26 de julio de 1931. La gente enarbola banderas chilenas en las casas. Hay júbilo y alegría. Un grupo de manifestantes en el centro de Santiago pasea una enorme enseña nacional mientras cantan el himno patrio. A su paso, la gente arrimada en los balcones de los edificios les arroja flores que caen mansas en el tricolor pabellón.

La puerta de la casa central de la Universidad de Chile se abre después de haber estado en toma desde inicios del mes. La muchachada entra jubilosa y gritan con todas sus fuerzas por la libertad. Los estudiantes retiran los lienzos que mantenían colgados desde las ventanas y que criticaban al gobierno. Ya no son necesarios.

La gente se reúne preferentemente frente a la Casa de Bello, se improvisan discursos en medio de la muchedumbre. Ismael Valdés Alfonso, dueño del restorán “El Naturista” -entonces ubicado en calle Ahumada- se para frente a la gente y pronuncia una apología sobre la libertad. Le llueven los aplausos.

También llegó un grupo importante de personas frente a la Intendencia de Santiago. Ubicada -tal como hoy- en calle Morandé, frente a La Moneda. Ahí buscaban inscribirse en la Guardia Cívica, organismo que cumpliría funciones en los días postreros como apoyo en el orden público, preferentemente dirigiendo el tránsito. Hombres y mujeres ejercieron por igual ese rol.

En Valparaíso, la gente se agolpó en la Plaza de la Victoria y pidió a los comerciantes del sector cerrar sus tiendas para unirse a la celebración. Todos ayudaron a bajar las cortinas.

Ocurre que en ese mes el ambiente en el país era de tensión. A pesar de ser pleno invierno, hubo protestas sociales callejeras convocadas por los gremios profesionales -quienes en su mayoría se declararon en huelga- y los estudiantes, principalmente los de las universidades de Chile y Católica. La gente buscaba expresar su descontento ante la gestión presidencial del general Carlos Ibáñez del Campo.

Multitud en las calles celebrando caída de Ibañez, 1931. Colección: Biblioteca Nacional de Chile.

Pero las manifestaciones fueron duramente reprimidas por el gobierno. Tanto que las personas debían trepar a los árboles para evitar ser alcanzadas por algún proyectil policial. Y eso terminó por pasar. El 24 de julio, el estudiante de medicina Jaime Pinto Riesco cayó muerto, según apunta la revista Zig Zag n° 1380, por balas de efectivos de Carabineros. Eso enervó aún más los ánimos y el Colegio Médico se declaró en huelga.

Al día siguiente, su funeral en el Cementerio General fue masivo y se transformó en otra jornada de protestas contra Ibáñez y hubo otro muerto, el profesor del Liceo de Aplicación Alberto Zañartu. Ahora el gremio de los profesores se sumó a la huelga.

La situación, entre protestas, marchas y represión, no dio para más. Todo el gabinete ministerial renunció. Ibáñez vio que se había quedado solo y había perdido el control de los hechos, así que, el 26 de julio de 1931, entregó el poder al presidente del Senado, Pedro Opaso Letelier, pidió un permiso al Congreso para ausentarse del país por un año y al día siguiente subió al ferrocarril rumbo al exilio en Argentina. Sin embargo, el Legislativo no le dio la autorización y lo destituyó por abandonar Chile sin su venia.

En sus Memorias, el expresidente Eduardo Frei Montalva, entonces líder de los estudiantes de la PUC –junto a Bernardo Leighton-, cuenta cómo se vivió ese día en la capital.

“Ese 26 de julio, día de su partida, estallaba incontenible el entusiasmo. La gente se abrazaba en las calles, columnas de manifestantes convergían hacia el centro, cantando y gritando…ningún miembro de las fuerzas armadas salía a las calles, que quedaron en manos de la multitud. Sin embargo, no hubo asaltos ni violencias. Los estudiantes universitarios, con un brazalete blanco, dirigían el tránsito. Nada hubo que lamentar”.

Es que la gran depresión de 1929, acaso la mayor crisis económica del siglo, había llegado finalmente a Chile y estaba dejando una estela de cesantía y pobreza en la población, lo cual sumado al férreo autoritarismo con que el gobierno del general Carlos Ibáñez del Campo conducía el país, hizo que las cosas estallaran.

Y seguirían estallando.

