Una multitud se aproximó a la casa de Matilde Lemus. Apostados a la entrada, demandaron a gritos que la mujer saliera. Ella dudó un instante. Pero al escuchar los vítores entendió la situación. Querían saludarla. Al fin y al cabo, ella era la esposa de un sujeto que muy lejos de ahí, en la árida costa del norte salitrero, había consumado una hazaña. Un triunfo imposible.
“Salió a la ventana a recibir la ovación que le tributaba el corazón de Chile -detalla la crónica publicada en El Ferrocarril el 28 de mayo de 1879-; estaba dominada de una emoción imposible de describir, lloraba y reía, agitaba su pañuelo y trató más de una vez de dar las gracias, pero las ráfagas de alegría que despertaban mil ecos de gloria en su corazón le impedían hacer uso de la palabra”.
“La concurrencia se retiró a los gritos de: -¡Viva el valiente capitán de la Covadonga!”.
Y ese, era Carlos Condell de la Haza.
Salir de la ratonera
Apenas cuatro días antes de esa visita a la señora Lemus, llegaron a la zona central los primeros detalles acerca de los combates navales del 21 de mayo. En esa jornada los viejos buques chilenos que mantenían el bloqueo en el puerto de Iquique, la corbeta Esmeralda y la goleta Covadonga (además del vapor Lamar que era usado como depósito de carbón), debieron hacer frente a dos enemigos formidables que los superaban en poderío: el monitor Huáscar y la fragata blindada Independencia.
Esa mañana era la Covadonga la que estaba a cargo de la ronda por la bahía, mientras la Esmeralda permanecía en el fondeadero, frente al puerto. Cuando se disipó la habitual camanchaca, fue un vigía de dicha nave el que avistó a los barcos peruanos y lanzó el grito “¡Humos al norte!”. De inmediato, el oficial de guardia le avisó al capitán Condell, quien dormía. Se vistió rápidamente, subió al puente del barco y con los anteojos lo comprobó. Se hizo sonar zafarrancho de combate. Los dos monstruos de acero se dirigían hacia ellos.
La situación era grave. Se suponía que en ese momento la escuadra chilena navegaba en dirección al Callao, el principal puerto peruano, para combatir ahí. Pero desde que el Almirante Juan Williams Rebolledo dejó Iquique con el resto de los buques días antes, no habían tenido noticias. Que aparecieran los barcos enemigos, encima los más poderosos que disponían, era una mala señal. En el peor de los casos, calculó Condell, las dos maltrechas naves nacionales eran la retaguardia de una escuadra derrotada.
Como Arturo Prat, el capitán de la Esmeralda, era el que estaba a cargo del bloqueo, Condell decidió acercarse a recibir instrucciones. “Seguir mis aguas, cuidar los fondos, tratar de que las balas enemigas que no nos acierten, caigan sobre la población”, fue la orden según el relato del tripulante de la Covadonga, Arturo Olid, quien estaba embarcado con 14 años.
Los capitanes terminaban de hablar cuando un fuerte estampido agitó las pacíficas aguas del océano. Una granada explotó entre las añosas embarcaciones chilenas. El combate comenzaba. En ese punto, Prat y Condell se despidieron rápidamente. No lo sabían, pero era la última vez que se hablaban.
Mientras la Esmeralda con sus viejas y averiadas calderas casi no podía moverse, la Covadonga se aprestó a dejar la bahía de Iquique. En ese momento, un disparo del Huáscar le atravesó el casco (armazón) de lado a lado. La maderas crujieron. Se abrió una vía de agua y rápidamente los marineros la taparon como pudieron con colchonetas, lonas y estopa, pero el mar comenzó a colarse.
El primer impacto sorprendió al cirujano Pedro Videla -un joven de 25 años que solo dos meses antes había terminado sus estudios de medicina en la Universidad de Chile- mientras bajaba hacia la enfermería del buque. La bala le rebanó los pies. Entre el movimiento y el zigzagueo de las municiones, sus compañeros lograron llevarlo a un camarote. Malherido y con intenso dolor, Videla soportó todo el combate posterior, pero falleció horas después.
