The fuck did I do?: Jimmy McNulty, el héroe perdedor de The Wire
En medio de la degradada realidad de una Baltimore consumida por los altos índices de pobreza y delincuencia, el detective McNulty aparece como un tipo hilvanado con la autoconfianza necesaria para cazar a la banda de narcotraficantes que controla las calles. En el camino, sin embargo, debe enfrentar los escollos que él mismo se generó: por una vocación más allá de lo razonable y por su adicción a las bondades de la noche. Donde se siente más cómodo, persiguiendo su propia justicia, exhibe lo mejor y peor de sí mismo: prueba ser uno de los oficiales más capacitados, pero a un precio altísimo. Aquí, el camino del protagonista de The Wire.
"Siendo yo mismo un ladrón, reconocí las huellas de un ladrón", dicen que escribió Calímaco en el siglo III a.C., una suerte de revelación que devino en la reconocida frase "It takes a thief to catch a thief" y que parece cobrar sentido durante el inicio de la quinta temporada de The Wire cuando Jimmy McNulty, acaso lo más cercano a un protagonista que ofrece el irrepetible policial de David Simon, decide intervenir las muertes de tipos en situación de calle para venderlos como la seguidilla de crímenes de un asesino serial. Es allí, sobre el final de su segundo capítulo, que el controvertido policía irlandés calzando unos guantes de nitrilo ingresa a la habitación donde yacía el cadáver y, ante la mirada incrédula de Bunk Moreland, modifica la escena: derriba una silla y un cubo ubicados frente al cuerpo. "¿Qué mierda estás haciendo?", lo busca su amigo. "Contrólate". Pero no hay respuesta: raudo emprende contra un bloque en la pared, ensucia el pantalón del tipo y rasga sus chaquetas. "¿Perdiste la maldita cabeza?", le insiste Bunk, que aún no da crédito a lo que observa. McNulty continúa. Ahora, que viene lo peor, mira la cara del difunto, se persigna quizás por única vez aceptando su lamentable proceder, toma posición, lo sujeta con ambas manos por el cuello y ejerce presión. "Hay un asesino en serie en Baltimore", responde por fin, culminada la primera maniobra de su cruda estrategia, con una sonrisa clavada en el rostro. "Y caza a los más débiles de nosotros", se justifica mientras sorbe una petaca de whisky. "Debemos atraparlo".
Omar Devone Little, otro de los personajes más fascinantes de la serie ambientada en los bajos fondos de Baltimore, solía repetir acaso como su catchphrase que un hombre necesita un código. Si hubiera que delimitar precisamente el código del detective irlandés interpretado por Dominic West, sería esa escena forzando la aparición de un asesino para encauzar el proceso, y tal vez toda esa temporada final, la que lo define de mejor manera. La que lo retrata: es Jimmy McNulty en estado puro. Un tipo con un sentido de justicia que desborda cualquier tipo de límite, que entiende su trabajo como una pasión tomando distancia del desencanto que parecen sentir otros, que se aburre de perseguir al criminal pequeño, que lo emociona la posibilidad de atrapar a un pez gordo, que —por la necesidad de alimentar esa egocéntrica autoimagen del verdadero oficial— dedica prácticamente todo su tiempo y sus esfuerzos en capturar a la banda de narcotraficantes orquestada por los Barksdale, a Stringer Bell y luego a Marlo Stanfield. Pero que en esa incesante búsqueda tropieza frecuentemente contra sus propios ripios y acaso la que entiende como su enemigo número uno: la jerarquía policial.
McNulty, no menos despierto que obtuso, sabe, ceñirse a los protocolos es la barrera infranqueable que lo aleja de resolver los rompecabezas que se propone. Es por eso que una y otra y otra vez opta por enfrentarlos a su modo, sin detenerse en la "nobleza" de los recursos utilizados. Esa obsesión se deja ver apenas en los primeros minutos de The Wire: elude a sus superiores, visita a un juez conocido y lo convence de atacar el caso que le da vida a la ficción de Simon. Es, también, el comienzo de un periplo donde el irlandés combatirá por igual a jefes, criminales, colegas, amigos y mujeres. Qué importa: luego una ronda de whisky y cervezas probablemente lo solucionará.
—¿David Segui? —intenta adivinar el menor de ellos, mencionando al ex primera base cubano-estadounidense.
—Melvin Mora, dormilón —lo corrige rápidamente Sean, el mayor.
Pero el oficial irlandés abruptamente decide terminar con el juego. La sonrisa que le provocó el yerro de Michael, que aún creía que Mora portaba el dorsal 9, desapareció rápidamente de su rostro: acaba de entrar al centro comercial el hombre que persigue desde hace algún tiempo, Stringer Bell, uno de los cabecillas de los Barksdale y por las próximas dos temporadas su rival acérrimo, y se detuvo allí, a unos pocos metros, en otra tienda.
