Mon y el silencio
Le habían pedido la Gaviota al tercer tema, pero su show no tenía que ver con el Festival. Mientras los helicópteros rondaban el cielo de la Quinta Vergara, ella llenó de gestos su show, lo dotó de una intimidad inesperada, lo volvió una fiesta, una confesión y un reunión de amigas.
Mon Laferte no quiso hablar con los animadores del Festival de Viña. Eso los volvió locos, supongo. Martín Cárcamo y María Luisa Godoy intentaron conmoverla con una prosa florida que sonaba falsa y forzada. Puras frases hechas, pura cursilería de la industria. La abrazaron y le hablaron al oído. Ella los escuchó. Estaba entre los dos, en el medio del escenario. No entendían lo que pasaba. Estaban vestidos para una fiesta que se había desvanecido, que no podía celebrar nada. Le tenían miedo o pánico o no sabían que iba a hacer. No iba a decirles nada a ellos, por lo menos. Lo intentaron. Apelaron a su origen viñamarino, quisieron quebrarla, esperaban que les regalase una más de las mismas lágrimas que había vertido antes en su presentación. Pero la sonrisa de su silencio hacía que esas palabras de felicitación sonaran vacías, que solo consignaran el artificio que estaba detrás del rito consensuado; eso que debía pasar y no pasó: el llanto, el agradecimiento, más llanto.
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Ella usó su silencio como cuchilla. No les dio el gusto de regalarles palabra alguna, recibió los trofeos, agradeció con la mirada. Antes, ella ya había dicho que no sabía si iba a venir, dijo que mucha gente le había hablado para que no fuese a Viña, para que dejara la cagada. Lo había confesado en el show momentos antes, cuando se quedó sola en el escenario con el guitarrista y las cámaras mostraban su rostro. En él, el glitter hacía que sus lágrimas brillasen como una especie de verdad. Ahí recordó que Carabineros quería pasarla a la fiscalía: la habían vuelto una enemiga del estado. Era otra más de esos alienígenas a los cuales el gobierno de Piñera les había declarado la guerra.
Pero la Quinta ya era suya: le habían pedido la Gaviota al tercer tema. Pero su show no tenía que ver con el Festival; su presentación lo excedía para demostrar su pequeñez, su banalidad. Porque el show no era de los canales, ni del municipio. Era de ella y del público y de los telespectadores y cuando cantaba, parecía que sus canciones le pertenecían a esas muchachas que las coreaban a gritos porque era suyo el derecho a que fueran el espejo de su pena y el modo en que narraban el amor y el desamor; todas esas fábulas hechas de fiesta y abandono podían ser pedazos de sus vidas. Ya había pasado antes, el 2017, cuando la galería siguió llamándola por más de una hora, palpando su ausencia a gritos. Anoche, mientras los helicópteros rondaban el cielo de la Quinta Vergara, ella llenó de gestos su show, lo dotó de una intimidad inesperada, lo volvió una fiesta, una confesión y un reunión de amigas. Cuando subió a un grupo de músicas chilenas, el efecto se amplificó. Bailó una cueca con Francisca Valenzuela, luego de mirar desde atrás como las otras mujeres cantaban mientas unía su voz a las otras voces.
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La Quinta ya no era la Quinta. No creo que a nadie en la producción le gustara lo que pasaba. No tienen que haber estado felices en modo alguno. Imagino a los funcionarios del gobierno, gritándole a la pantalla, llamando por teléfono a algún ejecutivo, tratando de atajar todo. Ya sabemos que querían que este fuese otro más de los festivales de la dictadura, otro donde podían ir a comerciales cuando el ruido de la realidad se colaba de soslayo, muchas veces como un código cifrado o una señal de reconocimiento impronunciable. Pero anoche estaba todo a la vista, como una fractura expuesta de nuestra cultura, por más que la producción filmara tratando de desenfocar lo que se veía en la Quinta: las luces, las pancartas, los rostros, las palmas de las manos de las asistentes que se abrían y mostraban un ojo herido. Pero ese desenfoque era imposible. Mon Laferte hacía que viésemos lo que no debía ser visto: los cuerpos, las historias, los rostros. Luego, ella diría que no le importaban las gaviotas, que las quería rifar o donar o algo así. Una de plata y otra de oro. La galería le pedía la de platino pero ella las dejó en el suelo; daban lo mismo, eran un destello, otra luz perdida. Porque el Festival no era una fiesta, no podía ser una fiesta, no tenía sentido celebrar nada. Era otra cosa, nueva y emocionante, algo que se volvía conmovedor al verlo, como si la Quinta Vergara aprendiese a jugar con otros símbolos y crecía a pesar del miedo y la paranoia y la banalidad. Ahí, el escenario era un extensión de lo que sucedía en la galería: la certeza de que ella y el público compartían un solo corazón. Ahí, quedaba en el aire ese silencio que algunos recordaremos por un buen tiempo, esa mudez que era otro estallido, ese modo en que Mon Laferte sonreía y no dejaba que las palabras de María Luisa Godoy y Martín Cárcamo le afectaran o dijesen algo de ella. Apenas importaban; eran los anfitriones de una casa que nunca más iba a volver a ser suya.
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