El día de navidad de 1886 no tuvo regalos ni bendiciones en la Villa Santa María, cerca de San Felipe. Más bien, sus habitantes corrían hacia los cerros presos del pánico. La sombra de la muerte se había cobrado una víctima. Se llamaba Jerónimo Álvarez, un criado chileno que había atravesado la cordillera desde Argentina junto a su patrón. Arrancaban de la epidemia de cólera que se había desatado allí en octubre y se había propagado al interior. El virus lo alcanzó y le dio muerte en tierra nacional. Dos días después ya se registraban casos en La Calera, Quillota, y los villorrios del apacible valle del Aconcagua.
De esta forma es que se difundió la epidemia en el país. Y avanzó rápido. En los primeros días de enero ya habían infectados en Valparaíso y para la quincena se registraron los primeros casos en la zona de Barrancas en Santiago -que hoy abarca Pudahuel, Cerro Navia, Lo Prado y Quinta Normal-. A fin de mes alcanzó Rancagua y Rengo. No desaparecería por completo sino hasta el año siguiente.
"La epidemia de cólera llevó a suspender la inmigración de colonos europeos, pues el cólera azotaba Europa central, después llegó a Buenos Aires y de ahí a Chile en diciembre de 1886", explica a Culto el historiador y académico del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Rafael Sagredo Baeza. "Según testimonios de contemporáneos, 'fue terrible', 'casi todos los hogares se hallaban enlutados' afirma Luis Orrego Luco en sus Memorias del tiempo viejo", agrega.
La enfermedad, en rigor una bacteria llamada Vibrio cholerae, provocaba entre otros síntomas diarreas acuosas en exceso, sudoración fría, vómitos, deshidratación y una coloración azulosa de la piel, como señal inequívoca de la muerte que en muchos casos llegaba en menos de 48 horas.
Los fallecidos eran trasladados en carretas y se les enterraba en un sitio aislado llamado Higueras Zapata -el que fue clausurado tras el fin de la pandemia-, o en el "patio de los coléricos" habilitado en el Cementerio General. Para evitar aglomeraciones se prohibió el rito fúnebre, y los cuerpos eran envueltos en lona, sin ataúd. Además se les rociaba una solución de sulfuro, con la que se creía, se reducía la posibilidad de contagio.
Las estadísticas del Registro Civil señalan que entre 1886 y 1888, unas 28.432 personas fallecieron a consecuencia del cólera. Aunque los historiadores hacen la salvedad que las cifras oficiales en aquella época no eran exhaustivas y a menudo estaban incompletas -aún estaba latente el conflicto con la Iglesia Católica por las llamadas "Leyes laicas" que entregaban al Estado el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones-. De todas formas, en la época el doctor Adolfo Murillo estimó en 40.000 el número de muertos en todo el país.
Cuarentenas y cordones
La situación generó tal alarma que obligó a la autoridades a tomar medidas. Se levantaron lazaretos -lugares aislados para atender a los infectados-, en la capital. Uno en los galpones del Hospital San Francisco de Borja, otro en un edificio en el Hospital San José y el tercero en la avenida sur del entonces Camino de Cintura, la actual Avenida Matta. Pero no estuvieron exentos de dificultades. "No dieron abasto para atender a todos los contagiados", detalla Rafael Sagredo.
"Diversas asociaciones e instituciones colaboraron en el combate de la epidemia -agrega el también autor, coautor y editor de títulos como Historia de la vida privada en Chile e Historia mínima de Chile- se organizó la Cruz Roja con las jóvenes y señoras; se abrieron suscripciones públicas; se publicaron cartillas y folletos instructivos para la población con nociones de higiene básicas, precauciones y otras medidas y la prensa dio a conocer el número de enfermos diariamente. Pero el cólera avanzó sin contemplaciones. Solo en julio de 1888 se presentó un supuesto último caso".
Pero además se decretó una medida particular: la implementación de cordones sanitarios en Santiago, Aconcagua, los pasos cordilleranos y las vías de comunicación, controlados por el personal del ejército. Mientras, en el puerto principal se estableció la cuarentena para todos los barcos anclados en la bahía.
"Poco efectivas fueron las medidas que entonces se tomaron -explica Sagredo-. Los pretendidos cordones sanitarios se impusieron en los pasos cordilleranos, con poco éxito a juzgar por los resultados; y también se impuso una cuarentena para los viajeros al norte y al sur. Los 28.432 muertos por la epidemia según el Registro Civil, en una población de 2.500.000 aproximadamente, refleja la magnitud de la epidemia".