La situación se hizo crítica. Desde el muelle salieron botes cargados con tropas de la guarnición peruana, quienes dispararon sus fusiles hacia la Covadonga. La fragata Independencia comenzó a perseguir al barco chileno mientras le descargaba con furia su artillería. Con todo, la goleta logró salir del lugar y rápidamente enfiló hacia el sur, pegado a la costa.
“Vista la superioridad del enemigo, así como también la treintena de botes que se destacaban desde la playa en auxilio de nuestros enemigos, y comprendiendo que por más esfuerzos que hiciéramos dentro del puerto nos era difícil, sino imposible, vencer o escapar a un enemigo diez veces más poderoso que nosotros, resolví poner proa al sur, acercándome lo más posible a tierra”, detalla Condell en su parte sobre el combate, del 27 de mayo.
“Condell estaba súper al tanto de que las máquinas de la Esmeralda estaban malas y que esta no podría salir de la bahía por sus propios medios -explica a Culto el investigador histórico militar, Rafael Mellafe-. Entonces se dio cuenta que quedarse ahí era encerrarse en una ratonera, no tenía opción”.
Mellafe agrega que la retirada de Condell se ajustó a los reglamentos y disposiciones de la marina, por ello no se le puede considerar una huida o fuga. “Está en una ordenanza que llama la Orden Granadina -explica-. Es un compendio de un montón de normas militares españolas del siglo XIX. Tiene una parte donde habla de los comandantes de unidades terrestres y navales y cuales son sus obligaciones para con sus subordinados”.
“Hay que recordar que la primera responsabilidad que tiene el comandante de un buque es por su barco y la tripulación -agrega-. Su primera prioridad es rescatar la nave. Entonces actuó amparado por los reglamentos: decidió que el buque no podía presentar batalla en esas condiciones”.
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Fue en las aguas de la apacible localidad de Papudo, por entonces una pequeña localidad con solo unas cuantas chozas, en que la Covadonga cruzó sus destinos con la marina chilena. El 26 de noviembre de 1865, fue capturada en una escaramuza durante la guerra que Chile (junto a Perú, Bolivia y Ecuador) mantenía con España, por su ocupación de las peruanas islas Chincha.
Construido en 1859 con el nombre de Virgen de Covadonga, en principio la goleta (un pequeño buque de dos o tres mástiles) se destinó como correo. Luego sirvió en el Pacífico, donde fue batida por el entonces capitán Juan Williams Rebolledo, curiosamente, al mando de la corbeta Esmeralda, la misma que se hundirá en Iquique años más tarde. Para acercarse, Williams Rebolledo ondeó una bandera inglesa. Una vez colocado a la par con el barco español, cambió a la enseña de la estrella solitaria y le disparó con todo lo que tenía.
Al enterarse de la captura de la Covadonga por parte de un país pequeño que en esos días apenas tenía fuerza naval, el Almirante José Manuel Pareja -a cargo de la escuadra hispana- se suicidó. Él, un hombre de honor, simplemente no soportó la humillación. Como una ironía del destino, su padre, el brigadier Antonio Pareja, había muerto en Chile durante la guerra de independencia en 1813.
Una vez incorporada a la escuadra chilena, quedó en claro que la Covadonga ofrecía un poder de fuego muy escaso. Para la Guerra del Pacífico solo tenía una batería de dos cañones, para hacer frente a la Independencia que tenía 12 -seis por cada banda- más uno de 150 libras en su proa. Además, el buque peruano era más veloz, al navegar a 14 millas por hora, a contrapelo de las 5 que daba, a toda potencia, su rival. Era una contienda desigual.
“¡Aquí se fregaron!”
Una vez que la Covadonga cruzó la Isla Serrano para tomar rumbo hacia el sur, sus marinos divisaron por última vez a la Esmeralda. “En esos precisos momentos disparaba sobre el Huáscar su primera andanada de proyectiles -escribe Arturo Olid-. El humo en que se vio envuelta la Esmeralda durante ese instante nos hizo creer que había volado su santabárbara (depósito de armas y municiones)”. En rigor, el buque de Prat resistió durante cuatro horas antes de ser hundido en las aguas del Pacífico.
