En enero, la revista francesa Le Nouveau Magazine Littéraire publicó un manifiesto firmado por el ensayista Raphaël Glucksmann, editor general del medio, y por Michel Hazanavicius, director que en 2012 ganó el Oscar por The Artist, en el que ambos decían que, tras el caso Weinstein, el asunto que quedó sobre la mesa fue el de la libertad de los hombres -de seducir, de importunar, de flirtear- y que era hora de que ellos, los miembros del género masculino, tomaran la palabra.
"Para decir que no queremos estas 'libertades' si se inscriben en situaciones y estructuras de dominación (...), para afirmar que, lejos de angustiarnos, este movimiento de emancipación nos alegra porque no se trata de una revuelta de las mujeres contra los hombres, sino de un combate común contra las injusticias cometidas hacia las mujeres", apuntaban los autores, y cerraban el texto diciendo: "Nosotros también. We Too".
Es un lema que ha circulado de forma más tímida que su contraparte -o más bien, su complemento, Me Too-, pero es una de las señales visibles, al menos en los medios, de que esta nueva ola feminista ha logrado llevar la discusión hacia un territorio poco explorado, al menos a nivel mainstream: la necesidad de pensar una nueva masculinidad, algo así como una postmasculinidad que no se funde en conceptos como el dominio y la violencia, que libere a los hombres de los estereotipos y las expectativas socioculturales de género. Como lo dijo en una entrevista reciente la escritora francesa Virginie Despentes (Teoría King Kong), se trata de la búsqueda de una masculinidad que "les convenga a ellos y que nos convenga a todos".
No es un tema nuevo al interior de los estudios feministas, de la sociología o la sicología, entre otras disciplinas, pero mientras proliferan en las librerías textos sobre feminismo y género, el problema de la masculinidad parece ir un paso atrás. En 1998, por ejemplo, el famoso sociólogo Pierre Bourdieu publicó La dominación masculina, un ensayo en el que se propuso revisar la relación entre hombres y mujeres y así "denunciar los procesos responsables de la transformación de la historia en naturaleza, y de la arbitrariedad cultural en natural". Asunto que ha legitimado durante siglos -según el pensador francés- "una relación de dominación, inscribiéndola en una naturaleza biológica que es en sí misma una construcción social naturalizada".
Desde esa perspectiva, el texto de Bourdieu era lúcido y valiente -la polémica mediática que se armó en la época lo prueba-, y aunque incitaba a una "revolución en el conocimiento" que permitiera transformar la correlación de fuerzas materialistas y simbólicas entre los sexos, y llamaba a una "acción colectiva de resistencia para quebrantar las instituciones estatales y jurídicas" que contribuyen a eternizar la subordinación femenina, la gran falta del libro era grave: el autor pasaba por alto toda la literatura teórica que el feminismo había producido en torno al orden patriarcal de la mano de autoras como Kate Millett o Judith Butler.
La historiadora Michelle Perrot, famosa por sus estudios sobre mujeres, lo calificó de ignorante, y la reputada socióloga feminista Marie-Victoire Louis aseguró que el gesto de Bourdieu era, de hecho, una ilustración perfecta de la dominación masculina y del androcentrismo que tanto denunciaba.
Veinte años después, y tras el estallido social y mediático de los feminismos y la violencia de género que se ha vivido en el último tiempo, el tema recién parece estar echando raíces en el debate público. "Si analizamos cuál sigue siendo el imaginario predominante en nuestras sociedades en torno al lugar del hombre y la mujer y en cuanto a los roles que han de jugar, por ejemplo, en las relaciones afectivas y sexuales, es evidente que los avances han sido mínimos", escribe el académico español y especialista en igualdad de género Octavio Salazar, autor de El hombre que no deberíamos ser, publicado este año por editorial Planeta.
En un ensayo aparecido en la revista cultural La Maleta de Portbou, escribe: "No exagero si afirmo que hoy día el amor romántico, la pornografía y la prostitución constituyen el triángulo de la mala educación de los hombres en materia de afectividad y sexualidad".
