Scorsese y las métricas de la fe
Al concebirla, no pensó ni en la industria ni en grandes públicos. La filmó fundamentalmente para saldar cuentas con sus propias convicciones y dudas.
Hace rato que Martin Scorsese lo consiguió. Es claramente el director más importante del cine estadounidense y no hay quien lo aventaje en registros y diversidad. Es de los pocos realizadores que ha ido y vuelto del cine de gran espectáculo y ha demostrado que puede interpelar o emplazar con la misma efectividad a las grandes audiencias que a públicos muy escogidos. Pocos cineastas de la industria están en condiciones tan ventajosas como las suyas de hacer lo que realmente quiere. Y lo que realmente quiso en su última realización, Silencio, que sin embargo le costó un mundo sacar adelante, fue hacer un trabajo que era importante en el equilibrio de las cuentas de su propia conciencia. Silencio no está hecha para los productores ni tampoco para grandes públicos. Fundamentalmente está hecha para él.
La cinta saca a flote al singular católico que hay en él y posiblemente sea la película más introspectiva de todas las que ha filmado. Introspectiva, no confesional. El más físico de todos los cineastas contemporáneos, va esta vez por la metafísica, y lo hace a partir de una novela excepcional que se interroga sobre los alcances de la fe. En el siglo XVII, dos curas jesuitas deciden afrontar el riesgo de ir al rescate de su mentor que diversas versiones presentan como un apóstata en los días en que el Japón medieval está llevando a cabo una feroz represión contra los misioneros. La cinta es la historia de esa operación de rescate, de las dudas que asaltan a los curas en el trayecto, del apoyo que encuentran y de las traiciones que padecen y, sobre todo, del silencio desesperante con que la divinidad que ellos mismos invocan los observa en su aventura.
Desde luego es raro que el cineasta que más doctorados ha logrado acumular hasta la fecha en materia de violencia, salvajismo y brutalidad, se enfrasque ahora en la delicada capilaridad de los misterios de la fe. Es raro pero no sorprendente, atendido que por lo menos dos películas anteriores suyas se acuñaron en ese mismo frente: La última tentación de Cristo, basada en la novela de Kazanzakis, y Kundun, que contó la historia del actual Dalai Lama, líder de la espiritualidad budista del Tibet. La religión no es una experiencia ajena al cine de Scorsese y no es necesario bucear demasiado en sus películas para que los conceptos de caída y redención, de sometimiento y liberación, no se impongan como parte consustancial de la trama.
En Silencio -no obstante la ferocidad de la persecución religiosa japonesa y de la cual estas imágenes no ahorran detalle- el asunto es más abstracto. La primera pregunta es por qué la gente cree: por qué creen esos curas y por qué creen esos campesinos rústicos que ellos han estado evangelizando y que, llegado el momento, tienen una fe incluso más fuerte que la de los mismos misioneros. La pregunta siguiente es qué sentido tiene creer en un contexto donde Dios nunca se manifiesta. Después vienen otras: qué están entendiendo los curas del Japón de entonces y qué los japoneses de las nuevas verdades que ellos han abrazado. También está la interrogante de qué significa abjurar o renunciar a una fe. ¿Es profanar imagen sagrada o es más bien traicionar las lealtades de una comunidad de creyentes (como lo hace una y otra vez el personaje que introduce a los misioneros en Japón, quizás si el carácter más complejo y scorseseano de esta historia)? En definitiva, cuáles son las fronteras y cuáles son las métricas de la fe.
Scorsese hace suyas estas preguntas en esta cinta imponente y magistral. Ya estaban en la novela de Endo y estuvieron también en otro tiempo en El poder y la gloria de Graham Greene. Incluso hace poco reaparecieron en esa novela testimonial apasionante que es El reino, de Emmanuel Carrère. Hay miles de razones para explicar por qué la gente no cree. Lo difícil, lo complicado, es explicar por qué cree. Silencio podría entregar algunas pistas al respecto. Pero no sin instalar, como es habitual en Scorsese, nuevas y potentes dudas.
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