Más momentos de Gloria
La delicada ligereza que propone la puesta en escena de Gloria Bell, dialoga con este reservado histrionismo, al tiempo que lo hace con un soundtrack 70/80 que contribuye a definir el tono general de la propuesta: el de una película centrada en las frustraciones y alegrías de una mujer cuyos momentos de liberación le pertenecen también a sus espectadores.
Varias cosas, en Chile y en el mundo, vienen pasando desde hace seis años con Gloria, la película dirigida y coescrita por Sebastián Lelio: con una protagonista laureada en Berlín y una asistencia local desacostumbrada para una película adulta y de autor (casi 140 mil espectadores), su vocación universal y su final edificante hicieron atendible la idea de un remake. Aunque Lelio, que está a cargo del original y de la reversión, prefiere hablar de un cover a cargo de una banda extranjera.
Para todos los efectos, esta era una oportunidad para dejar de manifiesto que, incluso cuando la base argumental es la misma, una película tiene mucho más para sorprender y validar en una segunda experiencia (dejando de lado, naturalmente, a quienes se enfrentan a esta historia por primera vez). Bastaría ejemplificar aquí con la presencia de Julianne Moore, nacida casi en la misma fecha que Paulina García, para que incluso ignorando el cambio de ciudad y de idioma, pueda aceptarse que la nueva película es realmente otra cosa, no menos valiosa que la anterior.
Gloria Bell tiene cincuentaitantos, vive en Los Angeles, trabaja en una aseguradora y hace años que está divorciada. Madre preocupada, quiere ver felices a sus dos hijos: uno que está a cargo de una guagua cuya madre figura en algún desierto buscándose a sí misma (Michael Cera), y la otra (Caren Pistorius), una instructora de yoga con un novio surfista. Gloria es de ir a clubes nocturnos a bailar, que le gusta y no poco, pero también a conocer gente como Arnold (John Turturro). He acá un divorciado cuya irrupción trae de vuelta el deseo y el entusiasmo, que algo adormecidos estaban en la protagonista, aunque igualmente es sinónimo de problemas y, eventualmente, de desilusión.
No hay de otra: todo se juega en las distintas capas que va ofreciendo Julianne Moore, cuya trayectoria ha revelado su destreza en los silencios y en los estruendos. Acá hay de ambos -aunque más de los primeros-, y siempre se le ve saliendo airosa. Tan creíble como querible.
La delicada ligereza que propone la puesta en escena, en tanto, dialoga con este reservado histrionismo, al tiempo que lo hace con un soundtrack 70/80 que contribuye a definir el tono general de la propuesta: el de una película centrada en las frustraciones y alegrías de una mujer cuyos momentos de liberación le pertenecen también a sus espectadores.
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