Floridor Pérez: ¡Presente señor!
Floridor como poeta asumía los riesgos e incertidumbres de su lector ante el hermetismo, el lenguaje alambicado, la confesión oscura y estrictamente individualista. La poesía era para él un oficio serio, nunca solemne.
Antes de conocerlo seguí las huellas que dejaba en los lugares donde con frecuencia estaban sus libros. Sitios insólitos como la feria persa de Biobío o los estantes de las bibliotecas escolares, donde alumnos y alumnas sensibles los escogían porque aparecían en los programas de lectura obligatoria y, además, eran breves y a veces brevísimos.
El poeta Floridor lo tenía claro, economía es sabiduría. Una de esas mañanas de feria dominical le hablé, diciéndole que compartíamos la profesión pedagógica y, además, la inclinación al abismo de la poesía, asomarse a un precipicio que de no caer, decepciona, y de caer, desintegra. Ambos buscábamos aquello que no se conoce, lo insólito y sorprendente, un libro extraño, una edición confidencial, una muñeca de loza, el antifaz que usaba Don Juan para ocultarse y seducir.
Floridor era callado y lento, nunca lo pude imaginar gritando en la sala a sus alumnos, los convencía sin más con su mirada humilde, era como ellos, provinciano, telúrico, pajarero, amaba las palabras que nos devuelven el alma al cuerpo, las coleccionaba y adhería en una hoja en blanco, como una prueba escrita de la que no se sabe cómo contestar sus preguntas.
Esos signos iniciales de duda eran la base de su labor, una prolongación escrita de sus clases. No había que amargarse por los malos tiempos ni por los pésimos sueldos, tampoco por el sonsonete de las quinientas horas semanales, de las que hablaba Nicanor Parra refiriéndose al agobio docente, enfrente suyo había un grupo de niños inquietos o de adolescentes aburridos y era preciso motivarlos frente a un libro que decía: Miré los muros de la patria mía, si a un tiempo fuertes hoy desmoronados… en la amarga reflexión de Quevedo respecto a la decadencia, a lo que se desmorona y va despareciendo.
¡Queridos alumnos, esto lo escribió don Francisco de Quevedo hace más de 500 años! Y también: del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra, humilde y soleada… otro soneto que escribió esa señora de nombre Gabriela, por el arcángel San Gabriel y Mistral porque hay un viento con ese nombre. Ella aparece con demasiada frecuencia en estatuas, pero era una mujer de carne y huesos…enamorados. ¿Se fijan? Además, ¿qué es un soneto?
En ese punto ya los había capturado y después, clase tras clase, año tras año, esos alumnos no lo olvidarían. En los tiempos autoritarios fue hecho prisionero, si bien ya lo era antes, por propia confesión, de la mujer que amaba y que lo asistió en la vida y en la muerte.
Ingenioso, irreverente, humilde, telúrico, errante, Floridor antologaba textos hermosos que sin su labor persecutoria habrían muerto, mitos, leyendas, fábulas. Cada cierto número de años, una década o dos, publicaba una antología, una de ellas de nombre magnífico: Obra completa/Mente incompleta, sus irreverencias pasaban de contrabando en medio de un lenguaje escogido, luminoso y esperanzador.
Floridor como poeta asumía los riesgos e incertidumbres de su lector ante el hermetismo, el lenguaje alambicado, la confesión oscura y estrictamente individualista. La poesía era para él un oficio serio, nunca solemne. Un camina por calles de adoquines y esquinas sombrías al encuentro de desconocidos que fijan citas desconcertantes. Coleccionaba cielos y atrapaba en sus versos las nubes harapientas del verano, como las había llamado Jorge Teillier, otro poeta de su generación.
Un volantín es una conversación telefónica con el cielo, escribió en uno de sus libros, fue cuequero, ya que escribió cuecas que, como los sonetos, tienen catorce versos, antologador de textos inencontrables, de relatos destinados a perderse, a desintegrarse, a morir en un pozo sin fondo, profesor insigne de la Escuela Rural de Mortandad, jugaba de improviso y sin miedo partidas de ajedrez con la Vieja Dama, sabiendo que el resultado sobre el tablado blanco y negro estaba perdido y no era más, ni menos, que un cuadrilátero sobre el que dos espectros ejecutaban una danza macabra.
Aún hoy existen salas repletas de niños que vuelven a clases, tras el recreo, sudorosos, agitados por las carreras, algunos guardan todavía en sus bolsillos las lienzas de los trompos que hacían girar en los patios polvorientos de las escuelas fiscales. -Nos toca clases con el profe Floridor, comentarán aún hoy inquietos y ansiosos, hay que leer, escucharlo. Claro, si era profesor normalista, con el alma hecha para repartirla en una sala de clases.
¡Hasta mañana, señor!
¡Hasta siempre, queridos niños!
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.