Efecto espejos
Las hijas del fuego de Alberta Carri ganó la competencia argentina de Bafici y llega al Cine Arte Alameda.
Hasta hace unos años, algunos hablaban del "cine del primer piso" para referirse, con algo de ironía, pero también con algo de devoción, al cine del tipo arte que llegaban a las multisalas casi como una internación narco. Esto sucedía en las salas más pequeñas que quedaban en la primera planta donde exhibían películas de arte o europeas o al menos "raras" o de "autor" y hasta ahí llegaban los peregrinos del mundillo que creían que el cine a veces te puede provocar y golpearte, enredarte, exasperarte, y que no todo es contención o gratificación instantánea. Esto se dio desde los 90 hasta hace unos pocos años atrás cuando definitivamente nos llegó la debacle. El cine del primer piso data de la era dorada de la Concertación y, visto hoy, se ve elitista y casi vintage. Nació en la comuna de La Reina en el hoy desaparecido cine Hoyts, hoy rebooteado y alterado y ultrajado en esa nave espacial tipo Kubrick (más 2010 que 2001 o quizás la cita es a la setentera Fuga en el siglo 23). Se llama Cinépolis y al parecer no solo no creen en el cine del primero piso sino en la idea de los pisos. No queda claro en qué piso uno está o si hay en efecto un primer piso.
El jueves murió I.M. Pei quien llevó al límite la arquitectura como espectáculo. El creador de la pirámide del Louvre amaría esta suma de salas y laberintos que es Cinépolis donde el cine no es elevado a una religión como antes (el Metro, el Rex, el Gran Palace, el Real, hasta el Roxy) sino como un video-juego. Es Tron o Tron Legacy. Aquí no se va a ver cine, se va a vivir el cine. ¿Desde cuándo hay que vivir el cine? ¿No es acaso el arte de mirar, la consolidación del voyeur? Es la dictadura del 3D o ese horror llamado 4DX. Falta un parque acuático. El cine, para ellos, al parecer, es escapar y en eso hay que felicitarlos: uno no desea ver nada de Truffaut o Godard o Hitchcock ahí. Da la impresión que ahí importa más la onda, lo disco, la atmósfera, las strippers, que lo que se exhibe. Es el triunfo de la moral Las Vegas, el mundo es un casino, vivan los reality, todo es espectáculo o quizás todo es jazz. All that jazz. El cine como un juego de espejos donde prohíben exhibir La dama de Shanghai de Orson Welles porque es muy arte. Ya que no se puede mentir 24 cuadros por minuto de celuloide, engañemos en alta definición y sobre todo logremos el efecto mareo.
En los 50, los que hacían cine se asustaron con la televisión y al parecer hemos vuelto a una situación parecida. La ganadora de Cannes del año pasado no llegó a los cines y quizás mejor. ¿Deseo ver Burning de Lee Chang-dong al lado de otra cinta oriental como Pokemón: Detective Pikachu? Burning es una de las experiencias cinematográficas más intensas del año, más misteriosas y poéticas, donde el pop se abraza con la poesía, donde lo misterioso y lo ambiguo, lo milenario y lo joven, se vuelve francamente erótico y debutó "en todas partes" vía Netflix. El mensaje está claro: ¿vale la pena el cine que intenta ser algo más rodeado de blockbusters?
Si uno está en plan experiencia, mejor irse a las barrios (Sala K, Matucana 100) o al centro a las verdaderas salas de cine alternativo que quedan (en rigor, van creciendo de manera guerrillera y hasta se han unido mejor que la oposición en algo llamado Red de Salas de Cine de Chile) donde exhiben un nuevo cierto tipo de películas de arte que efectivamente provocan lo que uno espera del cine-arte: no que te reconforte, que te sirva de antesala para ir a tomar el té, que te contenga y acaricia como esas cintas francesas que tanto le gusta programar a El Biógrafo (Nadando por un sueño no solo provoca sueño sino luego insomnio). Un amigo que recién está conociendo esas salas me dice: "Todo es raro, todo es intenso, todo es medio cachondo; es ideal para ir con tu crush". El cine como seducción más que como espectáculo familiar. Más olor a pito que a cabritas o desinfectante. La idea de ir al cine para luego follar o entablarse en una discusión tan feroz que la cita termina siendo la última. "¿De verdad te gustó Los jóvenes salvajes?", escuché a la salida de una función llena.
Hoy nos han movido el piso y creo que el concepto del primer piso ya no existe. Mejor volver a un término más duro: cine arte, cine experimental, cine de autor, cine radical, cine post porno. Algo que asuste o ahuyente a los posers. Para eso recomiendo ver desde la otra semana en el Alameda Las hijas del fuego de Albertina Carri, una cinta gozosa y rara y dura y seca y a la vez muy húmeda que no le tiene miedo a nada y que nunca irá a un mall o a salas con espejos por su propuesta porno o quizás post-porno lésbico no patriarcal cuyo mensaje es golpear en los huevos a los hombres y a todo espectador domesticado. Te guste o no te gusta, Las hijas del fuego es de ese tipo de cine que no gana Locarno sino que ni siquiera es invitada porque asusta. ¿Acaso eso es la nueva prueba de la blancura? No ir a Cannes, no ir a Berlín. Albertina Carri no teme mirar, no le teme a lo que le gusta, no pide perdón. Su fantasía de liberación lésbica que no desea excitar ni menos erotizar a los hombres. Muchos la odiarán. Y eso es mejor que todos mientan y digan que algo está lindo.
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