Domingo. Nueve de la mañana en punto. Una veintena de fotógrafos -algunos más experimentados que otros, pero todos iguales de apasionados- acomodan mochilas, trípodes y bastones en una van. Todos con el mismo objetivo: llevarse en su memoria, la de la cámara y la real, unas buenas imágenes de cóndores. Las más de cerca que se puedan.
El destino: el Valle de los Cóndores, un secreto a voces entre los amantes de la vida outdoor, que ha ganado fama en los últimos años no sólo por la belleza del paisaje, sino que, como su nombre lo indica, por tratarse de un lugar realmente privilegiado para admirar a esta ave, emblema nacional, en todo su esplendor.
Pero antes hay que llegar al Cajón del Maipo, seguir por el camino al Volcán hasta el puente del río Colorado y, a la izquierda, tomar el menos conocido camino del Alfalfal que va bordeando el río, mientras aparecen torres de alta tensión de las centrales hidroeléctricas que se han instalado en este valle de cumbres nevadas. Se debe seguir hasta aproximadamente el kilómetro 19. Aunque no hay ninguna señalética, un contundente número de autos estacionados en una pequeña explanada dan cuenta de que se ha llegado al punto de inicio del sendero y de lo popular de la ruta. Varios son los excursionistas que pasan a nuestro lado, apenas llevando lo justo, mientras sacamos y acomodamos todo el equipamiento en nuestras espaldas.
Apenas iniciada la ruta de 5 kilómetros (sólo de ida), nos damos cuenta que tardaremos más de las dos horas previstas. El sol implacable y el camino empinado hacen que la ascensión tenga bastantes detenciones.
Nuestra guía, con bastante experiencia en la zona, aprovecha de enseñarnos un poco de la vegetación endémica: peumos, cactus, litres y espinos, entre otros. Nos muestra sus hojas, sus formas, sus nervaduras características. Un par de cóndores sobrevuelan en lo alto, entregándonos un adelanto de lo que vendría después. Aunque el calor y el cansancio no son buenos compañeros. Las barras de cereal y el chocolate algo ayudan para recargar las energías.
El mirador
El premio al esfuerzo llega tras cerca de cuatro horas de caminata, a unos dos mil metros de altura. Ahí, frente a nuestros ojos aparece, con una espectacular vista a las montañas nevadas y un cielo azul intenso, el mirador de los cóndores.
Pero no estamos solos. Varias decenas de personas se encuentran instaladas en el lugar. Ríen, conversan, se sacan selfies con sus teléfonos. Buscamos un lugar solitario, dentro de lo posible, a la orilla del risco. Los más ansiosos instalan trípodes y montan sus teleobjetivos en sus cámaras -esos grandes lentes propios de los "paparazzis" o los fotógrafos deportivos-. Por mi parte, saco mi discreto equipo fotográfico y me dispongo a comer mi sándwich, que me devoro por completo. No soy la única, eso sí.
De cóndores, nada. "Les gusta el silencio", nos explica nuestra guía. Nos encontramos precisamente en su hogar, en el lugar donde anidan, en lo alto de unos enormes farallones de roca que dan origen a unos profundos acantilados.
Algunos excursionistas comienzan a marcharse. Las risotadas dan paso a algunos murmullos. Nos recomiendan algunos parámetros para ajustar la cámara y captar, lo mejor posible, el vuelo raudo de estas aves. Miro esas cumbres nevadas, las líneas de los cerros que se insinúan a la distancia, siento el viento en mi cara, la inmensidad de la naturaleza. Me doy por pagada.
Entonces alguien dice, fuerte y claro: "¡Cóndor!". Siento el accionar de los obturadores de las cámaras, como una verdadera ráfaga que intenta capturar esa ave imponente, negra como el azabache, haciendo gala del absoluto control que tiene sobre su vuelo. "Es un juvenil", acota la guía, haciendo alusión a que aún no tiene sus características plumas blancas que rodean su cuello y la punta de sus alas. Llegan a medir más de un metro de altura y sus alas desplegadas superan los 3 metros a lo ancho. Son longevos, pueden superar los 70 años y son monógamos: tienen una sola pareja en toda su vida.
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Uno de los cóndores en pleno vuelo. (Crédito: Nicole Saffie)[/caption]
Aparecen desde las profundidades del risco, se elevan y planean, majestuosos, en lo alto, y luego se pierden por el valle. Simplemente hacen perder el aliento. No sé cuántos cóndores habrán pasado en apenas un par de horas. Comenzamos a regresar y justo en ese momento una pareja de cóndores sobrevuela a muy baja altura, pasando justo por encima de las cabezas de quienes aún se encontraban en lo alto del mirador. Es su último regalo.
La bajada es más rápida, pero aunque el sendero en general está demarcado, a veces es fácil perder la huella. Nos detenemos en una explanada a mitad de camino para esperar el atardecer, a los pies de los Altos del Bronce. Un farellón de roca que, con los rayos del sol, va adquiriendo unos tonos amarillentos, cobrizos, hasta cubrirse de un tono rojo furioso. Al frente, las montañas nevadas en su último esplendor.
Acomodo mi linterna frontal y me preparo para bajar a oscuras. Entonces, a poco andar, la pila se agota… No queda otra que bajar muy de cerca con el resto del grupo. La bajada, empinada y un tanto resbalosa, exige una concentración máxima. No recordaba haber subido tanto… Hasta que, después de un rato, divisamos la carretera. Un poco más allá, la van nos espera para llevarnos de vuelta. Respiro tranquila. Con más que suficientes cóndores en la retina… y en la cámara.
Dato práctico:
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