Modernización, represión y un Congreso en las termas

Con el 98% de los votos, como candidato único, Carlos Ibáñez del Campo asumió la presidencia de la República en 1927. Esto, tras la renuncia del entonces Presidente Emiliano Figueroa debido a que su ministro del Interior quería destituir al presidente de la Corte Suprema porque era su hermano. Ese ministro era justamente Ibáñez.

Con las riendas del país en sus manos, Ibáñez se lanzó a concretar un programa de modernización del Estado, el cual creía la base para poder dar respuestas a la llamada “Cuestión social”, es decir, las condiciones de vida de la mayoría de la población que había sido siempre postergada. Su foco estuvo dado en las Obras Públicas.

Ibáñez financió su programa básicamente con créditos otorgados desde Estados Unidos y los recursos que dejaban las actividades mineras del salitre y las incipientes minas de cobre. ”Tales recursos permitieron financiar el vasto plan de obras públicas del gobierno, sus políticas de fomento y la expansión del aparato estatal”, explican los historiadores Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle, Manuel Vicuña en Historia del siglo XX chileno (Sudamericana, 2001).

Y en un principio todo parecía ir bien. Como signo de la prosperidad, el 31 de diciembre de 1930 se inauguró el Casino de Viña del Mar, además abrieron sus puertas lujosos hoteles, la idea era convertir la Ciudad jardín en un centro turístico de nivel mundial. Además, se inauguraron varios caminos pavimentados entre Santiago y San Bernardo; Viña del Mar y Los Andes; Viña del Mar y Concón, entre otros. Se construyeron nuevas líneas ferroviarias y en Santiago se pavimentaron calles, se levantaron edificios de 10 pisos y se iluminaron las calzadas.

Gabinete de Carlos Ibáñez del Campo en 1927. Colección: Museo Histórico Nacional

“Entre 1927 y 1929 Chile vivió una de las épocas más prósperas de su historia -explica el Decano de la Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política UC, Patricio Bernedo-. Los presupuestos fiscales estaban equilibrados, los índices productivos de los distintos sectores eran más que positivos, las remuneraciones subían, existía una alta disponibilidad de recursos en el mercado internacional y además la política monetaria basada en el patrón oro funcionaba adecuadamente, lo que a su vez permitía mantener la inflación bajo control”.

"El Presidente Electo de EEUU, Herbert Hoover, de visita en Santiago, a fines de 1928, manifestaba su más absoluta confianza en la solidez de la economía chilena e invitaba a al gobierno chileno a endeudarse en EEUU; o bien de importantes diarios norteamericanos, que en sus editoriales se referían a Chile como ‘el país más progresista y próspero de América del Sur’”, agrega el historiador.

Además, a principios de 1931 llegó el cine sonoro a las pantallas grandes chilenas. Ello provocó una acalorada polémica entre los partidarios del cine mudo, y quienes defendían la inclusión del sonido. Esa discusión ocupó algunas páginas de la naciente revista “Ecran”, especializada en el séptimo arte y el mundo del espectáculo.

Pero Ibáñez no solo le dio duro a la actividad económica, sino también a la represión. “Se fue configurando en este período como algo más que una dictadura; es quizá también el primer Estado policial en Chile, el cual disponía de un cuerpo capaz de montar operaciones de vigilancia y de aplicar apremios para recabar información. Aparte de exiliar y relegar a numerosos opositores”, se señala en el citado Historia del siglo XX chileno.

Así, Ibáñez era una especie de Presidente todopoderoso. Con la capacidad de perseguir a quien se le pusiera por delante y con un Estado dotado de la fuerza necesaria para llevar a cabo su programa. A tanto llegaba su poder que en 1930, se dio maña para elegir “a dedo” al Congreso Nacional.

¿Cómo lo hizo? Se basó en lo indicado por la Constitución de 1925, que señalaba que si habían tantos candidatos como cargos a llenar, no era necesario llamar a elecciones. Ibáñez no se complicó, llamó a todos los presidentes de partidos, los citó en las Termas de Chillán, les asignó un número de cupos parlamentarios y les pidió para cada uno de esos escaños una terna dentro de la que él elegiría al congresal.

Así, en la comodidad de las aguas termales de azufre y hierro, entre medio de la nieve cordillerana, el Mandatario concretó el llamado “Congreso Termal”.

