Nací escuchando la historia de que mi abuelo y mi tío se habían venido pedaleando de Paraguay a Chile en el 2000. Los imaginaba solos en la pampa, al sol y en absoluto silencio. Tenían entonces 46 y 14 años, respectivamente.

Yo tengo 17 y ninguna afinidad con el pedaleo, pero empecé a planear cómo recorrer esos 2.500 kilómetros con mi papá, Álvaro, que tiene 51 años. Luego nos preparamos durante 20 meses, que fueron de ensayo y error. Hasta que partimos en septiembre pasado. La idea: 25 días recorriendo tramos de Chile, Argentina y Paraguay en bicicleta.

El viaje partió con despedidas alegres. Si bien todos creían que era una locura, igual nos apoyaron. Con mi papá fuimos a despedirnos de mis compañeros de colegio. Por su parte, él contaba con días administrativos que al juntarlos con los feriados del 18 de septiembre nos permitirían tener un mes para la travesía y llegar a encontrarnos con los viajeros originales que nos esperaban en Asunción.

Al partir, no llevábamos ni media hora pedaleando y un fuerte dolor en mi rodilla nos hizo pensar que todos estos meses de subir el cerro, ir a kinesiólogos, probar bicicletas y equipos de protección, no servirían. Claro, a lo largo de mi vida yo sólo había andado en bici un par de veces, cinco para ser exactos. Mi papá no podía obligarme a seguir, a pesar de todo el esfuerzo que habíamos hecho y del costo económico que implicó la preparación. Él ya se imaginaba volviendo a la oficina al día siguiente.

Pero seguimos. Sólo llevábamos seis kilómetros del viaje, íbamos recién en la cuesta Chacabuco. Después paramos a almorzar. La nutricionista nos había dado indicaciones, pero siempre supimos que sería difícil cumplirlas si nos alimentábamos en restoranes pensados en camioneros: sólo lograríamos calorías y eso, en este caso, era bueno.

Al volver a tomar la bici, yo lloraba del dolor. Mi papá me pedía que paráramos, y yo sentía que no iba a poder retomar. Pero todo ese drama fue pura mala planificación: por ahorrarnos el taco a la salida de Santiago, tomamos una ruta que tenía la misma pendiente que la subida más intensa del San Cristóbal, pero por diez kilómetros. Ese día llegamos muy tarde al alojamiento, pedaleamos de noche junto a camiones en la carretera, que era otro riesgo. Así terminó el primer día; parecía que lo peor ya estaba pasando.

Al día siguiente, sorpresivamente el dolor ya no estaba. Fuimos hasta la Escuela de Alta Montaña del Ejército, y ahí el kinesiólogo me puso un "tape" en la rodilla. Los militares nos apoyaron mucho; ese día nos llevaron las alforjas y los bolsos. Ya eran doce kilos menos que soportar al pedalear. Subir los Caracoles fue alucinante, porque, tal como su nombre lo dice, son enroscados caminos en torno a las montañas: estábamos atravesando la cordillera de los Andes.

Teníamos calculado avanzar en promedio 100 kilómetros por día, incluyendo las paradas en alojamientos y las comidas. Pero en la cordillera nada de eso existe, salvo los cobertizos para autos y camiones en caso de tormentas o avalanchas. Esos refugios están pensados para que entre un camión de ida y otro de vuelta, sin berma. Nada más. Pero ahí estábamos nosotros, pedaleando con el terror de encontrarnos con dos de ellos a la vez. Como el espacio es parecido a un túnel, podían venir muy lejos, pero los sentíamos siempre cerca.

Esa noche llegamos sanos y salvos. Dormimos pésimo, pero los militares nos esperaban con comida caliente y sábanas limpias, cosa que no siempre tuvimos en el viaje: nos tocaría alojar entre filtraciones de agua, quedarnos con manillas de puertas en la mano y envolvernos en sacos de dormir por no saber si la cama tenía hongos o quién sabe.

Al otro lado de la cordillera, el auspicio que recibimos de un servicio de roaming fue clave. Podíamos subir fotos a nuestro Instagram @Padrehijoenrutados y sentirnos acompañados por la gente que nos seguía. También nos permitía reservar con pocos días de anticipación nuestro hospedaje, que fue otra aventura: nos tocaron hoteles en ruinas, con fotos de otras fachadas, o localidades sin ningún negocio abierto. Eso obviamente influía en nuestra convivencia y nuestros genios. Si bien había trayectos en los que podíamos conversar e ir uno al lado del otro, la mayor parte fuimos en silencio. Con mi papá no somos tan partners como uno pensaría, pero juntos nos arriesgamos en esto.

Lo más agradable fueron las personas de buena voluntad que nos encontramos. Como en la Aduana, donde nos dejaron pasar expeditamente y no esperar como un auto: eso nos regaló varias horas de luz para pedalear, pese a que era 15 de septiembre y había mucho tránsito.

Al continuar la ruta, tuvimos viento en contra. Hicimos dedo y un argentino muy buena onda nos acercó a Mendoza. Para entonces, mi pierna ya no se flectaba al pedalear. Pero ahí fue bonito lo que pasó con nuestros seguidores de Instagram: kinesiólogos comenzaron a aconsejar qué podíamos hacer y tomamos varias precauciones, como hacer más elongaciones durante los trayectos.

Las carreteras argentinas tienen hartos hoyos. Eso y las condiciones climáticas lentificaban el viaje y la llegada a los hospedajes, si es que había. Muchas veces tuvimos que duplicar fuerzas. Si el promedio diario era ir a 18 km/h, avanzábamos a 26 para poder llegar a comer o dormir. Y ahí otra vez apareció gente amable: la familia de una colega de mi papá nos fue a buscar cerca de San Luis; o el abuelo de un compañero de mi hermano en Santa Fe, que nos recibió muy bien.

Para este viaje lo más importante no fueron las piernas, sino la cabeza. Era lo único que necesitábamos para seguir pedaleando. A medida que avanzábamos y aparecía la pampa que tanto me imaginé, era desmotivante ver las señaléticas que no coincidían con nuestro GPS. Eso nos mataba mentalmente.

Entonces llegó el día crítico. Yo no quería avanzar más y mi papá quería tirar la bicicleta. Me dijo que él estaba haciendo esto por mí. Entonces tomé mi bicicleta y pedaleé lo más rápido que pude. Sólo faltaba que los enrutados se enojaran y eso había ocurrido.

Al final, todo empezó a mejorar. Mi papá, que cree en Dios, se lo atribuye a Él. Cuando estábamos cerca de cruzar a Paraguay apareció un viento de cola, que es como irse con el vuelito, y la tormenta que amenazaba con alcanzarnos se volvió nuestra aliada y nos tapó el sol. A partir de entonces, todos los trayectos fueron tranquilos. Cuando vimos por primera vez un cartel que decía Asunción, nuestro destino, fue muy emocionante.

Miré a mi papá y le dije: "Gracias por apañar en este desafío". Más tarde él contaría que esa frase le da todo el sentido a esta travesía entre Chile y Paraguay.

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