Kurosawa, el último emperador
El menos japonés de los directores nipones, como lo llamaron en su país, Akira Kurosawa (1910-1998) desplegó en treinta películas una mirada compasiva, inquieta y universal. De ella nació un cine que se resiste a las etiquetas y que pide a gritos ser revisitado. En marzo de 2010 el crítico Pablo Marín adviertía en las páginas de La Tercera, donde fue publicada originalmente esta nota, que hay muchos Kurosawas en Kurosawa.
Kurosawa el humanista, el pro-occidental, el contador de historias universales. El de las imágenes de Toshiro Mifune blandiendo una espada samurái y el de las adaptaciones de Dostoievski, Shakespeare y Gorki. El sensei enamorado de la belleza. Ocasionalmente, el sensiblero, el reaccionario, el violento, el machista.
Quien pretenda definir en dos palabras al artista japonés más admirado del celuloide dispone, como puede verse, de una batería de calificativos. Pero a las puertas de su centenario, que se celebra el 23 de marzo, se extiende la invitación a descubrir lo que dejan ver y lo que llevan a pensar y sentir la treintena de filmes que lucen la firma de Kurosawa. Un set multiforme y fascinante que, por distintas vías, está disponible para el cinéfilo rematado y el espectador inquieto. Como para reformular conceptos usados y abusados. Para encontrarse con todos los Kurosawas que habitan en Kurosawa. Y, ante todo, para ver de qué está hecho un cine que habla en serio del ser humano. En Japón y en cualquier latitud.
Con la solemnidad que un centenario autoriza, el sello Criterion acaba de lanzar AK 100, set con 25 filmes del realizador, entre ellos cuatro nunca antes editados en DVD. Martin Scorsese, por su parte, tributa al colega en Akira Kurosawa: Master of cinema, editado por el crítico Peter Cowie en Nueva York. Otro tanto pasa en Santiago, donde el cine Normandie se apresta a exhibir su copia de Dersu Uzala (1975), rodada en la Unión Soviética. Y, por cierto, en la isla natal de Kurosawa, donde lo llegaron a llamar tenno ("emperador") después de que sus colaboradores lo reconocieran como sensei ("maestro"). Cuenta Mark Schilling, crítico del Japan Times: "Kurosawa es hoy reverenciado en Japón por los fans y la crítica. Hubo muchas actividades conmemorativas para los 10 años de su muerte y ha habido cantidad de libros sobre él y sus películas desde esa fecha". Naturalmente, eso sí, "los jóvenes no ven sus películas con el entusiasmo e interés de sus padres y abuelos".
Luces y sombras
En Autobiografía (o algo parecido), Kurosawa anotó que nunca aceptó un proyecto ofrecido por un productor o una compañía. "Mis películas -escribió a renglón seguido- surgen de mi propio deseo de decir algo determinado en un momento determinado. La raíz de cualquier proyecto de cine es la necesidad interior de expresar algo".
¿Cómo se encauzó esa necesidad? Para Donald Richie, el más reputado estudioso occidental del celuloide nipón, fue a través de un doble interés: la estética del cine como medio de comunicación emocional y los temas sociales que trascienden al individuo. ¿A partir de cuándo? Quizá desde que manifestó, muy joven, su predilección por las artes plásticas, al punto de convertirse en un pintor reconocido en ciertos ámbitos. Y, sobre todo, gracias a la guía de Heigo, uno de sus seis hermanos mayores. Narrador de películas mudas, le recomendó permanentemente títulos que causaron gran impresión en el futuro realizador, quien años después realizó una lista de casi 100 títulos que lo impresionaron entre los ocho y los 19 años, de Griffith y Murnau a Chaplin y Sternberg, sin olvidar a dos de sus mayores influencias: John Ford y Jean Renoir.
Pero Heigo tuvo otro rol que su hermano no olvidaría. Tras el terremoto que arrasó con Tokio, en septiembre de 1923, lo invitó a recorrer la ciudad desolada. Tras esa experiencia le diría, según recuerda Akira: "Si cierras los ojos ante una visión aterradora, acabas aterrado. Si miras todo con aplomo, no hay nada que te pueda aterrar".
Esta "expedición para conquistar el miedo", como la llama en su autobiografía, tendría a la larga un rol complementario al de sus incansables lecturas de Dostoievski, cuyo El idiota adaptó en 1951: parir un humanismo a la Kurosawa, que no es lo mismo que creer en un hombre naturalmente bueno, como Rousseau. Es más bien querer a las personas y depositar una compasiva esperanza en ellas, pero mirándolas de frente, sin esquivar sus aristas menos amables. Al contrario: se debe escarbar en lo más turbio y podrido; habrá que llegar hasta el fondo.
