“La batalla de Santiago”: el rudo partido del Mundial del 62 que dio origen al término que acuñó Mañalich para la lucha contra el coronavirus en la RM
Entre puñetes y patadas voladoras, las escuadras de Chile e Italia disputaron un intenso duelo que terminó con el triunfo de la Roja. El ambiente venía crispado previamente por un artículo de un periodista italiano donde se refería en duros términos a la capital del país.
El ambiente estaba caldeado en el Estadio Nacional de Santiago ese 2 de junio de 1962. El mediocampista italiano Giorgio Ferrini -un duro y rústico jugador- entró con fuerza a disputar un balón con el delantero chileno Honorino Landa y le cometió un violento foul. Corrían solo ocho minutos de partido.
El árbitro inglés Kenneth Aston –un veterano de la Segunda guerra mundial que sirvió como teniente coronel- decidió de inmediato expulsar al peninsular.
Aston seguro no imaginaba que Ferrini no sería el único expulsado.
Ocurre que en la primera fase del mundial de fútbol de 1962, que se desarrolló en nuestro país, Chile enfrentó en su segundo duelo a la selección de Italia, por esos entonces dos veces campeona del mundo (1934 y 1938). Pero el duelo tuvo un condimento extrafutbolístico que los medios terminaron por acuñarlo como “La batalla de Santiago”.
El término volvió a la palestra pública durante las declaraciones que este domingo realizó el ministro de Salud, Jaime Mañalich, llamando “La batalla de Santiago” la lucha contra el coronavirus, y la memoria colectiva de inmediato se remontó a ese duelo de la “Roja” ante su par peninsular.
“La infinita tristeza de la capital chilena”
Mayo de 1962, mientras en el país sonaba el “Rock del mundial”, de Los Ramblers todo el día en la radio, y en Inglaterra un manager llamado Brian Epstein recorría los sellos para que una joven agrupación que representaba, The Beatles, pudiesen obtener un contrato de grabación, el partido Chile-Italia ya se había comenzado a jugar antes de tiempo.
Todo comenzó por un artículo que un periodista italiano –Corrado Pizzinelli- escribió durante su estancia en Santiago mientras cubría el mundial para su patria. Se titulaba “La infinita tristeza de la capital chilena”. No era precisamente elogioso, y fue reproducido primero por El Gráfico, de Argentina, y luego por los medios chilenos.
Parte de lo que Pizzinelli escribió fue lo siguiente:
“En ningún lugar uno se siente tan lejano, perdido y solo como en la ciudad huésped del Campeonato Mundial de fútbol. Para los extranjeros es imposible huir de la nostalgia. Los jugadores se resentirán con este clima depresivo.”
“Después de permanecer algún tiempo en Chile uno se siente extraño a todo y a todos. El virus de la lejanía más abandonada, más solitaria, más anónima, se mete en el ánimo de todos y creo que ello incidirá en el estado anímico de los atletas.”
“La tristeza flota en cada una de las conversaciones, como una doliente espera y resignación, no demora en apoderarse del europeo más activo y lleno de humor”. 80 “las mismas muchachas chilenas...se destacan por su liberalidad y su afán de progresar, y esa es una de las semejanzas, lo que constituye uno de los tantos lugares comunes sobre los que cierto periodismo y cierta literatura han derramado verdaderos ríos de tinta. Y ello tal vez para tratar de hacer olvidar la realidad de esta capital, que es el símbolo triste de uno de los países subdesarrollados del mundo y afligido por todos los males posibles: desnutrición, prostitución, analfabetismo, alcoholismo, miseria...Bajo esos aspectos, Chile es terrible y Santiago su más doliente expresión, tan doliente que pierde en ello sus características de ciudad anónima. Barrios enteros practican la prostitución al aire libre: un espectáculo desolador y terrible que se desarrolla a la vista de las “callampas”, un cinturón de casuchas que circundan las ya pobres de la periferia y habitadas por la más doliente humanidad.”
“Santiago es un campeón de los problemas más terribles de América Latina. . .Todo lo que Santiago muestra, aun las casas populares construidas de prisa para algunas decenas de millares de personas, son sólo un pálido esfuerzo, que a nadie convence y es la prueba más brillante de la forma como cierta clase dirigente resuelve determinados problemas en busca de su propio beneficio.”
“No es en absoluto una ciudad fascinante, sin grandes monumentos ni recuerdos históricos, sin palacios que se destaquen, sin una nota de aire o de cachet, como dicen muchos en el lenguaje mundano: es amable y simple en la resignada tristeza de las poblaciones de la periferia, las que están en abierta contraposición con aquellas de los centros residenciales, donde excelentes arquitectos han construido chalets y casas dignas de adornar un libro de arte moderno.”