Hacia allá están apuntando varios autores: si la masculinidad hegemónica se aprende, también se puede dejar de enseñar. Hace unos meses, el diario The Guardian informaba que varios escritores anglosajones, como Ben Brooks o Brendan Kiely, se están dedicando a crear historias para niños y adolescentes que permitan "redefinir la masculinidad" y repensar lo que significa ser un héroe masculino hoy, en la era de Trump, un personaje que representa lo que algunos llaman una "masculinidad tóxica".
En Cuentos para niños que se atreven a ser diferentes -bestseller en Gran Bretaña-, Brooks reunió textos sobre Alan Turing o Nelson Mandela, "modelos masculinos positivos" que cuestionan la idea de que es malo abrirse emocionalmente o demuestran que es "bueno para los hombres ser amables y vulnerables", y, de paso, refuerzan el hecho de que ser diferente es un acto de valentía.
Repensar las masculinidades es entrar en un terreno espinoso porque se hieren susceptibilidades, pero también porque implica replantear las estructuras sobre las que se cimenta la sociedad: por una parte, lo que Bourdieu llama las "instancias superiores" -la Iglesia, la Escuela, el Estado- y, por otra, el ámbito doméstico -la familia, la intimidad-, áreas que, como lo afirma la socióloga franco-israelí Eva Illouz en el prólogo del libro La radicalidad del amor, de Srecko Horvat, ni siquiera las revoluciones más importantes del siglo XX, ni las "primaveras" ni los "movimientos occupy" se han atrevido a reinventar. Illouz, especialista en el modo en que las emociones se desarrollan en el capitalismo, lleva años diciéndolo: vivimos en un mundo -político, educativo, laboral- donde el modelo masculino del control emocional es la norma.
Hay quienes, como el escritor Michel Houellebecq, miran el asunto con ironía -"el hombre aprendió a callarse para que la mujer crea que cambió", dijo hace algunos años- o con recelo, como Niall Ferguson, filósofo de Harvard y autor del libro Manliness (2006), quien cree, entre otras cosas, que el acceso al trabajo de las mujeres ha minado el "papel protector de los hombres", como lo explica el escritor indio Pankaj Mishra en el ensayo La crisis en la masculinidad moderna, donde denuncia que "mientras más florecen las virtudes masculinas, más feroces se vuelven los ataques hacia mujeres, y hacia las feministas en particular". Cuestionar la virilidad de un hombre ha sido por siglos una afrenta, de la misma forma en que la fuerza, la frialdad y la violencia han sido valores de lo que se conoce como el "eterno masculino", lo que explica, en parte, por qué un cambio sociocultural real ha demorado tanto.
De ahí también la razón por la que algunos reaccionan con violencia frente a las manifestaciones feministas, como ocurrió la semana pasada durante la marcha proaborto: "violencia física, enfrentamiento, competitividad, conflicto: la sal de la vida masculina", escribe la socióloga española Marina Subirats. Cuando en 1970 Kate Millett criticó el machismo de Henry Miller o Norman Mailer en el ensayo Políticas sexuales, este último -quien, dicho sea de paso, apuñaló a su mujer- no solo le respondió con virulencia en el libro Prisionero del sexo (1971), también se dedicó a decir por televisión que a las mujeres es mejor "encerrarlas en jaulas".
A la larga, son esos binarismos dominio/sumisión, activo/pasivo, fuerte/débil, los que se ocultan en la raíz de la vieja masculinidad, y de ahí la necesidad de ampliar definiciones y derribar estereotipos. Contrario de lo que piensa Trump -que se burló de Kim Jong Un diciéndole que su botón nuclear "funciona" y "es más grande y poderoso" que el suyo-, la figura del guerrero, del héroe, está obsoleta, como dice Subirats: hace tiempo que la violencia física dejó de ser "un requisito para supervivencia del grupo".