La verdad sin dudas
En el espacio político cada uno anda convencido de su verdad. Les da lo mismo que sean muchos los que no la comparten y les da igual ganar o perder las elecciones. Es posible que quienes nos gobiernen de aquí en adelante profesen el convencimiento obstinado, según el cual el error y la irresponsabilidad prosperan en la disidencia.
Me abruma la cantidad de personas confiadas en sus ideas y creencias. Son personas que han resuelto grandes problemas con palabras. Saben y opinan con aplomo de cualquier asunto que se les pregunte. Son demasiadas las certezas políticas, científicas y filosóficas. Pero, sobre todo, están las tablas de la leyes económicas que se perforan cada semana, no obstante, siguen inmaculadas. Está claro: las dudas no están de moda, son consideradas ofensas, pese a que vivimos diariamente incógnitas domésticas y disyuntivas morales en todos los planos de la vida.
Es comprensible el anhelo de seguridad que se satisface con verdades. Aferrarse a una fe es una forma de navegar en la realidad. Las creencias absolutas permiten definir el bien y mal, y anulan los equívocos, se supone. Para muchos son un respiro a la soledad. Las certezas prefiguran el futuro y explican el presente; las creencias religiosas refieren a la muerte y sus consecuencias. Quienes poseen la verdad no necesitan escuchar a los otros con detención, les parece innecesario. Mejor instruyen a los suyos, recriminan a sus adversarios y enaltecen sus dogmas. Por supuesto que no requieren intelectuales que cuestionen. Son una peste inconducente. El ejercicio de la crítica lo ven como una práctica resentida o un vestigio burgués. Poco les importan las formas, el cómo están escritas o dichas las frases, lo que pesa es cuan alineados están con el mundo descrito por sus certidumbres.
En el espacio político cada uno anda convencido de su verdad. Les da lo mismo que sean muchos los que no la comparten y les da igual ganar o perder las elecciones. Es posible que quienes nos gobiernen de aquí en adelante profesen el convencimiento obstinado, según el cual el error y la irresponsabilidad prosperan en la disidencia.
En lo personal, un paisaje intelectual repleto de apoderados y ortodoxos me aburre. Recuerdo que Raúl Ruiz indicaba que en Chile primero se opinaba y después se pensaba. Hay exceso de juicios y falta el humor. La historia indica que el arte y la literatura adelgazan cuando abandonan la libertad y lo enigmático para adoptar caricaturas o ilustrar causas pasajeras o nobles. Las obras que perduran exploran zonas donde lo incierto y lo sensible se fusionan, donde las contradicciones remiten a la complejidad del carácter humano. Lo impredecible es una constante en el arte, así como el deseo y la tensión por liberarlo. La falta de control sobre la muerte es otra obsesión de quienes han develado los escondrijos de la existencia. Sí, son éstos y otros enigmas los que nos angustian y movilizan sin darnos cuenta.
Debo reconocer que mi afición a la duda ha ido más allá de lo que yo mismo pude tolerar en algún momento de mi vida. Cuando joven alenté mucha interrogante respecto de nimiedades que otros daban por zanjadas. Terminé en el psiquiatra y con diagnóstico. El exceso de escrúpulos es una forma de locura, una neurosis que no deja vivir tranquilo. Paul Valery escribió La idea fija para contar lo que implica la duda cuando deja de ser un método intelectual y se convierte en una pulsión.
Es curioso que en tiempos de suspicacia y corrupción muchos requieran confiar. Por eso aparecieron los amos de las convicciones. A mí me basta con tener unas pocas certezas. Las llevo en la piel. Son pocas pero íntimas. Las demás, las que dicta la razón, la historia o la experiencia me parecen lábiles. Siempre podrán ser cuestionadas y siempre irán mutando con la coyuntura. El resto son dogmas dictados por la religión o la ideología.
Nada mejor que volver a leer a los maestros de la sospecha para resistir la avanzada de censores y fanáticos del discurso apropiado y de moda. En particular a Nietzsche, que explica en breve los resortes del poder que residen en aquellos que sentencian en público y sin pudor. En El ocaso de los ídolos, afirma que "en todos los tiempos se ha querido reformar al hombre: esto es la moral por sobre todas las cosas". Y que ese intento siempre se ha traducido en un esfuerzo por domesticar -"perfeccionamiento" lo llaman- al que piensa distinto.
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