Mientras navegaba pegado a la costa, la goleta recibió algunos impactos desde la Independencia, los que provocaron daños en su estructura. Además, la tripulación intentaba controlar la salida de agua causada por el disparo del Huáscar que amenazaba con hundir al barco. Encima, pasada la isla Serrano, la guarnición peruana apostada en la zona del Molle volvió a disparar sobre la vieja embarcación de madera. La situación era difícil.
Pese a los daños, los tiros de la Independencia no eran certeros. En su parte sobre el enfrentamiento, el capitán peruano Juan Guillermo Moore explica que “toda la tripulación era nueva” y que por tal razón sus disparos “eran inciertos” por “la falta de ejercicio”.
Desesperado, el comandante peruano decidió jugar una última carta: hundir a la Covadonga con el espolón.
“El ataque del espolón era muy común en la época de los griegos -explica Rafael Mellafe-. Pero en el siglo XIX su uso era súper complicado porque los navíos tendían a resbalar y hacerse daño entre ellos. Golpear a otra nave va a hacer que la tuya también sufra daño, hay que pensar que se lleva una masa de 2.000 toneladas a 12 kilómetros por hora. Entonces no era una medida tan popular en ese tiempo”.
¿Por qué entonces, el comandante Miguel Grau decidió atacar con el espolón a la Esmeralda en iquique? “Porque la Esmeralda se había puesto en una posición cercana a la playa, entonces los disparos podían caer en la población”, explica Mellafe.
Sin embargo, aunque intentó embestir en dos ocasiones, la Independencia no pudo espolonear la Covadonga, debido al bajo fondo en que se movía esta cerca de la costa. Además, tampoco pudo disparar su cañón de 150 libras, porque desde el buque chileno lograron neutralizar a los artilleros que se acercaban. En esa labor destacaron el teniente Manuel Orella, el sargento Ramón Olave y el marinero Juan Bravo, a quien algunas fuentes le aseguran un orígen mapuche (su apellido original sería Millacura).
Sobre este último personaje, que habría participado en el combate solo con 14 años, todavía existe algo de misterio. “Existe una partida de nacimiento de una persona que se llama Juan Bravo que se enlista en la Armada, entonces hay toda una discusión sobre eso”, explica Rafael Mellafe.
Cuando las naves se acercaban a los bajos de Punta Gruesa, Moore decidió embestir por tercera vez a la Covadonga. Gracias a su mayor velocidad, la tenía a no menos de 100 metros. Según narra Gonzalo Bulnes en su clásico libro Guerra del Pacífico (Editorial del Pacífico, 1979), fue en ese momento cuando Condell decidió pasar por encima de los arrecifes. El barco rechinó al tocar el fondo. “¡Aquí se fregaron!”, exclamó el capitán, según detalla Bulnes.
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La única observación negativa en la hoja de vida de Arturo Prat durante su época de estudiante en la Escuela Naval, es una pelea a combos con un compañero. El “otro” era un chico rubio y bromista, hijo de padre escocés y madre peruana: Carlos Condell. Este incidente, de alguna manera resume el carácter de ambos marinos. “Le tuvo que haber dicho algo muy fuerte para sacarlo de sus casillas, porque Prat era más bien retraído, reservado, muy poco dado a la cosa más física”, explica Rafael Mellafe.
Condell, por el contrario, tenía un carácter impulsivo y no trepidaba en tomar riesgos. “Era un tipo bastante desordenado -explica Mellafe-. Estaba considerado en la Armada un capitán llevado a sus ideas y poco dado a la disciplina. Por esa razón es que Juan Williams lo deja en Iquique y no lo lleva a su expedición fallida al Callao”.
“El comandante Condell tenía un carácter sumamente impetuoso -detalla Olid en su crónica- le agradaban las situaciones difíciles; buscaba el peligro y la lucha no solamente para caer combatiendo como un héroe, sino también para caer arrastrando en lo posible a su enemigo en la caída”.
En la Armada integró el llamado “curso de los héroes”, pues en su promoción estaban futuros oficiales como Luis Uribe, Juan José Latorre, y el mencionado Arturo Prat. Junto a los dos últimos, participó en la captura de la Covadonga en 1865.
