Nick Cave: el garbo y la furia

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El cantante australiano en medio de sus fanáticos locales.

A ratos se extrañan más melodías en su cancionero y los estallidos emotivos agarran un loop conducente a pasajes repetitivos, condimentos propios de una trama litúrgica.


A pocas cuadras del teatro Caupolicán, en el paseo Bulnes, un gentío conmemora con música los 30 años del triunfo del No mientras en la sala de San Diego la música también congrega un acto que se convertirá en historia, el regreso de Nick Cave (61) tras un bochornoso debut en 1996, cuando parte del público chileno se comunicaba a escupitajos con las estrellas de rock. Si hace 22 años la leyenda australiana se alejaba asqueado de la audiencia local, esta noche avanza seguro sobre las cabezas como si fuera una gárgola de contornos aerodinámicos exorcizando dolores en una vorágine emocional. El motivo de su último álbum Skeleton tree (2016), eje de esta gira, es una tragedia de proporciones. En julio de 2015 su hijo Arthur de 15 años muere al caer de altura en un paraje natural bajo los efectos de un ácido. "Jesus alone", la primera canción de la cita con gente sentada en cornisas en platea alta -una irresponsabilidad organizativa-, se lee como una elegía aún cuando Cave la escribió a fines de 2014, antes del fallecimiento de su hijo.

Su banda, The Bad seeds, una elegante orquesta bohemia electrificada a tope y plenamente conectada al garbo y la furia del líder, lo sigue con una permanente reacción compinche a sus movimientos marcando acentos, golpes, cada músico en su espacio como una estación de trabajo perfectamente delimitada donde Warren Ellis, el barbudo multi instrumentista que transfigura el sonido del violín en la guitarra ululante de Jimi Hendrix, destaca como una figura alternativa. En un momento el teatro gritó su nombre como si se tratara de un goleador ante sus gestos espasmódicos, transmitiendo una intensidad similar pero en distinta frecuencia a la de Nick Cave y sus movimientos de predicador y provocador que se golpea el pecho mientras canta sobre los latidos de su corazón. Con la camisa desabotonada a veces cae de rodillas dramáticamente, grita y luego entona fúnebre. El público reacciona enardecido y corea las canciones como si fuera la tripulación de un viejo velero reunida en una taberna, mientras Nick Cave canta al piano "Into my arms". Rato antes encarnó a un héroe cuando una fanática se encaramó al escenario y un guardia la atajó. El espigado cantante reaccionó de la mejor forma fundiéndose en un abrazo con ambos.

Cave no se contentó con el perímetro del escenario y avanzó por la platea hasta instalarse delante de la mesa de sonido para dirigir al teatro completo en un rápido aplauso con la banda siguiendo sus movimientos como si se tratara de una improvisación, que en rigor está perfectamente ensayada en este tour. Hacia el final en "Stagger Lee" y "Push the sky away", en otro giro calculado, invitó a los asistentes al escenario. Decenas no perdieron la oportunidad de compartir el espacio con un artista que concita con reconocida originalidad la música, la poesía y el teatro.

A ratos se extrañan más melodías en su cancionero y los estallidos emotivos agarran un loop conducente a pasajes repetitivos, condimentos propios de una trama litúrgica. El entramado musical semeja más a una banda sonora que canciones formales. Son todas singularidades de un líder y sus músicos que no solo interpretan, sino transmiten a la asistencia una experiencia inolvidable. Esa garantía muy pocos la pueden dar y en esa élite Nick Cave & The Bad seeds se pasean.

*Foto: Roberto Vergara - Radio Futuro

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