Enigma color púrpura
Con la partida de Prince, no sólo se va un genio del pop y un icono de los 80, sino que también una forma de enfrentar el estrellato: bajo el enigma y con la convicción de quien levanta un personaje regido por reglas únicas.
Situados frente a frente, es fácil delinear un paralelo entre Prince y David Bowie. Fallecidos con sólo tres meses de diferencia en este calamitoso 2016 para la música popular, ambos personificaron al creador capaz de plantear su trayectoria como una secuencia de capítulos con trama propia, donde la innovación es el único destino posible, incluso si la consecuencia es el error y el fracaso, fabricando un hábitat con convicciones absolutamente propias. En ese manifiesto de principios, hay un asunto aún más sustancial que hermana al Príncipe y al Duque. Ambos vivieron sus últimos años como una especie en extinción: la superestrella de la música que cerca su intimidad bajo barreras infranqueables y que comienza a avanzar a contracorriente de su época, enfrentándola y negándola hasta crear otra diferente.
En tiempos de hiperconexión virtual y de divulgación ilimitada de la privacidad, tanto el estadounidense como el inglés se alzaron como personajes herméticos, indescifrables para la mirada pública, dejando que su actualidad sólo se remitiera a conjeturas fantaseadas por otros. Un misterio propio de la vieja escuela del espectáculo y que recuerda a otros astros asilados en sus refugios, como Michael Jackson en Neverland, Elvis en Graceland o Sandro en su búnker de Banfield.
Aunque bajo distintas circunstancias, incluso sus muertes se presentaron como tragedias que estallan sin alertas, de un instante a otro, bajo el asombro de todo el planeta. De hecho, Prince fue hallado sin vida en su colosal estudio Paisley Park, con dimensiones de fortaleza y donde cada tanto invitaba a un grupo de periodistas a hablar de su actualidad, a los que no miraba a los ojos ni les estrechaba la mano, y que siempre debían aguantar una espera de casi cinco horas antes de la aparición de su Majestad.
En el caso de Bowie, su última década lo reduce a un paria que vivió ajeno a la mercadotecnia propia del rock corporativo. En días en que las estrellas llenan su prestigio, su ego y sus bolsillos a costa de las grandes giras, el hombre de Fame decidió en 2004 nunca más volver a pisar un escenario, y entregarse a la vida familiar y al cuidado de su salud. En un siglo donde el show business dicta que los grandes lanzamientos deben ser advertidos con anticipación, bajo el ruido invasivo de las campañas publicitarias, los videos en YouTube, los singles de adelanto y las cuentas regresivas, el británico retornó en 2013 con un álbum del que previamente no se filtró una sola línea en la prensa, en otra sorpresa que dejó sin aire a los profetas del mundo hiperconectado
Con Prince, los relatos son similares. Incluso desde antes que fuera esa superestrella conocida como Prince. Nacido el 7 de julio de 1958 en Minneapolis, Prince Rogers Nelson se forjó en las antípodas de Michael Jackson, su gran rival artístico de los 80: mientras el Rey del Pop narraba recuerdos de un padre tirano que rentabilizó su talento infantil como única opción de supervivencia, su coetáneo no posee historias del gueto negro, nació en una ciudad de mayoría blanca y la música fue una afición espontánea cuando a los siete años descubrió el piano familiar.
Consciente de sus habilidades apabullantes, sobre todo como instrumentista, firmó en 1977, antes de cumplir la veintena, su primer contrato con Warner Music, discográfica con la que pactó plena libertad para autoproducirse, imposición impensada para un nombre aún desconocido. Tal cláusula le permitió, hasta sus últimos días, tener el control absoluto de su carrera: él mismo solía ser el organizador y difusor de sus conciertos, arrendando recintos y esperando que se activara el boca a boca, como una manera de no entregarle dinero alguno a otros intermediarios. De esa forma, convocaba por Twitter a recitales sorpresa o a encuentros repentinos e íntimos donde cada entrada costaba apenas 30 dólares.
El provocador
Pero su instinto de rebelión no sólo agitaba contratos y finanzas. La provocación también debía ser moral. En 1981, cuando era casi un novato y debió abrir la gira estadounidense de The Rolling Stones, desafió al rock más viril al aparecer vestido con ropa interior ajustada, medias y tacones altos. Además, fue una de las primeras megaestrellas que, explotando la testosterona de su atractivo, incluyó a una mujer como baterista y directora musical de sus mejores días, la extraordinaria Sheila E. Con ello, fue también uno de los primeros artistas superventas en impulsar la carrera de bandas femeninas como Vanity 6 o Apollonia, a las que mostraba en los videos que antecedían a sus presentaciones. Por su parte, The Revolution, uno de sus conjuntos más emblemáticos, estaba constituido por miembros de distintas razas y sexos.
A la hora de ingresar al estudio, operó de igual manera. Con 39 discos desde 1978 -promedio de uno al año-, siempre se comportó como un grabador compulsivo, desplegando larguísimas jornadas donde se dedicaba a tocar todos los instrumentos posibles, como lo hizo en gran parte de su obra. La escena es un manjar para coleccionistas y para las arcas del mercado: con su muerte, de seguro saltaran los más diversos álbumes publicitados como rescates arqueológicos de esas madrugadas de trabajo duro.
Pero tanta independencia funcionó como su talón de Aquiles. Hastiado de su relación con las multinacionales, empezó a componer discos ajenos a todo impacto comercial y los promovió por vías insólitas, como el correo físico o la distribución gratuita a través de un periódico. Decidió sacar toda su música de Spotify y YouTube, concentrando en internet todos los pecados del pop actual, lo que restó posibilidad para que las nuevas generaciones conocieran su catálogo. No le importaba: en el destino de Prince figuraba darle la espalda a su propia época, incluso si eso significaba el error o el fracaso, porque la inmortalidad de su personaje se asentaba en vivir y morir en sus propios principios.
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