Casi un día en Ciudad de México

Turismo en el Centro Histórico

"Al fin conocía el original del cual la Plaza de Armas santiaguina parece una miniatura picaneada. Respiré ese aire nuevo, ese olor tan específico como vago que tienen las ciudades, igual que las personas. No podía dejar de sentir un efecto de sublimidad por lo inmenso de las construcciones del Zócalo y por la explanada misma, levemente estropeada por una gran carpa blanca, tan desangelada que por un momento creí estar en la Enade".


Si estuve 12 horas en el DF, ¿estuve en el DF? Hace tres años me tocó hacer escala en Ciudad de México y me tomé un día para conocerla.

Del aeropuerto -todo lo gigantesco que me imaginaba- me fui a un hotel de aeropuerto -todo lo deprimente que me imaginaba-, bastante alejado para ser un hotel "de aeropuerto", aunque supongo que en el DF hasta la casa de al lado queda lejos. Hice check-in a las 5 am, me escondí los dólares y le pedí al taxista del hotel que me llevara al centro.

A dónde exactamente, me preguntó. Al Zócalo, por favor, directo al lugar común. Se rio y echó a andar por calles y calles, pobrísimas al principio, al avanzar también y de repente ya no. Llegué a la histórica plaza con el día empezando a clarear. Fue cosa de verla y me sentí un detective salvaje. Le pedí al taxista su número y bajé.

Había barrenderos y policías, menos de los que suponía, y unos cuantos transeúntes que, a esa hora, según Italo Calvino, se dividen en dos: los que están despiertos ya y los que lo están todavía. Yo era una mezcla de ambos recorriendo de punta a cabo el Zócalo. Al fin conocía el original del cual la Plaza de Armas santiaguina parece una miniatura .

Respiré ese aire nuevo, ese olor tan específico como vago que tienen las ciudades, igual que las personas. No podía dejar de sentir un efecto de sublimidad por lo inmenso de las construcciones del Zócalo y por la explanada misma, levemente estropeada por una gran carpa blanca, tan desangelada que por un momento creí estar en la Enade.

Recordé un video donde la poeta mexicana María Rivera aparece leyendo ahí mismo su poema Los muertos, con el Palacio Nacional de fondo: "Allá vienen / los descabezados / los mancos / los descuartizados / a las que les partieron el cóccix / a los que les aplastaron la cabeza / los pequeñitos llorando / entre paredes oscuras / de minerales y arena".

De la nada, todo comenzó a llenarse, pasando en un dos por tres de 50 a 200 personas, 700, 3.000, 8.000, 20.000... Me recordó cuando de niño pisé una araña pollito y cientos de arañitas pegajosas coparon el suelo de un segundo a otro. Me llamó la atención cómo la gente se aglomeraba en los quioscos mientras oía exclamaciones como "increíble, cabrón", "no mames, pensé que nunca pasaría", "que lo chingue el diablo". Entonces vi que, entre los pelos de una inmensa barba, las portadas de los diarios decían: "Murió Fidel".

Como no tenía roaming, espié conversaciones pro y anticastristas y me olvidé. Ya había decidido liberarme del mandato antiturista. Yo quería serlo, ir al Café Tacuba y al Bellas Artes y, sobre todo, entrar a la Catedral, y lo hice, y aunque me impresionaron los fervientes feligreses y los altares y rincones oscuros, lo que más recuerdo son dos carteles: una ajada tabla blanca con letras negras que anunciaba una "misa de los sacerdotes difuntos", lo que me pareció muy mexicano, y otro que prohibía "introducir bebidas embriagantes", lo que no me pareció muy mexicano.

Mi plan era caminar todo el día en línea recta partiendo desde el Zócalo y devolviéndome, cuando fuera a perder las señales de ruta, por donde mismo para abrevar en la plaza y tomar otra perpendicular. Así, yendo y viniendo por Corregidora, 5 de Febrero, 20 de Noviembre, 5 de Mayo, pasé casi un día en el DF.

A las 11 entré al Café Tacuba y pedí un desayuno de campeones que me venció. Al irme, entre la inmensa cordialidad mexicana distinguí un contraste: las burlas de unos parroquianos por mi enjuta performance, que había dejado mucho que desear: media paila de huevos rancheros, cinco o seis panes, medio jarro de jugo, aguacate y tortillas.

Caminé otro rato y me tomé unos tequilitas. Tres o cuatro. Quizás por eso no lo pensé mucho y me metí al Museo de la Tortura, una pérdida de tiempo literalmente espantosa. Luego vi una sede cientológica, más vacía que sus postulados, y fui a un par de librerías, demasiado apurado parece, porque en una me supusieron ratero, pero despejé dudas comprando tres joyas mexicanas (Arreola, Vicens y Deniz), y al salir me vi de pronto en una calle muy aglomerada y ruidosa donde me ofrecieron con insistencia celulares, anteojos y sexo oral, que gentilmente decliné.

Era sábado y empezaban a llegar familias al Zócalo, charros cantores, gente gritando, noviecitos, turistas y, ahora sí, policías por montón. Tanta otredad me dio ganas de partir al Museo de Antropología. Llamé al taxista y quedó de recogerme en media hora; decidí esperarlo bajo el Edificio de Gobierno, disfrutando a la sombra el mundanal ruido con la vista pegada en las ventanas y paredes rojas del Palacio Nacional, como para que el recuerdo se me grabase.

Ya en el auto, el taxista me indicó el Bosque de Chapultepec, pero desde ahí los árboles no me dejaron verlo y de repente ya estaba en el museo. Lo recorrí completo, miles de años recreados alucinantemente, con huesos, y tierra, y vasijas, y réplicas de indígenas a escala real, los más recientes muy parecidos a los visitantes. Un pueblo, pensé, que no exterminó a sus ancestros. Un museo que desemboca en plena vida.

Volví al hotel, en cuya barra o en un bar aledaño decidí que remataría el día tomando tequila y buscando conversa. Pero de noche el hotel y las inmediaciones se mostraron tan desolados como al alba, así que me compré unos Doritos y una Mirinda y me fui a la pieza.

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