Temuco, el fuerte
La capital de La Araucanía fue en la década de los noventa, una de las ciudades de más veloz crecimiento latinoamericano y su población entre los años sesenta y la presente década prácticamente se triplicó. ¿Será que de tanto recibir a nuevos habitantes sus calles, sus monumentos y sus creencias ya no dicen nada?
En el vasto mundo de la creación, la ciudad tiene un sitio.
Es, quizá, una macrocreación, una creación compleja, una creación colectiva, una creación lenta y difusa.
Pero es, ante todo, una creación.
José Luis Romero
En 1976 se publicaba en Buenos Aires Latinoamérica; la ciudad y las ideas, último y fundamental libro del intelectual argentino José Luis Romero (1906-1977), quien proponía una historia social y cultural de nuestros países centrada en la formación de lo urbano. Romero revisaba cinco siglos del continente para responder a la pregunta por el papel que las ciudades habían cumplido en el proceso de formación latinoamericano. Creía que éstas, sus crisis y las sociedades urbanas creadas a su amparo, eran las productoras centrales de los cambios, fruto de los influjos externos que recibían y las ideologías que articulaban. Las ciudades, su arquitectura y diseño, sus costumbres y sueños fueron la materia que el autor registró con precisión y que le permitió convertirse en un pionero de los imaginarios latinoamericanos. El libro vuelve a ser relevante hoy para pensar a las metrópolis como laboratorios de nuestra identidad, ancladas en lo urbano y en la creatividad de las masas, especialmente cuando su imagen se construye mucho más desde la historia y la estadística que desde la materialidad de su estética.
La ciudad de Temuco, fue fundada en 1881 como fuerte, es decir, como lugar de resistencia hace 138 años. Juan Manuel Recabarren, ministro del gobierno de Aníbal Pinto, en compañía de colonos europeos y algunos mapuches "amigos", instaló este campamento militar poco tiempo después que terminara la mal llamada pacificación de La Araucanía. Su propósito fue defenderse del asedio indígena que aún rodeaba el valle donde se emplaza Temuco y el ethos de la ciudad fue marcado desde sus inicios por este modo de ser defensivo que impone límites y articula fronteras.
Si hoy se llega por tierra y desde el norte a Temuco, dos hitos urbanos renuevan sus estrategias de defensa en clave contemporánea. Una cruz de cemento recibe al visitante como protectora de la fe cristiana de raigambre protestante, que se afianzó en la zona desde sus inicios consiguiendo un importante poder económico y social. Le sigue, a unas pocas cuadras, el renovado edificio de la Policía de Investigaciones, la PDI, como guardián del orden y la seguridad en la zona. Ambos son construcciones colosales y le advierten al visitante precavido de la ansiedad que sus habitantes tienen aún por mantener sus creencias y resguardar sus límites.
Un poco más allá y por la misma avenida que lleva su nombre, aparece una pequeña estatua de Caupolicán que se erige como monumento en medio de una intersección caótica y decadente. Si se compara el tamaño del símbolo cristiano y del edificio policial con las dimensiones de esta estatua, la propia ciudad va mostrando su historia. El héroe indígena resiste un tronco sobre sus hombros, como si por años hubiese prefigurado el conflicto entre los mapuche y las forestales, desde el centro neurálgico de la capital y sin que nadie lo tomara en serio. Caupolicán debe soportar hoy también al grafiti rabioso, el comercio ambulante, el tráfico interurbano y la contaminación por la misma leña que carga; todo bajo unos pies cansados y fuertes que resguardan como pueden y sin alarde la dignidad de su gente. Hay que saber además que este espacio donde se yergue el monumento es la confluencia de las principales avenidas de la capital de La Araucanía; avenida Caupolicán y el eje Manuel Montt-Alemania. La avenida Caupolicán es uno de los tramos de acceso a la ciudad, las otras dos la atraviesan y cambian de nombre a la altura de la iglesia San Francisco. El eje Montt-Alemania muestra la relación amable entre el Estado y la colonización extranjera y es la deferencia vial para con el presidente que impulsó el proceso en la zona. Ambas fluyen de modo natural en un solo sentido e intersectan la Avenida Caupolicán, siendo cotidiano entonces que se enfrenten reguladas por semáforos e imposible que se encuentren en un horizonte común. La ciudad nos sigue hablando.
