Hubo una época en que los cielos de la explanada de la Pampilla, ubicada al oeste de la península del mismo nombre en Coquimbo, se llenaban de volantines, pavos y cometas. Se armaban ramadas, las cantoras entonaban las cuecas acompañadas de acordeón y pandero, y bajo el sol tibio de la primavera, los valerosos de toda ocasión se apuntaban para las carreras de caballos.
El nombre de la Pampilla coquimbana se fundió con el de las fiestas patrias. Como una gran expresión de las festividades populares arraigadas desde la colonia y en el ritualizado calendario de celebraciones patrioteras que estableció la naciente república. Aunque en principio, también se conmemoraron los aniversarios de las batallas de Chacabuco y Maipú (12 de febrero y 5 de abril, respectivamente), fue el 18 de septiembre el que se estableció como el feriado oficial durante el decenio del general Joaquín Prieto (1837). Casi un siglo después, en 1915, se agregó el Día de las Glorias del ejército como festivo.
Sobre la Pampilla, hay antecedentes de que la celebración en el lugar es de viejo cuño. Solo se suspendió en dos ocasiones: en 1973, a muy pocos días del golpe de estado que instauró el régimen militar, y en 2020 a causa de la pandemia del Covid-19, que además motivó el anuncio de que tampoco se levantarán las tradicionales fondas del Estadio Nacional, en Santiago.
Según relata Fernando Rojas Clavería en su artículo Historia de la Pampilla, publicado en el diario La Región, de Coquimbo (2006), hacia 1864 -cuando se creó el Departamento del puerto de Coquimbo-, el lugar se conocía como la Serranía y su dueño era el ciudadano español Francisco Iñiguez Pérez. Entonces ya se celebraban las fiestas patrias con algunas actividades que se mantendrán en el tiempo de una u otra forma.
“Existía una extraordinaria cancha de carreras a la chilena -afirma Rojas-, que por esa época eran la gran entretención”.
Las carreras de jinetes a caballo eran comunes en esos primeros días. El sabio polaco Ignacio Domeyko detalló en sus memorias, cómo se celebró el “18” en Coquimbo en el año 1838. Relata que el día 19 era el que se reservaba para las carreras. “Después de mediodía la plaza principió a llenarse de jinetes montados en bonitos caballos; eran jóvenes propietarios de las fincas vecinas, vestidos con capas nacionales de colores chillones, llamadas ponchos, sombreros de Guayaquil y con enormes espuelas de plata con largas puntas”.
Esa tradición, derivada de las costumbres campesinas del profundo Chile rural, se modificó con los años. “Hubo un tiempo en que el gran espectáculo de la Pampilla consistía en el duelo obligado de los huasos montados con los piquetes policiales. La lucha derivaba de la posesión de una vara de topeaduras a la vista de la cual los jinetes locales sucumbían al deseo atávico de agarrarse a rebencazos”, detalla René Peri Fagerstrom en una extraordinaria crónica para la revista En Viaje -de Ferrocarriles del Estado-, en 1963.
Aunque hay versiones que señalan fiestas en el lugar incluso en el período colonial -por ejemplo, tras la retirada del pirata Bartolomé Sharp de La Serena en 1681- lo cierto es que desde las primeras celebraciones del “18” en la Pampilla no faltaba el clásico animador de las fiestas: la música
En efecto, mientras niños y adolescentes se entretenían encumbrando volantines, la gente bailaba pies de cueca en la explanada tierrosa, acaso como una expansión de las chinganas suburbanas comunes por entonces. “Qué decir de nuestro baile nacional: reinaba en dos ramadas que se ubicaban a los pies del cerro -escribe Rojas Clavería-. En un santiamén se armaba la cantora de una buena vihuela [un instrumento parecido a la guitarra] y las parejas bailaban hasta sacar ronchas de la tierra. En aquellos años no existían las orquestas y sólo campeaba la vihuela, el acordeón y el pandero que le daban una animación extraordinaria”.
Según Rojas, también era común que los locales urbanos como los cabarets, instalaran “sucursales” diecieocheras en la Pampilla, para aprovechar la clientela. “Eran las ramadas para los ‘palo grueso’ (gente adinerada) y que consistían en finas carpas que cubrían grandes espacios y en su interior brillaban los encajes, guirnaldas y otros accesorios, sobresaliendo los grandes espejos, las arpas y las guitarras”.
La cueca tenía una larga data. Domeyko la menciona en sus memorias ya en el siglo XIX y destaca su carácter transversal. “La más favorita de estas danzas, la que se considera como esencialmente nacional, es la zamacueca, al parecer, proveniente del Perú, más sencilla y más fácil que el bolero de Andalucía, pero menos apasionada; la bailan aquí en todas las reuniones, lo mismo en los salones elegantes que en la cabaña del campesino; la diferencia consiste solamente en la manera más o menos conveniente y la gracia de los que bailan”.
Por tal razón, los ritmos criollos dominaron las ramadas, al menos hasta la irrupción de los ritmos tropicales, y en años recientes, el reggaetón. En su crónica para En Viaje, Peri Fagerstrom detalla que en 1963 incluso se hizo un festival folclórico con ocasión de la celebración del 18 en la Pampilla. No detalla el nombre del/la ganador/a, pero sí el del curioso trofeo que se entregaba; el bucanero de bronce.
Por entonces, según el cronista, ya existían las aglomeraciones y la feroz competencia por instalarse en una buena ubicación para las fiestas. Es decir, ya estaba arraigada como fiesta popular. “El inmenso anfiteatro se puebla de automóviles. micros, y camiones que depositan sobre su explanada central unas sesenta mil personas, la mayoría de las cuales pernocta en carpas que conservan celosamente una ubicación tradicional”.
También detalla una costumbre que se desarrollaba una vez pasadas las fiestas oficiales: el “tapar los hoyos”, algo así como un “18 chico”. “Es la gran comilona de los vendedores ambulantes, bolicheros, dueños y empleados de fondas, volantineros, etc. Para muchos coquimbanos la la “tapadura de hoyos” es la parte más sabrosa de todas las festividades”.
La Pampilla además tuvo otros hitos. En 2003, allí tocó por última vez la formación histórica de Los Prisioneros, antes de consumar la segunda retirada del guitarrista Claudio Narea.
Además el deporte puede anotar algún logro allí. “Fue el segundo lugar donde se practicó balompié en Chile -asegura Rojas Clavería-, pues los ingleses avecindados en el puerto ‘pichangueaban’ casi a diario. También fundaron un club de golf”.
Se trata de un lugar que se desplegó como un escenario para la cultura popular, surgida tras siglos de mestizaje, tradiciones campesinas, y la aquiescencia de las autoridades políticas. A fin de cuentas, Chile tenía fiesta.