La mirada obediente: el peso de la historia en nuestro cine

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La inspiración de este libro, pareciera decirnos que una cosa es contar historias desencantadas. Y que otra distinta, claro, de ser posible, es producir historia, desde el cine y desde ese desencanto.


El libro La mirada obediente indaga sobre un tema apasionante y controvertido: el peso que ha tenido la historia -la historia de Chile- en el cine nacional. Sobre los nexos entre cine e historia hay bastante reflexión en el mundo académico, tanto por el lado de los historiadores como de los estudiosos del fenómeno cinematográfico. La correlación, por decirlo así, es de doble tránsito porque, así como el cine absorbe contenidos, relatos e imaginarios que provienen del discurso histórico, las películas a su vez también son documentos o fuentes para la investigación de los historiadores sobre determinados fenómenos o períodos.

El libro, publicado por Editorial Universitaria y editado por Claudio Salinas y Hans Stange, ambos académicos del Instituto de Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile, incluye ensayos de distintos investigadores. Si bien nuestra producción cinematográfica no tiene la densidad histórica, por ejemplo, del cine clásico norteamericano, buena parte del cual, sobre todo a través del western, explicó una y otra vez -a partir de mitos, héroes y relatos épicos- la forma en que los Estados Unidos llegó a ser el país que es, eso no significa que la historia como disciplina y como discurso no haya contaminado nuestra producción o no haya transmitido una idea, una emoción de contornos colectivos, del país que hemos sido y de los rasgos de nuestra identidad.

Hay dos estudios en la obra sobre películas de corte resueltamente histórico: El Húsar de la Muerte, de la época muda, patriótico rescate de la figura de Manuel Rodríguez, y Caliche sangriento, de 1969, una reinterpretación filomarxista de la Guerra del Pacífico. A su modo representan estrategias de representación de la historia. Las cosas, sin embargo, no siempre son tan explícitas. Se incluye un clarificador trabajo -sobre la producción de los años 40- que analiza las conexiones entre el ideario historiográfico conservador y el intento de diversas películas de ese período por definir la chilenidad a partir de la iconografía huasa del Valle Central y de personajes populares (o supuestamente populares) del mundo urbano. Es un análisis que ayuda a situar mejor un legado fílmico que -valioso o infame- desde hace años viene reclamando una reflexión crítica más fundamentada.

Los planteamientos relativos a la conciencia histórica del cine chileno más reciente son más polémicos. El libro tiene una mirada crítica sobre una cierta historia oficial de la transición que habría permeado los estrenos más exitosos de ese período, de La frontera a Machuca, por citar dos. A esta vertiente opone títulos como Los deseos concebidos, como Los naúfragos o como Archipiélago, que se saldrían de los consensos de la transición y en los cuales latiría un cierto desacomodo o rechazo al clima de despolitización que la sociedad chilena vivió hasta bastante después de los 90. Siendo una observación dura, quizás habría que conceder que costaría encontrar en la producción de esos años un cine completamente funcional al discurso concertacionista que en principio podría haberlo inspirado. No deja de ser sintomático, por ejemplo, que el cineasta más próximo a esa sensibilidad, que podría ser Andrés Wood, también haya dirigido La buena vida, una visión tanto o más decepcionada de la transición política que la que tuvo Gustavo Graef Marino en Johnny cien pesos.

Más allá de haber sido miradas desilusionadas, puede que también hayan terminado siendo miradas obedientes, en cuanto no problematizaron políticamente el desencanto ni, menos, pretendieron transformarlo en insumo de movilización. Se quedaron -plantean los autores- en la pura observación y habrían ignorado las correas de transmisión entre el pasado y el presente. Obviamente hay distintos niveles de conciencia. La inspiración de La mirada obediente pareciera decirnos que una cosa es contar historias desencantadas. Y que otra distinta, claro, de ser posible, es producir historia, desde el cine y desde ese desencanto.

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