Desde el corazón del mainstream

Segunda noche Festival de Viña del Mar 2020
Mon Laferte en Viña 2020.

Quizás lo más interesante de los productos como Viña sea su carácter anfibio: a pesar de estar regidos por una vara puramente comercial y de tener en general políticos y hasta dictadores sentados en las primeras filas, da la impresión de que siempre aparece algún caballo de Troya, algún artista disruptivo o raro que se filtra en su programación y produce un movimiento, una sorpresa.


La imagen de los países está construida sobre un puñado de clichés, de reducciones, de titulares. ¿Qué sabemos los argentinos de Chile, un país que está ahí nomás y que sin embargo parece replegado en su posición insular, en el borde del continente al otro lado de la gran montaña? Muchas cosas —la poesía, la comida, los procesos políticos, el fútbol—, y una de ellas es, por supuesto, el Festival de Viña del Mar.

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Y sin embargo, para la mayoría de nosotros, el Festival es un evento difuso, una especie de lengua extranjera de la que a veces nos llega un eco, una epigrama: ¡Ricky Martin le dio un beso a un presentador! ¿Pero ese no será, finalmente, el objetivo secreto de este tipo de mega eventos: producir dos o tres titulares como dardos que se claven en las primeras planas de los diarios, en las zonas calientes de los portales de noticias? Quizás, de ahora en más, todos los festivales y los torneos y los concursos y los festejos masivos existan para lograr un tuit efectivo, cinco o seis palabras que se viralicen. Mallarmé escribió hace demasiados años que el mundo se hizo para llegar a un libro. Hoy, el mundo gira para producir un titular, un click.

A pesar de que la globalización e Internet parecen haber borrado de una vez y para siempre las fronteras que separan una experiencia nacional de la otra, todavía persiste, bien entrado siglo XXI, la noción de que un país se presenta al mundo a través de un evento de características monumentales. Muchos de los sitios arquitectónicos más impresionantes de las ciudades europeas fueron erigidos especialmente para las Ferias Mundiales que se desparramaron por Occidente desde la segunda mitad del siglo XIX. La primera Exposición Universal se hizo en Londres en 1851 y en 1893 el formato cruzó el Atlántico para desembarcar en Chicago, que hizo la suya a lo grande, al modo americano. Desde entonces, el concepto de "festival" ha ido cambiando pero se mantuvo como un imperativo de la vida urbana. Y hoy, todas las experiencias culturales se someten a la lógica del festival. El caso del rock quizás sea el más extremo, con bandas girando en grupos durante todo el año, presentando line-ups casi idénticos de país en país. Como escribió el ensayista Pablo Schanton, "los festivales se fueron transformando en malls de bandas y en formas efectivas de viralizar marcas, al punto que nos obligan a llamar a los eventos por nombres de bebidas, teléfonos y chicles de menta".

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Pero el de Viña del Mar es un festival de otra estirpe, que se entronca a su modo en la tradición de citas como el Festival de la Canción de Eurovisión y el Festival de San Remo. Quizás lo más interesante de estos productos sea su carácter anfibio: a pesar de estar regidos por una vara puramente comercial y de tener en general políticos y hasta dictadores sentados en las primeras filas, da la impresión de que siempre aparece algún caballo de Troya, algún artista disruptivo o raro que se filtra en su programación y produce un movimiento, una sorpresa. Hay quienes dicen que las peleas vanguardistas hay que darlas desde el corazón del mainstream, que si no no valen la pena.

Recuerdo que las primeras veces que viajé a Valparaíso me impresionó la cercanía casi incestuosa entre Valparaíso y Viña del Mar, dos ciudades que no pueden ser más distintas y que sin embargo comparten una bahía, un paisaje, incluso una población que pasa de acá para allá. Son como hermanos separados al nacer: uno se convirtió en punk y el otro se hizo millonario, pero cada tanto vuelven a la casa de la madre y se dan la mano y son capaces de reírse de los mismos chistes.

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Hoy enciendo el televisor desde Argentina y las noticias que llegan desde Viña son, como siempre, pocas. "Varios destrozos en el primer día del festival", dicen las letras rojas al pie de la imagen, en la que se ve a un carabinero aplastar a un manifestante con su cuerpo inmenso, una especie de Robocop para festivales de la canción. Luego apago el televisor y llego a mi trabajo. Escucho que alguien dice la palabra "Chile". Afino el oído. "Se están matando en Viña del Mar", asegura, pero hace zapping y ninguno de los 70 canales está transmitiendo la noticia. Imaginamos un escenario caótico, apocalíptico: sus palabras —"se están matando"— activaron esa imaginación desmesurada. No sabemos qué está pasando, pero estamos seguros de algo: del otro lado de la cordillera, ya las cosas no volverán a ser como fueron antes. A la noche vuelvo a mi casa y miro un poco de Twitter. Andrés Calamaro está eufórico con Mon Laferte: "Soy muy fan. Eso es prender fuego el escenario, con todos los ingredientes. Tiene todo y le sobra". ¿El caballo de troya de esta edición será ella? Y así, por goteo, a través de redes sociales y portales fantasmas, siguen llegando las noticias de lo que ya algunos llaman el nuevo Chile.

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