El artículo trajo esquirlas. La delegación de Italia se apuró en ofrecer una rueda de prensa en el Hotel Carrera, donde se desligaron de las declaraciones de Pizzinelli y se deshicieron en palabras para indicar que las rechazaban de manera “enérgica y profunda”.
Incluso más. El mismísimo presidente de la FIFA, que irónicamente, era italiano –Ottorino Barassi- lamentó las declaraciones a título personal y señaló el 17 de mayo de 1962 al diario La Nación: “Cuatro veces he venido a este hermoso país, y cada vez que regreso a mi patria, regreso admirado por sus progresos, hospitalidad y su cultura. He sido el primero en manifestar a la Federación italiana de fútbol mi repudio por el artículo escrito por el periodista Pizzinelli y el poner la verdad en su lugar”.
Barassi tenía su reputación en el mundo del fútbol. En 1941, durante la ocupación nazi de la tambaleante Italia fascista, escondió la copa del mundo –la Jules Rimet- en una caja de zapatos debajo de su cama, con el fin de que los hombres de Hitler no se la quedaran. La Gestapo efectivamente pasó por su casa, pero ni se dio cuenta de la caja.
Puñetes y patadas voladoras
Pero las palabras de buena crianza no bastaron. El día del encuentro, los jugadores de la Azzurra entraron con claveles para ofrecerlos al público a modo de disculpa, pero el respetable, esa tarde en Ñuñoa, rechazó las flores con furia. Las palabras de Pizzinelli habían herido el alma nacional y la gente lo demostró.
Pero los peninsulares comenzaron el match demostrando estar sobregirados. “El entrenador de Italia, Giovanni Ferrari, subestimó el poderío futbolístico de Chile y dejó afuera a seis titulares: el arquero Lorenzo Buffon, los zagueros Cesare Maldini (padre de Paolo, el crack del Milan), Giacomo Losi y Luigi Radice y los creadores Enrique Omar Sívori y Gianni Rivera. Así, tal vez por el afán de los suplentes de ganarse la titularidad, Italia recurrió a la reciedumbre y los golpes desde el inicio”, explica Luis Urrutia O’Nell, “Chomsky”, en Historias secretas del fútbol chileno (Ediciones B, 2005).
Luego ya no fueron las patadas, sino los golpes los que se tomarían el match. El mediocampista chileno Eladio Rojas fue derribado en medio del campo, el delantero Leonel Sánchez fue a verlo, y sin mediar palabras, recibió un puñetazo en el rostro.
Sánchez salió del campo y los reporteros gráficos se acercaron para avisarle “¡Fue el 8!, ¡fue el 8!”. El culpable era el argentino nacionalizado italiano Humberto Maschio. Leonel, presto, aprovechó una distracción de Aston y le aforró un “cortito” a Maschio “y le fracturó el tabique nasal”, según cuenta Urrutia.
Pero llegó el minuto 40, acaso uno de los más inmortalizados en la memoria colectiva chilena. Algo así como una escena inolvidable de una película. Leonel Sánchez va a disputar el balón a la orilla izquierda de la cancha. Ahí se encontró con el lateral Mario David, quien lo trabó haciéndolo caer y luego, el europeo comenzó a tratar de patear el balón pero también al chileno. Sánchez –hijo de un excampón de boxeo- se paró y le aforró un puñetazo al mentón. Knock out.
El árbitro Aston, a esas alturas sobrepasado, solo paró el juego, y no expulsó a Leonel. Pero luego sí expulsó al italiano, porque en la jugada inmediatamente posterior, saltó con una patada voladora, cual karateca, y golpeó a Leonel por la espalda. Ahí, Mario David se fue a las duchas.
Entre patadas y combos, finalmente la selección nacional ganó el duelo por 2-0, merced a los goles de Jaime Ramírez y Jorge Toro. La Roja había ganado la “Batalla de Santiago”.
¿Y Aston? Años después, y aún consternado por el nivel de violencia que vio en ese partido, un día que iba manejando su auto, se detuvo frente a un semáforo en rojo y se le ocurrió la idea de implantar el sistema de tarjetas roja y amarilla en el fútbol, a modo de código universal.
Cuatro años después, ambos equipos volvieron a enfrentarse, pero en Sunderland, Inglaterra, en el marco de la Copa mundial de 1966. Ahí ganaron los italianos sin apelación, y sin violencia. En Inglaterra, eran los días en que Revolver estaba a punto de salir a las calles, y el rock pasaría del blanco y negro al color.
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