Era una de esas tardes, que normalmente se pasarían entre reuniones y papeleos poco memorables. En su oficina en Mercury Records, el joven Quincy Jones despacha memorandums y atiende problemas de otros. Es un trabajo estable, pero a él, un músico formado en noches de bares y giras de conciertos, junto a sujetos de la talla de Miles Davis, Ray Charles, Dizzy Gillespie, no le bastaba. Era ambicioso. Quería subir aún más el listón.
La oportunidad llegaría. “Un día de 1964 estaba sentado en mi oficina cuando sonó el teléfono. Respondí. Lo escuché decir: ’Hola, habla Frank Sinatra, me gustó el trabajo que hiciste con (Count) Basie [el disco One more time] y quiero que dirijas y arregles mi próximo álbum, It might as well be swing’”, recuerda el músico en el documental Quincy, disponible en Netflix.
Pero Sinatra era un hombre duro. “Al principio, me puso a prueba -recuerda Jones-. Me dijo: ‘La instrumentación es demasiado densa en los primeros ocho compases’. Respondí: ‘No hay problema’.
Como Sinatra, el joven arreglista también confiaba mucho en su talento. Los años como músico de jazz, y las lecciones de composición en Paris junto a la célebre maestra Nadia Boulanger (quien tuvo entre sus discípulos a Igor Stravinsky, Leonard Bernstein, Burt Bacharach, entre muchos otros), le dieron una sólida formación musical. En verdad, no había problema.
“Lo arregló enseguida -recuerda Sinatra en el documental de Netflix-. Me parecía imposible que alguien pudiera hacerlo”.
“La voz”, era un hombre de otra generación. Se formó en la era de las big bands en que el trabajo en equipo era importante. A menudo, tal como lo retrata la extraordinaria crónica de Guy Talese (“Frank Sinatra está resfriado”), despreciaba el desparpajo de los jóvenes sesenteros, que vivían la era dorada de la juventud. Él era un sobreviviente.
“Frank Sinatra sobrevive como un fenómeno nacional, uno de los productos de preguerra que aguanta la prueba del tiempo -escribe Talese-. Es el campeón que supo hacer un ‘retorno” triunfal’, el hombre que lo había perdido todo para luego recuperarlo, sin dejar que nada se le pusiera por delante, haciendo lo que pocos hombres logran hacer: desarraigó su vida, dejó a su mujer e hijos, rompió con todo lo que era familiar, aprendiendo sobre la marcha que el sistema para conservar a una mujer es no encadenarla”.
Pero con Jones sería distinto. El siempre obsesivo Sinatra notó que estaba ante un muchacho que trabajaba duro, y muy talentoso. “Se asombró porque yo tenía 29 años. Estaba acostumbrado a trabajar con tipos de 50. Luego de eso la confianza fue plena”.
Con él, trabajó la orquesta de Count Basie, quien también conocía a Jones. Un formato que Sinatra manejaba al dedillo. “Desde sus días con Tommy Dorsey y Harry James en bandas donde los instrumentistas eran las estrellas y los cantantes del equipo de ayuda, Sinatra se acercó a trabajar con una gran banda como una experiencia casi religiosa, y lo trató con profundo respeto".
Las sesiones para It might as well be swing, dejaron una batería de canciones en las que destacó “Fly Me To The Moon”, un clásico del repertorio de Sinatra, que se impuso en una era en que las ascendentes y eléctricas estrellas del rock and roll y el soul amenazaban con dejar atrás a los crooners como él.
La historia recuerda que esa canción fue la primera reproducida en la Luna, cuando el astronauta Edwin “Buzz” Aldrin la reprodujo tras pisar la superficie lunar. Sinatra, un tipo orgulloso y competitivo, alucinó cuando la escuchó en la transmisión y de inmediato llamó a Jones. Apenas le pudo hablar mientras las lágrimas derrapaban por su rostro.
“El empuje de Quincy marcó la diferencia en las grabaciones que empecé a hacer -recuerda “La Voz”, en el documental-. La orquesta se esforzó mucho más que en la época anterior a Quincy. Nos hicimos amigos muy rápidamente y olvidamos el trabajo que debíamos hacer (...) entendía a la banda de Basie mejor que cualquier otro orquestador que conozco”.
Para Jones, la experiencia de tratar con Sinatra fue significativa para su carrera. “Frank era justo de mi estilo. Estaba en onda, era franco y campechano, y sobre todas las cosas, era un músico increíble (...) me condujo a un mundo nuevo, una tierra de sueños y estándares altos”.
Pero el aporte de Sinatra en la vida de Quincy Jones, fue más allá de lo musical. Al salir de gira por EE.UU con Jones y Basie, ambos afroamericanos, captó que tendría problemas en algunas zonas debido a la segregación racial que pervivía en algunas zonas, en especial en el sur. Eso sucedió cuando llegaron a Las Vegas, donde estaba decretado que los negros debían alojar en hoteles especiales para ellos, lejos del centro.
“En ese entonces era territorio de la mafia -recuerda Jones-. Ningún artista negro cuerdo habría deambulado solo por los casinos y hoteles. Fue una locura, porque Sammy Davis Jr, Lena Horne o [Harry] Belafonte eran estrellas pero debían comer en la cocina. No podían ir al casino. Dormían en los hoteles para negros al otro lado de la ciudad”.
“Frank por su cuenta terminó con eso -agrega-. Dijo: ‘Vamos a arreglar esa mierda’. Y lo logró. Nos llevó a Sammy, Basie y a mí y resolvió el problema racial”.
“Empecé a causar alboroto -recuerda Sinatra-. Les dije: ‘Si ellos tienen que vivir al otro lado de la ciudad, ustedes no me necesitan’. De repente, cambió. No puedo explicar qué pasó.
Sinatra y Jones trabajaron hasta 1966, tras registrar el álbum en vivo Frank Sinatra at the Sands. Se reencontraron casi veinte años después, en 1984, con Quincy convertido en un productor de fama mundial gracias a su trabajo en Thriller, de Michael Jackson. Aceptó producir el último álbum de estudio de “La voz”, titulado L.A is my Lady.
“Lo adoraba. Sé que él también a mí -recuerda Jones-. En todos los años que trabajé con él, al igual que con Ray Charles, nunca firmamos un contrato, solo nos dimos la mano”.