El mundo está paralizado en medio de una pandemia. El cosmos, por supuesto, sigue su curso, ignorando por completo nuestras tragedias. Desde la tensa calma, la Física nos ha traído algunas de las más inquietantes noticias. Los protagonistas han sido los agujeros negros, que han aparecido por estos meses en sus formas más exóticas. Desde un posible agujero negro pequeño, del tamaño de una pelota de tenis que podría residir en nuestro sistema solar, hasta el choque de bestias colosales en lugares remotos, cuyas perturbaciones del tejido espacio temporal recibimos en forma de exiguas ondas gravitacionales.
La gravedad es una fuerza excepcional, la más débil, la que menos entendemos, pero la que nos ofrece los objetos más extraños y atractivos. Para observar sus efectos debemos ser extremadamente cuidadosos, pacientes y perseverantes. También ingeniosos. Nada de eso les faltaba al físico Henry Cavendish y a su colega, el reverendo John Michell. Sus largas y apasionadas conversaciones en el céntrico pub londinense “Cats and Bagpipes”, durante la década de los ochenta del siglo XVIII, fueron origen de importantes ideas científicas. Probablemente fue allí en donde se gestó la idea de medir la masa de la Tierra a través de la fuerza gravitacional que inflige sobre otros objetos. Para eso era necesario medir la constante de gravitación "G" que aparece en su celebrada ley.
Para lograrlo, había que realizar un experimento con dos cuerpos cuyas masas fuesen conocidas. El mismo Newton pensaba que esto era imposible: La fuerza de gravedad entre dos objetos cercanos de dimensiones cotidianas es decenas de millones menor a aquella con que afecta la Tierra a cada uno. Pero como es sabido, los grandes aventureros suelen hacer oídos sordos de los consejos de la autoridad. Desde su parroquia, Michell planificaba con cuidado la balanza de torsión que él pensaba podría ser sensible a esa pequeñísima fuerza de gravedad. Murió en 1793 antes de terminarla. Su amigo Cavendish finalizó el experimento, publicando cinco años después uno de los trabajos más célebres de la Física: “Experimentos para determinar la densidad de la Tierra”.
La extrema debilidad de la fuerza gravitacional ha sido un dolor de cabeza constante para los físicos experimentales. Pero siguiendo el espíritu de Michell y Cavendish, la precisión de los experimentos gravitacionales ha mejorado hasta alcanzar extremos insospechados. Los observatorios de ondas gravitacionales de interferometría láser deben ser los instrumentos más precisos jamás construidos. Desde 2015 nos han estado dando noticias sobre violentas colisiones entre agujeros negros y estrellas de neutrones, cuya producción de ondas gravitacionales es suficientemente intensa como para ser detectada. Durante las últimas semanas se publicaron espectaculares hallazgos de los observatorios LIGO y Virgo. Se trata de una colisión de dos enormes agujeros negros, de 66 y 85 masas solares, respectivamente, que produjeron un colosal agujero negro de 142 masas solares.
Si la aritmética no parece correcta es porque las nueve masas solares que faltan fueron transformadas en otras formas de energía, tal como lo permite la famosa fórmula de Einstein que nos dice que la masa es energía. Principalmente en un intenso pulso de radiación gravitacional, de un décimo de segundo de duración, que se propagó en todas direcciones. A pesar de que el evento ocurrió hace siete mil millones de años, y que las ondas viajaron diecisiete millones de años luz (cosa que es posible dada la expansión acelerada del universo), su paso por la Tierra fue registrado por este increíble instrumento.
Se ha insistido mucho en algunos medios sobre el hecho que estos agujeros negros contradicen las leyes de la Física y no deberían existir. En realidad, eso no es cierto. Es sólo que no sabemos cómo pueden formarse. Sucede que existen mecanismos que previenen la formación de agujeros negros de más de 60 masas solares a través del colapso gravitacional de estrellas. Pero muchas otras posibilidades, estas mismas colisiones, son un ejemplo. Los detalles son complicados, particularmente para estos agujeros negros de masas intermedias, más grandes que los que se producen en la muerte de estrellas, pero más chicos que aquellos que residen en el centro de muchas galaxias, de millones de masas solares.
Una idea muy atractiva es la de los agujeros negros “primordiales”. Estos podrían haberse formado espontáneamente en la infancia del universo, cuando este estaba muy caliente. Allí pudieron producirse muchos agujeros negros de gran tamaño. Pero más interesante, también pudieron formarse agujeros negros extraordinariamente pequeños. En 2016, ciertas anomalías detectadas en las órbitas de planetas enanos más allá de Neptuno llevaron a postular la existencia de un nuevo planeta: el planeta 9. En los últimos meses se ha encendido una discusión sobre la posibilidad de que este, de existir, sea un agujero negro. Uno del tamaño de una pelota de tenis con una masa cinco veces mayor que la de nuestro planeta.
Son especulaciones tan audaces como improbables, pero que han involucrado a connotados físicos, principalmente por la ilusión de tener un objeto como ese en el vecindario. De poder visitarlo y aprender de él, con su irresistible y exótico encanto. Quizás Cavendish y Michell habrían estado especulando lo mismo en su pub favorito, o quien sabe, en una reunión vía Zoom. Después de todo, fue el mismo Michell quien doscientos años antes de que nadie hubiese observado un agujero negro, antes incluso que se formulara la Relatividad General que los predice, imaginó estrellas tan pesadas que la luz no podía escapar de ellas. Las llamó estrellas negras. Por supuesto, no eran agujeros negros. Aún la Física para describirlos no existía. Eran especulaciones improbables, sobre fenómenos imposibles de observar. Pero no importaba. Sus estrellas negras eran una idea hermosa y cautivante, que habría de volver con otras ropas. Ahora para quedarse.