Si se avanza hacia la plaza de armas o plaza Aníbal Pinto, se observa un conjunto escultórico llamado "monumento a La Araucanía". Mirándolo con detención, su composición reúne defensa, fuga e individualismo con visos hollywoodenses. La disposición de sus cinco integrantes tiene algo de la silueta que daba inicio a Los ángeles de Charlie; la icónica serie de los ochenta. Aquí, cada uno de los personajes que componen la escultura inaugurada por Pinochet en 1990, da también la espalda al resto y arranca de una materia oscura hacia los cuatro puntos cardinales, con el cielo reservado a la machi. No deja de impactar que, en este homenaje a la historia de la región ninguno de sus integrantes tenga posibilidad de mirar al otro. Ellos son Caupolicán, una machi, un soldado anónimo de la pacificación de La Araucanía, un colono europeo y Alonso de Ercilla. Todos cargan objetos, la machi su kultrun, Caupolicán su lanza, el soldado su arma y mochila de campaña, Ercilla un estandarte en forma de cruz y un rollo, pero el colono europeo lleva un paño abultado atado al cuello y su mano derecha hace el gesto de sembrar. De todos, es el único con semblante amable y, para usar el lenguaje de nuestra época, productivo. El resto oscila entre la soberbia, la indiferencia, la rabia y la esperanza. ¿Cuánto se revela la sociedad de La Araucanía en este monumento contemporáneo, inaugurado en la misma época en que se inician los conflictos de la zona?
Romero señalaba, a propósito de las ciudades masificadas, que la explosión urbana y el consiguiente advenimiento de las masas había modificado la fisonomía de las urbes latinoamericanas después de la Segunda Guerra Mundial, haciéndolas incluso invisibles. Usa duras palabras como "monstruos sociales" para describir los caracteres inhumanos que les prestó el desarrollo técnico. Pone el ejemplo de Lima, famosa por su paz conventual que resultó barrida por el aumento demográfico. Temuco fue en la década de los noventa, una de las ciudades de más veloz crecimiento latinoamericano y su población entre los años sesenta y la presente década prácticamente se triplicó. ¿Será que de tanto recibir a nuevos habitantes sus calles, sus monumentos y sus creencias ya no dicen nada? Una arquitecta avecindada hace tiempo en la zona, contaba hace poco y sin ningún pudor que jamás había reparado en la antigua casona Malmus, construcción de 1921 que destaca en la avenida Alemania por ubicación, tamaño, estilo y función. Con todo, y habiendo recorrido cientos de veces la calle en cuestión, se ufanaba de admirar a Da Vinci, ignorando con desparpajo el suelo donde había llegado a vivir y trabajar. Los nuevos barrios, condominios y edificios que se construyeron en Temuco a comienzos de los noventa y aún en el presente siglo, siguen dando cuenta de la tendencia escapista de su gente en nombres que miran con nostalgia a Europa o recuerdan el ímpetu colonizador. Cataluña, Puerta de Alcalá, Aragón, Barrio Inglés, Los Conquistadores, Rotterdam, Innsbruck, Brandenburg, La Haya, Versalles, la lista aún continúa y la ciudad va mostrando que su hábitat se imagina fuera de sus horizontes.
Uno de los hitos difíciles de obviar en Temuco, aunque quien sabe, es el Parque Nacional Cerro Ñielol. La imponente colina viene a servir de freno ontológico a la imaginación urbana de sus habitantes y defiende una geografía de lleuques, peumos y pataguas que recuerdan la belleza hermética de su pasado. Desde allí se puede respirar un poco mejor en invierno cuando la contaminación inunda el valle y escuchar en calma el murmullo de la ciudad y su progreso. Porque la ciudad sigue intentando avanzar, ahí donde los números no la favorecen, el fuego la amenaza y su economía y sociedad se resienten con la indiferencia política del centro. Su tradicional mercado o Feria Pinto que data desde 1945, mantiene con orgullo y éxito multicultural la generosidad de su tierra y de su gente mostrando que el mestizaje de la zona es quizá su mejor indicador económico y su mayor creación.
Romero señalaba precisamente que las ciudades son una creación colectiva, algo lentas y difusas, pero al fin una creación. La capital de La Araucanía se creó colectivamente a razón del miedo y la desconfianza endémica que originó políticamente la zona. Después de 138 años de existencia, sigue mirando con cautela el horizonte y elevando una plegaria antes de irse a dormir.
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