Ejemplo de lo anterior es El perro rabioso (1949), filme extraordinario de la primera etapa del realizador, visto hoy como la versión japonesa de El ladrón de bicicletas. Un joven detective (Toshiro Mifune) busca desesperadamente por Tokio, como si lo hubieran despojado de su dignidad masculina, una pistola Colt que le robaron en el bus. Su indagatoria deriva en un retablo y una radiografía difíciles de olvidar. La película, adicionalmente, reunió a Mifune con Takashi Shimura, otro colaborador esencial, que encarna a un policía curtido por la vida, que odia a los truhanes porque "el mal es el mal". Puede ser, retruca su joven subordinado, "pero yo aún no puedo pensar así".
Al año siguiente vendría Rashomon que, junto a Los siete samurái (1954), va fijo en cualquier lista exhaustiva de los indispensables de la historia del cine. Su León de Oro en Venecia, adicionalmente, posibilitó el reconocimiento internacional a connacionales como Yasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi. Y, por último, hizo visible que el mentado humanismo del director es parte de un sistema donde los gestos actorales van a la par de la delicada composición de los encuadres, de una concepción expedita del montaje, de un endemoniado sentido del suspenso.
Todavía no
No sólo cuesta etiquetar a Kurosawa, tampoco es fácil entender cómo se las arregló para ser un artista popular, versátil, arriesgado y polémico. Todo al mismo tiempo. Convertido en una especie de héroe nacional tras el premio veneciano, se consolidó como un director exitoso en el mayor estudio japonés, Toho, que le hizo concesiones que denegaba a sus colegas: podía pasarse semanas preparando elaborados sets de rodaje o esperar todo un día a que en el cielo las nubes se ordenaran como a él le parecía estéticamente satisfactorio.
Y podía dar giros dramáticos. Si en 1960 se despachó un violento libelo de 150 minutos contra la corrupción en las altas esferas gubernamentales y empresariales (Los canallas duermen en paz), fue capaz de entender que había que responder pronto a la taquilla. Lo hizo volviendo a un subgénero samurái, el chambara, equivalente al western. Presentada en pantalla muy ancha, y con las embriagadoras extravagancias musicales de Masaru Sato como contrapunto, Yojimbo fue un reencuentro con el gran público y un referente para la producción occidental: Sergio Leone la plagió descaradamente en Por un puñado de dólares (al punto que Kurosawa lo llevó a juicio… y ganó), mientras Walter Hill realizaría un lamentable remake con Bruce Willis (El último hombre, 1996).
Por cierto, no fue un oportunista. Si se quejó una vez de que nunca había leído una crítica occidental que entendiera plenamente sus trabajos, contra quienes le reprochaban ser antijaponés, resistió estoico los nuevos vientos que soplaron en los 60. Pero no la tuvo fácil. Tras el fracaso comercial de Barbarroja (1965), cerró su productora y viajó a Hollywood, donde presentó proyectos que no prendieron y rechazó una oferta para hacer un western sobre el General Custer, con Mifune como Toro Sentado. Para rematar, fue despedido en pleno rodaje de Tora, tora, tora, y hay quien dice que se hizo echar tras descubrir que David Lean no codirigiría la película. De vuelta en Japón, rodó su primera obra en color, acaso la más amarga (Dodeskaden, 1970): un nuevo fracaso que bien pudo influir en su intento de suicidio, al año siguiente.
Pero se volvió a levantar, primero gracias al mayor estudio de la URSS (con Dersu Uzala, ganadora de un Oscar), luego con el apoyo de sus admiradores Coppola y George Lucas (Kagemusha, 1980), y más tarde apuntalado por un antiguo productor de Buñuel, quien respaldó su versión del Rey Lear titulada Ran (1985). Aquí no sólo exhibió nervio narrativo y esplendor visual, sino que demostró su capacidad para poner en escena los entresijos del poder: de cómo se anhela y conquista, así como de la soledad que genera.
La filmografía del autor se cerró con Madadayo (1993), en una de cuyas escenas se ve a una muchedumbre de ex alumnos de un profesor jubilado simulando un juego infantil de escondidas con él. Ellos preguntan: "¿Estás preparado para morir?", y el responde: "Madadayo" ("Todavía no"). Así bajó el telón Kurosawa, pero todo indica que aún no se ha bajado del todo.
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