¿De qué te ríes?
Quizás Joker sea una película-ensayo sobre los efectos de las bromas pesadas. Una que aborda varias de las formas posibles del humor y sus malentendidos y que, en la paradoja que la vuelve inquietante, en ningún momento hace reír.
En los días remotos del colegio, si alguno de los compañeros reía por lo bajo, la maestra lo reprendía con una frase-comodín que se volvió un lugar común: "Decinos de qué te reís, así nos reímos todos". Podríamos jugar con esa frase, deformarla, y ponerla en sintonía con otros proverbios y dichos populares, y agregar: "dime de qué te ríes y te diré quién eres". De eso, quizás, se trate finalmente Joker, un tratado dark sobre la risa, una película que aborda varias de las formas posibles del humor y sus malentendidos y que, en la paradoja que la vuelve inquietante inquietante, en ningún momento hace reír.
Sabemos que la palabra payaso tiene, en el uso popular, un reverso negativo. Decirle a alguien "payaso" es una forma de insultarlo —"ese no es un jugador de fútbol, ese no es más que un payaso"— y quizás ese encono se haya fundado en los territorios pretéritos de la infancia, cuando a niños de todo el mundo se los obligaba a asistir al penoso espectáculo de un hombre con la cara pintada de blanco y zapatos demasiado grandes. Los niños de todas las generaciones son los conejillos de indias de ese experimento lamentable, y quizás por eso Calamaro escribiría luego un verso muy citado sobre los clowns, que no son payasos pero pertenecen a la misma familia de sentido: "Y reprimir el instinto asesino, delante del mimo y del clown". Quizás esa canción debería haber sido parte del soundtrack de Joker.
Una de las preguntas que vertebran la película de Todd Phillips, y que en algún sentido está en el corazón del policial como género narrativo, es la de por qué matan los que matan. Joker quiere ser, también, eso: una indagación en las razones de un asesino, y los momentos más interesantes del planteo se alcanzan precisamente cuando esas razones no son demasiado claras, cuando el personaje de Arthur parece matar "porque sí". ¿Pero se puede matar porque sí? Para su último libro, Magnetizado, el escritor argentino Carlos Busqued entrevistó, durante 200 horas, a un hombre que a mediados de los años ochenta mató a cuatro taxistas y desde entonces está preso. La tensión del libro se mantiene, justamente, por esa falta de sentido: nunca nadie pudo determinar por qué ese hombre mató, y él no ofrece tampoco una respuesta clarificadora.
Uno de los problemas en los que podría incurrir esta película (y en los que, de a ratos, por chispazos, incurre) es la de encontrarle razones trilladas o moralizantes a ese devenir asesino del protagonista. ¿El Guasón mata porque de chico fue abusado y abandonado y nunca conoció de verdad su identidad? La película dice que sí. ¿El Guasón mata porque es un psicótico que, en vez de ser asistido y absorbido por el estado, fue relegado y estigmatizado? La película dice que sí. ¿El guasón mata, como quieren interpretar los que terminan vandalizando la ciudad, porque no puede tolerar que en Ciudad Gótica la desigualdad social y económica haya rayado índices escandalosos? La película no dice que sí ni que no, pero no hay demasiados elementos que contribuyan a alimentar esa hipótesis. Lo más perturbador, en todo caso, quizás sea pensar que el Guasón mata por algo relacionado con la risa. Porque no hace reír, porque no entiende los chistes, porque nadie puede soportar su risa loca, por cosas así, en cierto sentido insignificantes, pero que constituyen algo muy profundo en la subjetividad de las personas, en eso que la película golpea una y otra vez: la identidad.
Si la comedia siempre contiene al drama —y viceversa—, la risa tiene una relación subterránea, insidiosa, con el llanto. Es común, o al menos posible, llorar de la risa, pero también se dice que las personas "se ríen para no llorar". El Guasón pertenece a este tipo de gente, y su risa —incómoda, rarísima— es una forma muy personal del llanto: verlo reír es tan desolador como ver a alguien llorar. Su sufrimiento durante casi toda la película ("no he sido feliz ni un solo instante de toda mi vida", le dice a su madre en algún momento) es, tal vez, lo más difícil de digerir. Es algo muchísimo más impactante que los disparos y la sangre y los estallidos de violencia que riegan la trama acá y allá.
En nuestros países, Joker se tradujo, sabemos, como Guasón, en referencia al personaje de cómic sobre el que se apoya, aunque quizás una traducción semánticamente más atinada hubiera sido El bromista o, incluso, por qué no, La broma (que le conferiría un carácter más teórico a la propuesta). César Aira tiene un libro que se llama, justamente, La broma, y ahí ofrece un ejemplo sobre un tipo de broma que hemos acordado en llamar "la broma pesada":
"Está la escena clásica, en el andén del subte, cuando viene el tren a toda velocidad por su tubo hondo y espantoso... la máquina de picar carne... bastaría un pequeño empujón en el momento justo y ahí se va mi futuro... yo apenas si lo sentiría, un vértigo súper comprimido, después saldría en los diarios, mis hijos huérfanos, mis libros sin terminar: lo definitivo. [...] alguien se me acerca desde atrás (yo estoy pensando en cualquier otra cosa) y me toma por los brazos, un poco abajo de los hombros, con el vigor sobrehumano que le da mi abandono, y me empuja y me retiene al mismo tiempo, como para significar el crimen horrendo pero no cometerlo... ¡porque es una broma!".
El problema con las bromas pesadas es que juegan con un límite muy fino, que es sencillo vulnerar. Y quizás Joker sea eso: una película-ensayo sobre los efectos de las bromas pesadas. Como querían los surrealistas y las vanguardias históricas, hasta el arte más denso y dramático puede ser, finalmente, una especie de chiste.
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