Nunca había llorado tanto. No lloré cuando murió mi padre. Pero ahora que murió mi gata amada, lloré como si hubiera perdido a una hija.
7 dic 2024 09:36 PM
Colaborador de Culto
Libros de Jaime Bayly:
Nunca había llorado tanto. No lloré cuando murió mi padre. Pero ahora que murió mi gata amada, lloré como si hubiera perdido a una hija.
Nuestra hija miraba su celular durante la cena y sonreía para sí misma. Mi esposa le dijo en términos severos que dejase su teléfono. Nuestra hija se negó y le pidió más tiempo de uso en alguna red social. Mi esposa le negó el tiempo. Nuestra hija se enfureció y comenzó a comer con la mano.
Mi hija también me envió un correo electrónico informándome de que había comprado un boleto para ir a visitar a su madre por las fiestas de fin de año, un vuelo largo, de diez horas, que le había costado un dinero no menor. Pensé: qué lástima que prefiera volar diez horas para visitar a su madre y no apenas tres para visitarme a mí. Pero no se lo dije, por supuesto.
El público ha dejado de ver televisión abierta en general. La gente menor de cincuenta años ya casi no ve televisión. Están todos viendo las plataformas de entretenimiento, con sus series y películas, así como las redes sociales, que ofrecen puro entretenimiento en breves cápsulas narcóticas, adictivas.
A las doce en punto de la medianoche, ambos en ropa de dormir, abracé a mi esposa, la besé y le dije feliz cumpleaños. Ella estaba sospechosamente seria. Poco después, tendidos en la cama, quise besarla, acariciarla, amarla, pero ella me frenó en seco, me miró con desusada seriedad y me dijo que estaba cansada y prefería irse a dormir a su habitación. Se marchó, ofuscada. Quedé sorprendido, preocupado. Recién entonces comprendí que mi esposa estaba enojada conmigo.
Voté por primera vez en este país en las elecciones presidenciales a principios del milenio. Mi voto no fue irrelevante. Bush ganó el estado de la Florida, y por consiguiente la presidencia de la nación, porque obtuvo quinientos treinta y siete votos más que Gore. Yo voté por Bush. Mi voto fue uno de esos quinientos treinta y siete que le dieron la victoria. No me enorgullezco de ello.
"Me acompaña el presentimiento de que la mejor manera de abrazar las cosas buenas de la vida es evitando los conflictos políticos, que suelen ser fuente de angustias, enconos, rencillas y desdichas, y que sacan la peor cara de la gente y entonces le apresuran la muerte, la cárcel o el destierro. Por eso, si me regalan un año más de vida, trataré de no perder el tiempo hablando de política, cuando bien podría estar escribiendo o durmiendo, que son, por lo visto, mis vocaciones más perdurables".
Una buena persona tiene amigos y se reúne con ellos los fines de semana. Yo no tengo amigos y no deseo tenerlos. Una buena persona se lleva bien con sus amantes del pasado, con sus exesposas y sus exnovias. Yo me llevo fatal con todas mis antiguas parejas y me arrepiento de haberlas conocido y siento que perdí el tiempo malamente estando con ellas.
Todas las noches, al hundirme en un sueño profundo, bien entrada la madrugada, despierto con frecuencia, cada dos horas, cada hora y media. A continuación, súbdito de las órdenes que dicta mi estómago, que es un tirano gritón, me levanto, abro la refrigeradora al lado de la cama y dejo que mi apetito improvise y decida libremente por mí
Si bien no pude encontrar mi destino en la capital del país de las libertades, del gran sueño americano, donde aprendí a caminar sobre la nieve fresca, recién caída, donde celebré tembloroso y asustado el nacimiento de mi hija mayor, donde mi esposa se graduó con una maestría en ciencias políticas sin advertir que la política era todo menos una ciencia, vine a hallar mi lugar en el mundo, hace exactamente tres décadas.
Le anuncié a mi esposa que me había puesto a dieta y que mi propósito era bajar diez kilos en tres meses y que no desmayaría en la cruzada de perder grasa hasta pesar menos de cien kilos. Quiero que mi peso aparezca siempre en dos dígitos, nunca en tres, le dije. Puedo pesar noventa y nueve kilos, nunca cien, me armé de valor. Ya verás que en un mes pesaré menos de cien, le prometí.
De todos modos, lo bueno de esquiar, venciendo la modorra, es que, cuando estoy deslizándome en la nieve, haciendo zigzags al descender por la montaña, de pronto me olvido de que soy un gordo a punto de cumplir sesenta años y súbitamente me siento un hombre joven, liviano, esbelto, feliz, que vuela maravillado sobre aquella superficie nívea, como si de súbito hubiera perdido los veinte kilos de grasa pura que no sabe cómo diablos bajar y fuese una mariposa grácil que aletea allá arriba, donde se derrite la nieve.
Mi madre quiere dar un golpe de Estado. Dice que la presidenta de la república, Tina Duarte, es una comunista encubierta. Afirma que la presidenta obedece las órdenes que le dictan por teléfono el jefe de su partido, Amir Terrón, un comunista ortodoxo educado en La Habana, y el embajador cubano Cayo Alzamora, a quien mi madre llama El Gallo.
Me pregunto cuándo vendrán por mi cabeza. Llevo dieciocho años trabajando en ese canal de televisión. Sé que mis días están contados. Hace dos años trabajo sin un contrato vigente. Me echarán cuando quieran echarme, sin pagarme un dinero suplementario que mitigue la tristeza.
He comprendido entonces que no debo entrometerme en la libertad de mi esposa para consumir bebidas alcohólicas cuando a ella mejor le apetezcan, aun si eso le genera una dependencia o una adicción. De hecho, si quiero que me mire con residuos de amor, o al menos con ternura cuando nos enredamos en la cama, quizás me conviene que no se abstenga de beber.