En 1916, el doctor Mamerto Cádiz recordó en el Boletín de Medicina su experiencia en los años de la epidemia, y menciona precisamente a la mentada disposición. "Declarada la epidemia en Argentina, se establecieron cordones sanitarios con tropas del Ejército, en los boquetes de la Cordillera de los Andes. Como acabo de recordarlo, los cordones sanitarios fracasaron y quedó comprobada su ineficacia, porque el cólera llegó a la villa Santa María, traída seguramente por algún portador de vibriones coléricos. El mismo resultado dieron los cordones sanitarios con que se pretendió aislar las primeras poblaciones contaminadas, tanto en Chile como en la Argentina".
Estas normas no eran del todo extrañas en el país. "Desde los tiempos coloniales se establecieron aislamientos, cordones sanitarios y cuarentenas -detalla el historiador y académico del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile, Marcelo Sánchez-. Las cuarentenas eran una medida obligada para el comercio marítimo. Desde fines del siglo XIX en Chile había médicos de puerto que examinaban los barcos y determinaban cuarentenas y desinfecciones".
"A fines del siglo XIX podemos encontrar medidas de cordón sanitario durante la epidemia de cólera para diferentes ciudades de Chile -agrega-. Hablamos, por ejemplo, de Concepción que entre 1886 y 1887 habilitó recintos especiales y temporales para enfermos, los lazaretos, servicios de ambulancia, y especialmente cordones sanitarios".
La medida del cordón sanitario, acotada según las fuentes a los primeros meses, demostró ser ineficaz por una razón: la gente no podía entrar, pero sí salir. Los trenes continuaron en servicio y partían repletos de pasajeros desde la Estación Central hacia el sur, lo que simplemente contribuyó a propagar todavía más la enfermedad. A mediados del siglo XX el médico e historiador Enrique Laval señaló que era una medida "tan inútil como costosa y de confianza engañosa".
"Todo fue inútil pues como la realidad sanitaria del país era deplorable y las condiciones de vida de la mayor parte de la población eran mínimas, la enfermedad se propagó sin control desde el valle del Aconcagua a Santiago y al resto del país", añade Sagredo.
"Queremos pan y no baño"
El brote de cólera comenzó a disminuir hacia los primeros días del otoño, pero regresó hacia la primavera. "En este caso, se detuvo en invierno reapareciendo el verano siguiente -detalla la historiadora Josefina Cabrera-. Este segundo brote fue más prolongado -hasta abril de 1888-, pero la experiencia anterior colaboró seguramente a que la mortalidad descendiera, y finalmente a erradicar la epidemia definitivamente".
En vista del fracaso de los cordones, en se optó por reforzar el tratamiento de los enfermos y se buscó educar a la población en medidas de prevención e higiene: el baño diario, hervir el agua, evitar el consumo de alimentos crudos, entre otras. Además, en un país con alta tasa de alcoholismo, estaba arraigada la idea de que el consumo abundante de bebidas alcohólicas contribuía a la prevención del mal, lo que estaba totalmente infundado.
El tratamiento para los coléricos en los lazaretos variaba de acuerdo a los síntomas del paciente. Según detalla el Dr. Laval, en varios casos se les hacía ingerir aceite de castor, a modo de laxante, en ocasiones láudano y cuando no había mayor reacción se sometía al enfermo a baños de agua caliente a 39-40ºC. Para controlar los vómitos, al paciente se le hacía masticar hielo. Los casos más graves requerían de tónicos especiales e inyecciones.
Sin embargo, en esos días, los sectores populares aún miraban con recelo a la ciencia médica. "Claramente había una incomprensión entre el imaginario del pueblo que convivía por fuerza con sanadores, brujos, componedores, hierbateros, la venta de pociones de todo tipo y el lenguaje de los médicos y de las nacientes autoridades sanitarias", explica Marcelo Sánchez.
"Como señala el trabajo de Carlos Madrid sobre el cólera en 1886-1887 en Valparaíso, el pueblo antes que entregarse a la muerte en un lazareto prefería el método Pililo, que consistía en comer excremento de caballo para provocar el vómito y así deshacerse del mal -agrega-. Todavía para la década de 1930 la política de desinfección y baño obligado era poco comprendida y los habitantes del conventillo temían más de la policía sanitaria y sus drásticos métodos que de la mismo brote epidémico de tifus exantemático y en las paredes pintaban 'queremos pan y no baño'".
Se cuenta que por entonces una mujer, aterrorizada por las noticias de la epidemia, entró a la Cordonería Alemana y solicitó que le vendieran cordón...sanitario. Es decir, resultaba una medida novedosa y desconocida para parte de la gente, lo que en parte explica su fracaso.