Pero “El Caballo”, como era apodado, no era omnipotente. Y las cosas cambiarían.

El país más golpeado del mundo

“Es muy halagador para mí que las circunstancias ocasionales, por las que atraviesa el mundo entero, hayan sido atenuadas en Chile merced de una severa política de economías”, afirmó, con total optimismo, el Presidente Ibáñez en su mensaje de año nuevo de 1931. Mientras en Nueva York los cesantes hacían largas filas y las fábricas cerraban sus pesadas puertas, a consecuencia de la caída de la bolsa en octubre de 1929, el país, de momento estaba en orden. La crisis era problema de otros.

Pero muy lejos de la capital, en la pampa salitrera, algo no funcionaba. En 1930 comenzaron los primeros despidos y entre los calicheros circulaban crecientes rumores sobre cierres de oficinas y campamentos mineros. Al año siguiente, se volvieron realidad. Una a una las compañías se retiraron del negocio y miles de obreros y sus familias quedaron abandonados a su suerte, entre las ardientes dunas del desierto. Según afirman Collier y Sater en su Historia de Chile (Cambrigde University Press, 1998) si en 1925, la explotación del salitre empleaba a 60.000 personas, para 1932, solo le daba de comer a 8.000 trabajadores.

Debido a la crisis, las naciones dejaron de comprar. Los precios de las materias primas en el mercado mundial se fueron a pique; como detallan Cariola y Sunkel en su libro Un siglo de Historia económica en Chile (Ediciones Cultura Hispánica, 1982), si en 1917 se pagaban US$110 por tonelada de salitre, para 1930 el valor en el mercado era solo de US$53. Ello le asestó un golpe definitivo a la alicaída producción del nitrato.

Aunque a fines de la década del 20’ la introducción de algunas técnicas permitió incluso la reapertura de algunas oficinas, la competencia con el sulfato de amonio (el llamado “salitre sintético”) fue imposible de superar. Las exportaciones del “oro blanco” de la economía chilena cayeron para no levantarse nunca más. En Historia de la minería del oro en Chile, Augusto Millán afirma que en 1929 se exportaron 2.898.000 toneladas del mineral; en 1932, apenas fueron 250.000 y su precio había caído a la cuarta parte.

“A nivel de países los más afectados por la caída de precios fueron los subdesarrollados, ya que sus principales exportaciones eran materias primas -explica Patricio Bernedo-. Pero dentro de las materias primas, las más afectadas fueron las de origen minero, lo que afectó directamente a Chile en sus exportaciones de salitre y cobre y en sus términos de intercambio”.

¿Por qué el impacto en la minería terminó por golpear al resto de la estructura económica? “consumía gran parte de la producción agrícola e industrial del centro y sur del país, proporcionaba los fletes necesarios a la Marina Mercante Nacional y a los Ferrocarriles, consumía gran parte de los servicios públicos y privados del país, etc”, agrega el Decano de la PUC.

El muy citado estudio de la Liga de las Naciones (la antecesora de la actual ONU), denominado World Economic Survey 1923-1933, señaló que Chile fue el país más golpeado en el mundo por la recesión. La “severa política de economías”, no fue suficiente. La crisis se presentó, rápida, contundente e implacable sobre la población.

Recordemos que el ambicioso programa de Ibáñez, y el erario en general, se sustentó en los impuestos a las exportaciones y los créditos solicitados en el extranjero los que no se pudieron renovar. “Se produjo una triple catástrofe económica y social -explica Millán-. Déficit fiscal, cesantía y falta de divisas”. El gobierno debió suspender el pago de la deuda externa, que a causa de los vaivenes internacionales se había disparado y ahora era impagable. Chile no tenía un peso.

Familias cesantes, 1932. Colección: Biblioteca Nacional de Chile.

Higienizar para trabajar

Las fotografías del n°1420 de la Revista Zig Zag -publicada el 7 de mayo de 1932- eran impactantes. Parecían de otra época. En el Cerro Blanco, los vagabundos y menesterosos vivían en cuevas “a donde [sic] han ido a esconder su miseria los arrojados del paraíso de las salitreras, de la vida extenuante de los campos y de la actividad fabril de las industrias”.