—Escuchen, chicos —los detiene—, jugaré a los espías. ¿Recuerdan el juego?
—Sí, ¿cuál es?
—El negro alto que está allí —les señala.
—Deberías decir afroamericano, papá —intenta corregirlo el mayor—..., bueno, yo voy adelante y tú atrás.
—Yo fui atrás la última vez —reclama Mikey.
—No discutan, vamos. Vayan —cierra McNulty.
"Sabía que me reconocería si me acercaba, y le dije a Sean y a Michael que lo siguieran", le explicó el lunes siguiente a Bunk, mientras identificaba al dueño del vehículo en el computador de su oficina. "Son tan buenos que los perdí, casi me muero del susto. Pero lo siguieron y Sean, mi propia sangre, anotó la matrícula", siguió, orgulloso. "Les encanta. A veces jugamos al espía en el centro comercial".
"Así es la familia McNulty… Dios mío", se limitó a contestar Bunk, algo contrariado, mientras abandonaba el cubículo. "¿Qué?", le respondió el irlandés, seguramente aún sin tomarle el peso a sus acciones. Esa escena, que abre el S01E08 <em>Lessons</em>, presenta de la manera más fiel al McNulty del que hablamos, con todas sus virtudes y sus defectos: no le importan los medios para conseguir sus objetivos. Ni siquiera la seguridad de sus hijos, a quienes arriesgó bajo la figura de un "juego".
"Las cosas que me hacen correcto para este trabajo, tal vez son las mismas que me hacen malo para todo lo demás", le confesó McNulty, frustrado, en algún capítulo a la oficial Beadie Russell. Todo lo demás: terco, idealista, orgulloso, manipulador, infiel, aparentemente incapaz de mantener una relación estable, alcohólico e incorregible. Todas, digamos, características que lo dibujaron a la medida del arquetipo del héroe perdedor. Porque el personaje de Dominic West también debió pagar sus arrebatos: las constantes pugnas con el comisario Rawls, Cedric Daniels, todas las autoridades que le significaran un obstáculo, supusieron degradaciones, patrullar el río en una barca, inseguridad, lamentos sumergidos en la noche, ser apartado del caso, su salida definitiva.
"En The Wire se entiende hasta la última palabra de lo que conversan entre ellos los policías. Lo que no significa que siempre se entiendan sus motivaciones porque —a diferencia de Gregory House o Temperance Brennan— los policías de The Wire están lejos de ser implacables y se la pasan cometiendo errores", reflexiona el escritor argentino Rodrigo Fresán en su ensayo "Baltimore time", parte de The Wire, 10 dosis de la mejor televisión (2010). "Y, cuando aciertan, sus victorias son más bien parciales y efímeras. Son victorias perdedoras. Son victorias que nadie desea para sí mismo. Son victorias que acaban siendo un castigo para los antiheróicos héroes de The Wire".
Dentro de esa infinidad de personalidades —las decenas de oficiales, autoridades y delincuentes que ofrece la serie coral de Simon— esa permanente tensión que existe entre los dos Jimmy McNulty, el trabajador prodigioso con el don de llegar adonde otros no pudieron versus el inadaptado capaz de arruinar su vida en tan sólo un par de noches, permitió que se lo percibiera precisamente como un antihéroe de culto. También lo permitieron escenas icónicas, como los cinco minutos magistrales donde el irlandés en compañía de Bunk recrean un asesinato comunicándose sin necesitar más que la palabra "fuck" en diferentes tonos. Y toda vez que optó por rebelarse a la pasividad del policía que oía por teléfono o clavaba su mirada en las cámaras esperando a que algo pasara afuera.
—Era la oveja negra, el eterno paria. No le pedía nada a los jefes y nada se le daba. No aprendió lección alguna y nunca reconoció sus errores. Era el irlandés más terco de las parroquias del nordeste que llegó a ponerse una placa. No se doblegaba ante la autoridad. Hacía lo que quería hacer y decía lo que le venía en gana. Y, al final, rendía cuentas. Era un policía nato. Y no digo eso de mucha gente incluso cuando están aquí sobre el tapete. Yo no diría nada parecido a menos que fuese cierto. Un policía nato. Pero, cielos, ¡qué idiota! Y no estoy hablando sólo de esa capacidad que tenemos todos. Me refiero a una faceta suya que abarcaba, consumía y superaba cualquier otra faceta de su vasta personalidad. De cuyos confines, como dijo Shakespeare, ningún viajero regresó. Para terminar, diré que nos dio 13 años para recordar. No es suficiente para su pensión, pero sí para que sepamos que, a pesar de su despreciable origen irlandés, sus múltiples defectos, sus raros momentos de sobriedad y su escasa higiene, fue un auténtico policía de homicidios. Jimmy, lo digo en serio: si yo estuviera muerto en alguna esquina de Baltimore, me gustaría que fueras tú quien resolviera mi caso. Porque, hermano, cuando lo hacías bien, eras el mejor de todos.
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