El tío Vania y las almas perdidas
Vidas frustradas y amores inconfesos se cruzan en uno de los dramas fundamentales del dramaturgo ruso, que el 28 de septiembre llegará al Centro CorpArtes en una versión de Rafael Gumucio dirigida por Alvaro Viguera.
Tres años sin escribir se habían vuelto un martirio, pero cada vez que intentaba avanzar en algún texto o rematar otro, volvía a tropezar con el amargo recuerdo del fracaso. Hacia fines de octubre de 1896, a pocas semanas del estrepitoso estreno de La gaviota en San Petersburgo, el médico y dramaturgo ruso Antón Chéjov (1860-1904) le envió una carta a su amigo y editor, el periodista Aleksei Suvorin, en la que puso en palabras la frustración que lo afiebraba: "Jamás olvidaré la noche de ayer... Nunca más volveré a escribir una obra de teatro".
El 22 de junio de 1897, sin embargo, Chéjov conoció al afamado director y compatriota suyo Konstantin Stanislavski, quien acababa de volver a Rusia. Dos años después, él mismo estrenó una nueva versión de La gaviota junto a su compañía Teatro del Arte de Moscú, pero esta vez no llovieron las pifias ni hubo actrices pasmadas sobre el escenario ni un dramaturgo escondido tras bambalinas, implorando que lo tragara la tierra. Chéjov nunca comprendió si fue el cambio de escenografía o de elenco, pero su obra, antes despreciada por el público, ahora lo deleitaba. Así, la amistad y alianza entre ambos, con exitosos montajes de Las tres hermanas y El jardín de cerezos, y que perduró hasta la temprana muerte de Chéjov en 1904 y a los 44 años, víctima de tuberculosis, acabaría por inmortalizarlo en vida y por robustecer aún más la figura de Stanislavski, quien lo había convencido de retomar la escritura.
En los primeros meses de 1900, Chéjov le entregó a Stanislavski una versión definitiva de un drama familiar titulado Tío Vania, un texto reconstruido a partir de otra obra suya, Leshi, publicada una década antes. El deterioro de la vida, el hastío y tedio en sus personajes, además del desmoronamiento de la aristocracia y las jerarquías familiares, expusieron la realidad, el ocio y los roces internos de la Rusia en las vísperas de su revolución.
"El realismo buscaba mostrar un paisaje, un contexto, y además una sicología en los personajes. Eso Chéjov lo hizo de manera magistral hace más de 100 años, y desde ahí uno rescata cómo expone la humanidad y deja un registro muy íntimo de cómo se vivía esa época. Esa es su más clara vigencia", dice Alvaro Viguera, quien tras estrenar Happy end de Bertolt Brecht el año pasado, el próximo 28 de septiembre pondrá en escena una versión del Tío Vania reescrita por Rafael Gumucio, y que bajo su dirección debutará este 28 de septiembre en el Centro CorpArtes. "Después de montar Brecht, Chéjov viene a ser la segunda parte de una trilogía que estamos haciendo con La Santa Producciones y que terminará cuando estrene Todos eran mis hijos de Arthur Miller en 2018", cuenta: "Cuando uno plantea nuevamente una de estas obras clásicas, les da la posibilidad de volver a respirar y de decir todo lo que tengan que decirnos. Entran en diálogo con el público, y se generan confrontaciones entre el pasado y el presente", agrega.
El conflicto central se desata cuando el tío Vania, un hombre de 47 años que ha dedicado y pospuesto su vida por trabajar el campo, se percata de que su ex cuñado, el profesor Serebriakov, quien vive en la ciudad junto a Elena, su joven y hermosa esposa, los ha utilizado a él y a su familia con tal de vivir a costa suya. La sorpresiva llegada del matrimonio a la finca detonará los desencuentros más brutales y cómicos entre los integrantes del clan. Pasados por el filtro de Gumucio, junto a quien Viguera ya había trabajado en La grabación (2013) y Sunset Limited (2015), la anécdota y los personajes trazados por Chéjov, del fracasado profesor Serebriakov a la frágil y sesuda Sonia, podrían reflejar el Chile de hoy en este nuevo montaje, protagonizado por Marcelo Alonso (Vania), Gloria Münchmeyer, Sergio Hernández, Antonia Zegers, Jaime McManus, Antonia Santa María, Verónica García Huidobro y Manuel Peña.
Un diorama hace aparecer en escena una casa de campo rodeada de bosque, ovejas e inmenso silencio. Ahí dentro ocurrirá todo. "La obra se plantea como una tensión entre lo provinciano y la ciudad, muy parecida a la que confronta a Santiago con las regiones", dice Viguera: "Aún así no voy a firmar el que se trate de una familia chilena, pero tampoco rusa, porque es lo humano lo que está expuesto, y con Gumucio siempre estuvimos de acuerdo en eso. El aburrimiento, el ocio, el humor y el amor son temas tan fundamentales que sería egoísta apropiárselos o atribuírselos a otros. Pero como metáfora sí, creo que esta obra logra capturar, aun cuando nos supera en un siglo de vida, la sociedad derrotada y de sueños rotos en la que nos convertimos".
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