En efecto, al poco tiempo que se desató la crisis, Santiago se llenó de calicheros cesantes que llegaron de a miles desde el norte a las estaciones ferroviarias o a los arrabales de la urbe. “Como relata la historiadora Ángela Vergara, los obreros y las mujeres con sus hijos vivían abandonados a su suerte en las empobrecidas ciudades del norte minero, en las que eran alojados en condiciones insalubres y en cuanto podían hacerlo, subían a un barco para hacer la travesía hasta Valparaíso o más al sur, con un boleto de tercera clase; es decir, en pésimas condiciones higiénicas”, explica el historiador y académico del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile, Marcelo Sánchez.

La capital -por entonces de 696.231 habitantes según el censo de 1930- pronto se vio rebasada por la nueva población que copó los pocos espacios que pudo encontrar. Miles de personas vagaron pidiendo limosnas por las callejuelas mal asedas de la ciudad.

Pero aún faltaba lo peor.

“Los obreros cesantes llegaron a Santiago y a otros lugares en gran número, ubicándose en albergues, lo que favoreció la aparición del tifus exantemático, extendiéndose la epidemia rápidamente, favorecida por las malas condiciones higiénicas de la época”, detallan Rosa Urrutia y Carlos Lazcano en su texto Catástrofes en Chile 1541-1992 (Editorial La Noria, 1993).

En rigor, se trató de una pandemia transmitida por insectos, pero muy vinculada a ciertas condiciones específicas. “El tifus exantemático tiene un vector que es el piojo del cuerpo humano -explica Marcelo Sánchez- . Es el que tiene la bacteria Ricktesia Prowazeckii que finalmente llega al humano. Es una enfermedad del hacinamiento, la pobreza y las malas condiciones higiénicas”.

Ollas comunes para alimentar cesantes, 1932. Colección: Biblioteca Nacional de Chile.

Aunque la enfermedad se desató primero en Concepción, a fines del invierno de 1932 ya era una pandemia generalizada en la capital. También hubo brotes en Ñuble, Cautín y en el resto del Bío Bio. Según consigna el Dr. Enrique Laval en su estudio sobre la misma, “el número de enfermos consignados por la Dirección General de Sanidad, desde 1932 a 1939, fue de 45.891 y la suma de los años 1933-1934, 30.070”.

Gran parte de esta crisis coincidió con los gobiernos inmediatamente posteriores a la caída de Ibáñez; la breve presidencia de Juan Esteban Montero (diciembre 1931 a junio de 1932), los doce días de la Junta de gobierno liderada por Arturo Puga que proclamó la “República Socialista de Chile”, y las posteriores presidencias provisionales de Carlos Dávila y Bartolomé Blanche.

¿Cómo se combatió esta pandemia? “La respuesta del Gobierno incluyó, entre otras medidas, la apertura de lazaretos de campaña, el cierre temporal de colegios, fábricas y teatros, la prohibición de actos que produjeran aglomeración de personas y la restricción de la cantidad de pasajeros en los tranvías -explica Marcelo Sánchez- . Un decreto de junio de 1932 otorgó facultades extraordinarias a la Subdirección de la Dirección General de Santiago, que le daban la potestad de hacer controles en todos los lugares de la ciudad, exigir certificados de desinfección a toda persona sospechosa y desarrollar campañas de higienización en los territorios que estimara conveniente”.

“Para llevar a cabo esta tarea la Dirección General de Sanidad solicitó el apoyo de Carabineros y el Ejército, quienes durante la epidemia engrosaron las filas de los funcionarios de la Sanidad y tuvieron un activo rol en el control de la población y las tareas de contención de la enfermedad”, agrega.

En efecto, según el Dr. Laval, muchos enfermos de la capital fueron recluidos en las dependencias del Regimientos Cazadores. Además se habilitó un sitio prestado por el Arzobispado de Santiago, y un pabellón especial del Hospital Barros Luco, en que se dispusieron 150 camas, a fines de 1934, las que se aumentaron a 270 posteriormente. Las iglesias suspendieron sus actividades por ocho días, a fin de sanitizarlas. También se estableció un cordón sanitario en los accesos al puente Maipo y otros puntos de entrada a la ciudad.

Por entonces existían las llamadas “Casas de limpieza”. Se trataba de establecimientos en que se aseaba a los vagabundos; se les afeitaba, rapaba y se les proporcionaba ropa nueva. Una vez limpios, se les subía a camiones para llevarlos a trabajar a diversas obras públicas supervisadas por la Dirección del Trabajo, con apoyo de carabineros.

