Una epifanía a los pies de la muerte
Tal ha sido la influencia del escritor J. G. Ballard, que ha suscitado el interés de personajes tan distantes de la cultura pop como Ian Curtis y David Cronenberg. Obras como La exhibición de atrocidades y Crash pusieron su obra a la altura de otros vanguardistas del género, como William S. Burroughs. En Milagros de vida, publicado el 2009, el autor inglés repasa su vida y la influencia que tuvo en su obra.
Corre el año 1949. James Graham Ballard se encuentra en Cambridge. Aún no ha escrito ninguna de las novelas que lo pondrán en el podio de la ciencia ficción del siglo XX. Aunque su intención inicial es estudiar psicología, un profesor le recomienda tomar estudios de Medicina. Ballard tiene 19 años cuando se inscribe en el King's College. Sus padres se muestran orgullosos. Ballard, dubitativo.
Nacido en Shangai en 1930, la vida del pequeño James Graham transcurrió en una ciudad que en sus memorias clasificó como "un caleidoscopio radiante y a la vez sangriento". Ubicada en una zona comercial estratégica para China y las potencias europeas, Shangai —"el París de Oriente"— era un hervidero donde convivían la pobreza de la población china con el oropel de ingleses, franceses y alemanes. Sin ir más lejos, el mismo Ballard creció en una casa con diez criados chinos y una niñera rusa.
Pero estamos en el año 1949 y Ballard está cursando medicina. Había regresado a Inglaterra en 1946 y su memoria estaba llena de imágenes crueles. De cuerpos de chinos pobres siendo apaleados hasta la muerte por soldados japoneses. De casinos y piscinas abandonadas. De la crueldad de la guerra como una herida abierta siendo rociada por litros y litros de jugo de limón. Imágenes que guardaron un silencio prudente hasta esperar su magdalena: un cadáver en la sala de disección.
Una epifanía a los pies de la muerte. Leamos al propio Ballard: "Los años que pasé en la sala de disección fueron importantes porque me enseñaron que, si bien la muerte es el final, la imaginación y el espíritu humano pueden triunfar sobre su propia desolación". Una moraleja ante la podredumbre. Continúa: "En muchos aspectos, toda mi obra de ficción constituye la disección de una profunda patología que había presenciado en Shanghai y más tarde en el mundo de la posguerra, de la amenaza de la guerra nuclear a la muerte del presidente Kennedy, de la muerte de mi esposa a la violencia que sustentó la cultura del ocio en las últimas décadas".
La ecuación, por supuesto, tiene otras piezas. Freud y su radical análisis de las masas en El malestar en la cultura. El canon de acero de la novela moderna del siglo XX. Los pintores surrealistas y su exploración del lado nocturno de la razón. Ballard comienza ensayando pequeños relatos que envía a revistas de ciencia ficción. Trabaja como redactor en diversas revistas. Se enamora de Mary Matthews. Tienen tres hijos. Mientras explora las posibilidades más oscuras de un futuro cercano, la vida privada de este inglés desencantado transcurre en una imperturbable calma. Frente a la imagen de un mundo que tiende cada vez a formas más sofisticadas de autodestrucción, encuentra en la paternidad una especie de redención: "Mary estaba embarazada de tres meses cuando nos casamos, y yo me tumbaba a su lado y tocaba su vientre abultado, deseando la llegada de aquel visitante venido del tiempo y el espacio exterior".
La vida de Ballard parece insistir en llenarse de muertos. En 1963, mientras pasan unas vacaciones en San Juan, Alicante, Mary Ballard fallece de una inesperada infección. "¿Me estoy muriendo?", fue lo último que le preguntó. La vida familiar apacible de este inglés tranquilo y perturbado en partes iguales se tuerce de golpe. Tantos muertos. Tanta tragedia junta, Ballard. En "Esa oscura noche", escribió Morrissey antes de transformarse en un conservador de tomo y lomo, le abrió los ojos y no volvió a dormir nunca más.
En esa hora nocturna fraguaría su obra más radical. La exhibición de atrocidades, del 69, es un texto fragmentario que a ratos parece flirtear con esos panfletos que varios años más tarde publicaría Tiqqun o el Comité Invisible: jerga de crítica de arte y suscripciones a revistas raras. Ballard arma un diagrama caótico que intenta dar cuenta de una época en donde el capitalismo tardío a transformarse en el mutante que hoy conocemos. Los automóviles, las muertes de famosos y la industria del ocio son para Ballard el espacio donde las fantasías oscuras del siglo se muestran en alta fidelidad y en horario familiar. Once años más tarde, el Cristo del Post-Punk inmortalizaría el nombre de la novela para abrir el disco Closer de Joy Division.
El futuro se encuentra parcialmente cancelado, dicen desde Mark Fisher hasta los Aceleracionistas, y todo eso aparece reflejado en el espejo roto de la literatura ballardiana: "Hemos anexado el mañana al hoy, lo hemos reducido a una mera alternativa entre otras cosas que nos ofrecen ahora. Las opciones proliferan a nuestro alrededor. Vivimos en un mundo casi infantil donde todo deseo, cualquier posibilidad, trátese de estilos de vida, viajes, identidades sexuales, puede ser satisfecho enseguida", anota en el prólogo de Crash, obra clave que David Cronenberg llevaría al cine.
La censura de la novela en Inglaterra no hizo sino confirmar el provincianismo que Ballard había advertido en sus coterráneos desde su desembarco desde Shanghai. A esas alturas su carrera estaba consagrada. La herida de la muerte de su esposa había ido cerrando lentamente. Los hijos crecen y su producción novelesca con ellos. En 1986 publica El imperio del sol, su novela más autobiográfica. Dos años después, la Warner compra los derechos de la novela y le pide a Spielberg que la lleve al cine. Grito y plata. Ballard se lo toma con calma. En el set de filmación se encuentra con el pequeño que interpreta al personaje principal de la novela. "Hola, señor Ballard, soy usted", le dice. Es Christian Bale.
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A pesar de sus cadáveres y obsesiones por un mundo cada vez más extraño y fragmentario, su vida transcurrió tranquila en su casa en la villa de Shepperton. Fue allí donde el 2006 le anunciaron el cáncer de próstata que soportaría hasta el 2009. Desde allí, bebiendo el whisky con soda que "creaba el microclima adecuado para la escritura" —dato rosa: Ballard asistió al mismo instituto que Malcolm Lowry, otro que sabía de microclimas etílicos—, se dedicó a diseccionar una época que a ratos huele peor que un cadáver en descomposición.
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