Simplemente Peña: detenida en el tiempo
"Ahí está, indemne al paso del tiempo, a la grieta, a la década K, al dólar blue y sus cuevas, al descalabro económico de Macri y a lo que sea que pueda pasar ahora con Fernández".
Un amigo me la recomendó hace años y, tras una primera visita, nunca más he dejado de visitar la Parrilla Peña cada vez que voy a Buenos Aires. De hecho, podría perderme ir al teatro, conocer un nuevo bar o juntarme con alguno de mis primos porteños, pero un almuerzo en Peña no se cambia por nada. Ubicado en la calle Rodríguez Peña casi esquina Viamonte, en la zona de los tribunales bonaerenses, este lugar jamás aparecerá en un ranking como los 50 Best ni tendrá a decenas de turistas parados en la vereda esperando por una mesa disponible. No, acá la cosa es más simple y directa. Un comedor en la primera planta con la cocina y la parrilla a la vista, más otro comedor en el segundo piso. Hay algunas mesas para dos personas y el resto son unas grandes que se comparten. Todas tienen, a modo de mantel, un grueso papel blanco que se va renovando en la medida en que se va ensuciando. En la parte alta de las paredes hay repisas repletas de botellas de vino que los mozos -que siempre visten gruesas e impecables camisas filipinas blancas- van sacando de acuerdo a los distintos pedidos ayudados con una curiosa herramienta que les permite alcanzarlas. A un costado hay un mesón de apoyo donde los mozos guardan paneras, saleros, cubiertos, servilletas, platos y frascos con chimichurri y salsa criolla. Nada sobra, pero tampoco falta en Peña.
Comer en este lugar es una suerte de ritual. Uno llega y los mozos (Sergio se llama el que siempre me atiende) te ubican en alguna mesa. Después se pide algo para beber y luego llega una panera con varios tipos de pan y grisines más mantequilla (allá manteca) y los ya mencionados chimichurri y salsa criolla. Pero, además, el servicio -que se cobra, como mayoritariamente sucede en los restaurantes argentinos- en Peña incluye una empanada de carne por comensal. Y no una cualquiera, porque la que se prepara en este lugar es frita, jugosa y muy sabrosa. Tanto así, que la sola acción de degustar esta empanada podría justificar una visita a Peña. Pero no exageremos, porque pasar a probar lo que sale de la parrilla de este lugar realmente sube las pulsaciones. Mollejas, chinchulines, riñones, colita de cuadril, ojo de bife, asado de tira, vacío… Todo sale bien en Peña, y en platos contundentes. Así que lo mejor acá es pedir los cortes para compartir -que llegarán en esos típicos platos metálicos ovalados- y luego ir viendo cómo se sigue, si es que se sigue. Para acompañar, mi ensalada favorita y que incluso replico en casa: lechuga, radicheta, tomate, cebolla, huevo duro, zanahoria y betarraga (allá, remolacha). ¿Para beber? Hay vinos buenos y otros no tanto. Incluso, algunos que no les viene mal un chorrito de soda de sifón. Cerveza nacional en botella grande y "gaseosas". El postre, por lo general para llevar, porque ya no damos más, un flan casero que casi flota en dulce de leche.
Peña parece detenida en el tiempo. De hecho, sus dueños y sus parrilleros -además de la mayoría de sus mozos- son los mismos desde que partieron en 1983. Además, todavía cierran a la hora de la siesta y hasta hace no tantos años solo aceptaban efectivo a la hora de pagar la cuenta.
Pero más allá de la buena comida, en Peña lo que reina es la cotidianidad. Porque aquí la gente se conoce muchas veces entre sí y sobre todo con los mozos. A la hora de almuerzo la fauna es mayoritariamente de abogados y funcionarios de los tribunales cercanos que llegan a comer algo para luego seguir en labores. Por ahí se acerca un mozo y le comenta a un habitué que le sacaron un parte "a ver si se puede hacer algo". En otra mesa, abogado y cliente revisan un legajo de papeles mientras se despachan unos bifes. Pero también hay vecinos del barrio. Gente que trabaja en oficinas y locales comerciales de la zona o simplemente personas que viven en los numerosos edificios cercanos. Como Rogelia, una octogenaria arquitecta que tras hace ya una década quedar viuda, almorzaba a diario en Peña. Alguna vez compartimos mesa -junto a mi mujer y mi hijo- con ella y nos explicó que las sillas para niños que se usan en los restaurantes argentinos corresponden a un diseño nórdico que, al no tener mesa propia, obliga a acercar al niño a la mesa y así este se integra a la comida desde sus primeros años. La última vez que visitamos Peña, hace unos meses, Rogelia no estaba. Preguntamos por ella y nos dijeron lo que temíamos en cada viaje: había fallecido.
Historias como las de Rogelia o como la del tipo que intentará sacarle el parte al garzón que se lo pidió hay por montones en Peña. Se suceden día a día, al igual que las órdenes de mollejas, vacíos, papas fritas o provoletas. Una y otra vez, siempre en buena forma. Ese es probablemente el secreto de este comedor prolijo, pero humilde, hacer las cosas bien a diario y así dejar que pasen las semanas, los meses y los años. Todos los años. Porque Peña tampoco pretende abrir sucursales y menos franquiciarse. Por lo mismo, usted jamás verá una Parrilla Peña 2.0 en Puerto Madero o una franquicia en clave medio hípster instalada en Nueva Costanera. No, a Peña se le visita -una y otra vez- ahí en el barrio de tribunales. Porque ahí está, indemne al paso del tiempo, a la grieta, a la década K, al dólar blue y sus cuevas, al descalabro económico de Macri y a lo que sea que pueda pasar ahora con Fernández y Fernández. Así las cosas, volver cada vez a Buenos Aires y comprobar que esta parrilla sigue ahí me tranquiliza y me alegra al mismo tiempo. Porque cuando llega el plato que dice Parrilla Peña con esa bendita empanada frita, automáticamente pienso que tengo que volver pronto a Argentina y pasar por Peña, porque a estas alturas son prácticamente sinónimos para mí.
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