En mayo de 1932, en el nº1420, la revista Zig-Zag detalló un operativo de “higienización” con aquellos desdichados que pernoctaban a la intemperie en el Cerro Blanco. “La Oficina de cesantes ordenó el traslado de todos estos cesantes hasta la Casa de Limpieza, donde fueron sometidos a una especial higiene, siendo todos bañados, afeitados y haciéndoseles [sic] un corte general de pelo”.

Desinfectadores trabajando. Colección: Biblioteca Nacional de Chile.

“En julio de 1933, existían en Santiago tres Casas de Limpieza ubicadas en la calle Santa María N°215, Av. Independencia N° 815 y en Marcoleta con Portugal, en el Regimiento de Cazadores -detalla Marcelo Sánchez-. El modelo se expandió rápidamente por todo el país. Es seguro que existían grandes diferencias entre las diversas Casas de Limpieza, y probablemente varias de ellas eran de pequeño tamaño y con escaso equipamiento”.

Sánchez, a partir de una descripción de Eduardo Germain -el ingeniero a cargo del proyecto de las Casas-, detalla que también se desinfectaban ropas y sitios con soluciones insecticidas. “En algunos casos comenzó a usarse cámaras de Zyklon B, el tristemente célebre agente químico utilizado en el genocidio en los campos de concentración del nazismo. Además, las instrucciones de la Dirección General de Sanidad informan que lugares afectados por los piojos ‘deberán ser fumigados por ácido cianhídrico’”.

Solo dos años después, bajo la segunda presidencia de Arturo Alessandri Palma, se logrará superar la pandemia. “El 7 de enero de 1935 la Dirección General de Sanidad dio por terminada la campaña contra el tifus, dejando de esta manera al pilar fundamental de su gestión, las Casas de Limpieza, sin financiamiento -explica Sánchez-. Tras un arduo debate se decidió que, en el caso de Santiago, la Municipalidad se hiciera cargo de las Casas”.

Estas medidas de desinfección a personas e higienización fueron retratadas magistralmente por el escritor Nicomedes Guzmán en su novela Los hombres oscuros (Ediciones Yunque, 1939), un relato sobre la vida en los conventillos y la marginalidad social.

“A todas las mujeres y chiquillos que llevó «la perrera», les cortaron el pelo de raíz, después de obligarlos a bañarse. Las ropas de cama las devolvieron todas manchadas, quemadas y hediondas a desinfectantes. Sólo aquellas mujeres que se encontraban fuera cuando vino el carro de la Dirección de Sanidad, se libraron de la vejación. La señora Hortensia, como otras, se felicita de haber estado ausente con sus chiquillos, y lamenta la desgracia de las otras, vecinas”, se lee en el relato de Guzmán.

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Primera quincena de julio de 1931. Apenas el ministro de Hacienda, Pedro Blanquier, reconoció a la prensa el enorme déficit fiscal que acumulaba el país, la opinión pública comenzó a reaccionar. Se registraron entonces las primeras manifestaciones; los estudiantes universitarios se movilizaron y hubo enfrentamientos en las calles con efectivos de Carabineros. En solidaridad, se sumaron algunos colegios profesionales.

La situación todavía podía ser peor. Según Collier y Sater, las reservas de oro del país se habían agotado en la compra de artículos importados y el pago de acreedores. Con la quiebra de la bolsa en Estados Unidos, tampoco se podía recurrir a los créditos en Wall Street.

Aunque ordenó reducciones de gastos, parecía que nada de lo que hiciera el Presidente Ibáñez funcionaba para sacar a flote a una economía que estaba colapsando debido al desplome de las exportaciones mineras, a las que incluso les subió los impuestos. Ahí notó que todo estaba perdido.

En las palabras de Collier y Sater, Alberto Edwards, hombre cercano a Ibáñez y quien ocupó las carteras de Educación y Relaciones Exteriores durante su mandato, detalló parte de la última reunión del Presidente con sus ministros: “Sí, estoy resuelto, dijo el señor Ibáñez, esto no puede continuar[...]¿Qué habré hecho para merecer tanto odio?. Y sus ojos [...] se humedecieron”. El gabinete completo renunció. El gobierno había caído.