También hubo resistencia de los sectores populares hacia las vacunas. Según la historiadora Josefina Cabrera, posiblemente porque les resultaba confuso el principio de la inmunidad. Precisamente en 1887, el Presidente José Manuel Balmaceda estableció la vacunación obligatoria para los recién nacidos, aunque su impacto no fue tan significativo debido a la gran cantidad de infecciones circulantes por entonces, las malas condiciones de higiene y el miedo de la población.
En el caso de la epidemia de cólera "como siempre, atacó mayormente a los más desposeídos. Algunos eclesiásticos la atribuyeron a un castigo de Dios, aparecieron remedios inútiles para los crédulos, y se hizo famoso el patio de los 'coléricos' en el Cementerio General", explica Rafael Sagredo.
Por entonces la convivencia con epidemias y enfermedades eran común entre los chilenos, en especial aquellos de escasos recursos que por entonces se instalaban en los arrabales de la ciudad; las más habituales y desastrosas eran la viruela, la fiebre tifoidea, la tuberculosis, la disentería y las enfermedades venéreas como la sífilis.
"Durante el siglo XIX y parte importante del XX hay una población urbana y en la hacienda que está sometida a pésimas condiciones higiénicas, con salario insuficiente para la alimentación básica, sin agua potable, en habitaciones mal ventiladas, sin alcantarillado -explica Marcelo Sánchez-. A esta población se la culpaba de estar degenerando la raza con su decadencia física y los médicos y el gobierno y las elites la trataban con una mezcla de desprecio, paternalismo, conmiseración y muchas veces con el deseo leal y honesto de contribuir a su mejora física y moral".
"¡Todos contra el cólera!"
Políticos, militares, bomberos, eclesiásticos, enfermeras. Todos en un desfile. Una caricatura publicada en el periódico El Padre Padilla, de raigambre popular, resumió el espíritu de la época, en una frase que puede sonar coherente en cualquier tiempo: "¡Todos contra el cólera!", se tituló. Si se presta atención, quien encabeza la fila es el presidente José Manuel Balmaceda. "Era muy popular todavía", detalla Rafael Sagredo.
Exseminarista, fundador de un periódico (“La Libertad”) y hombre clave para mantener la neutralidad argentina en la Guerra del Pacífico, Balmaceda llegó al poder con una idea ambiciosa. La crisis lo sorprende cuando aún no llevaba un año en La Moneda pues se terció la banda presidencial el 18 de septiembre de 1886. Pero su manejo de la misma indicará algunas características que le buscaba imprimir a su mandato, como la mayor participación del Estado en el desarrollo del país, aprovechando los recursos frescos que le entregaba el impuesto a la exportación del salitre.
"Las crisis sanitaria, entre ellas las provocadas por el cólera y la viruela en la época de Balmaceda efectivamente influyeron en una mayor participación del Estado en la vida económica y social -señala Rafael Sagredo-. Pero no es su afán por fortalecer el Ejecutivo, sino que el papel de Estado en general. A lo largo de su carrera política, Balmaceda reiteró una y otra vez la necesidad de que el Estado se ocupara, activamente, de la realidad nacional, presentándose diversas coyunturas que contribuyeron a reforzar sus planteamientos".
Una opinión similar comparte Josefina Cabrera. "La epidemia coincide con la recurrente y mortífera viruela, además las medidas para detener el cólera, son acordes al espíritu modernizador y "estatista" de este presidente. A su vez, es importante comprender que un elemento importante que subyace a algunas discusiones sobre la epidemia es precisamente el temor por aumentar las facultades del Presidente de la República, es decir, la lucha parlamentarismo versus presidencialismo, que tan violentamente desencadenará en la guerra civil de 1891".
Sagredo afirma que entre algunas de sus ideas, el mandatario "propuso una farmacia nacional y creó organismos públicos de salud que hicieron partícipe al Estado de realidades que hasta entonces eran propias de la vida privada, pero que como consecuencia de la evolución y progreso del país, exigieron la participación de los poderes públicos, ampliando su esfera de acción", por ello se crearon instituciones como el Consejo Superior de Higiene, la Junta de Salubridad y la Comisión Directiva del Servicio Sanitario del Cólera.
La pandemia del cólera dejará otras huellas en las instituciones que perduran hasta la actualidad. En 1892 -ya sin Balmaceda en el poder-, se promulgó una ley que estableció como órgano de consulta al Consejo Superior de Higiene, en la que también se creó el Instituto de Higiene. Años después este se transformó en el Instituto Bacteriológico, el que hoy corresponde al Instituto de Salud Pública (ISP), que se encarga de fiscalizar medicamentos y los dispositivos de uso médico.