturalista, historiador, biólogo, geólogo, antropólogo y escritor. Fue una persona que a pesar de no ser oriundo de Concepción, le importaba mucho la historia de la ciudad, de dónde surgió y cuál era su origen, sobre todo desde un punto de la historia natural. Siempre pensaba en la naturaleza y la geología de la zona. Escribió el Libro de Oro de Concepción, que reúne la historia de la ciudad, y su obra más reconocida es la labor que realizó al interior del Museo de Historia Natural de Concepción, cuyo auditorio lleva actualmente su nombre.

Tal como su muerte, su vida fue bastante peculiar. Cuando tenía sólo 16 años se hizo cargo de ese museo y dedicó gran parte de su vida a remodelar y activar este centro cultural. ¿A qué joven se le ocurriría hacerse cargo de un museo? ¿A quién le interesaría eso a los 16 años? Bueno, a él le interesó y para evitar que se cerrara se convirtió en el encargado principal que transformó y levantó el proyecto. Ese niño que pasaba sus tiempos libres en los museos llegó a ser director de museos y profesor ilustre de la Universidad de Concepción.

La imagen que tengo de él nace de lo que me contaba la Ita, mi abuela. Nunca me dijeron que era cariñoso, que jugaba con los niños o que iba riendo por el mundo. Ella relataba que era un hombre serio e intelectual, con una voz ronca y que siempre vestía con un estilo formal. Daba la impresión de una gran solemnidad; sus amigos decían que era muy interesante, que ponía temas de conversación y que también era demasiado culto, porque sabía muchas cosas de muchos temas.

Era un hombre muy querido dentro del círculo de intelectuales, era humilde y muy atento, pero no muy de piel. Era ilustrado y siempre buscaba temas de conversación interesantes. Dicen que tenía un caminar contemplativo. Yo me lo imagino muy inteligente y quizás un poco ñoño; debe haber sido interesante hablar con él, había estudiado demasiado.

Su muerte fue una sorpresa para todos. Carlos tenía apenas 50 años y no tenía antecedentes médicos conocidos. Ese día, como todos los domingos, releyó el artículo de historia que publicaba en el diario La Patria, para después trabajar en la crónica que debía entregar al día siguiente.

Como todas las semanas, el acto siguiente fue ir al teatro. No llevó a ninguno de sus tres hijos, pero sí lo acompañó su mujer. Esa noche no volvió a su casa, no siguió estudiando ni descubriendo, esa fue la última de las obras que vio y la última de sus rutinas. Probablemente, si nada hubiera pasado, esa noche hubiera comido un pedazo de dulce de membrillo con queso, como lo hacía metódicamente todos los días.

Mi abuela contaba que ese lunes las portadas titulaban "Murió un gran sabio" o "El gran Carlos Oliver". Los medios decían que estaba en el teatro, que había sido una muerte confusa y que, finalmente, a eso de las tres de la mañana había fallecido.

Ahora que se publicó su biografía, en las Ediciones del Archivo Histórico de Concepción se cuenta la misma historia. Lo que les falta a esos relatos es la parte de la risa, obvio. Mi bisabuelo se rio, se exaltó tanto como para que su corazón se detuviera. Quizás una muerte tan tragicómica no calza en el perfil de un académico tan serio. Él falleció por un paro, pero la causa fueron sus carcajadas, y uno no suele imaginarse a grandes eruditos con ataques de risa. Que un humorista muera de la risa, bueno, podría ser, o alguien más distendido, risueño. Mi bisabuelo era un hombre grande, prestigioso y solemne, pero tan original como su muerte.

No creo que exista una buena causa de muerte, pero esta es una bastante curiosa y se podría decir que se fue feliz. Por lo menos en ese momento lo estaba pasando bien. Si pienso entre las razones para fallecer, quizás me gustaría que la risa también fuera la mía. Sería anecdótico y, de cierta manera, bastante exclusiva. Además, tendría la suerte de irme con una sonrisa en la cara.

Mi bisabuelo es único y su muerte también lo fue. No creo que sean muchos los que se mueren de la risa. Es curioso y casi paradójico que alguien tan serio se haya ido de este mundo de esa manera. No sé por qué, pero yo creo que como todo en su vida, su final tuvo alguna razón de ser.