Su familia tenía un vínculo con el mar. El padre era marino mercante y en la familia de la madre había oficiales navales que sirvieron en la marina del Perú durante la Guerra del Pacífico. “En la Independencia iban el Teniente 2º Alfredo de la Haza y el guardiamarina Arturo de la Haza, primos hermanos de Carlos Condell. Y él estaba al tanto de eso”, explica Mellafe.
No fueron los únicos casos de lazos familiares chileno-peruanos durante el conflicto. “Miguel Grau era concuñado con el capitán chileno Óscar Viel; el hermano mayor de Juan José Latorre vivía en Perú y era comandante de artillería”.
La gloria del “hijo del mar”
“En este instante y cuando tocaba con el ariete a la Covadonga, se sintió una gran choque y quedó detenida la fragata -escribe el comandante peruano Moore en su reporte-. El golpe había sido sobre una roca que no está marcada en la carta [de navegación], pues se encuentra al norte del último bajo que aparece en ella”.
Sin embargo, Mellafe asegura que las cartas de la época no eran del todo exactas. Y aunque, efectivamente, no tenían marcadas los bajíos, estos se aprecian a simple vista: “Son unos rompientes y puedes ver que la ola tiene un cambio. Ahora, Condell se arriesgó a pasar porque tomó la ola en subida y además sabía que el calado de su nave era menor que el de la Independencia. Fue una maniobra totalmente pensada. Reafirma su imagen de alguien más arriesgado de lo normal: se tiró nomás y pasó”. Era apostar el todo o nada.
Una vez encallada la Independencia, la Covadonga giró y le disparó con sus cañones. “La nave peruana estaba con la bandera izada, lo que significaba que todavía estaban en combate”, explica Mellafe. En ese momento las versiones de los partes son contradictorias: Condell asegura que Moore se rindió; este dice que no lo hizo y que aunque la bandera se cayó a causa de un disparo, mandó a colocar otra.
Al poco rato, Condell reconoció la humeante estela del Huáscar acercándose al lugar, y con ello dedujo el resultado del combate en Iquique. Además, sabía que el monitor tenía más velocidad que su vieja goleta, por lo que decidió escapar. Por la noche llegó a Tocopilla. Según Gonzalo Bulnes, el jefe de la guarnición local casi lo atacó pues “le había tomado por enemigo”. Al día siguiente, el barco fue remolcado hasta Antofagasta. “Estaba haciendo agua por todos lados, quedó en muy mal estado”, asegura Mellafe.
En ese puerto, fueron los tripulantes del transporte Lamar los que comunicaron la noticia de lo sucedido en Iquique. Desde la ciudad se enviaron las primeras informaciones. “Según conjeturas fundadas, Independencia varó en Punta Gruesa, persiguiendo Covadonga que volvió rompiendo fuego sin respuesta. Esmeralda entre tanto combatía en el puerto con el Huáscar cuyas punterías eran poco certeras”, rezaba el parte que publicó el periódico El Ferrocarril el 24 de mayo.
Apenas llegó al lugar, Grau no pudo dar crédito al desastre que encontró. La Independencia estaba varada. Mandó recoger a la oficialidad, mientras el resto volvió a Iquique a pie. Como acto final, se hizo quemar la nave encallada que se estaba inundando debido al desgarro de su casco con la roca.
Miguel Grau explicó el resultado del combate en una carta privada que envió al Presidente peruano Mariano Ignacio Prado, citada por el historiador Jorge Basadre en su clásico Historia de la República del Perú, “La falta de disciplina y de ejercicios de fuego en la ya mencionada fragata (Independencia) ha sido la verdadera causa de su pérdida, esta es la pura verdad como le será fácil a Ud. poder corroborar si se informa privadamente de todo lo que ha pasado en ese buque desde antes del combate y después de él”.
A Moore la pérdida de la nave le costó el puesto. Peor aún; no se le permitió el mando de ningún buque. Pero él se obsesionó con la idea de redimir su imagen al costo de la vida. Se quedó en Arica y se ofreció como voluntario en el ejército en la defensa de la ciudad, en junio de 1880. El coronel Francisco Bolognesi le tenía estima así que le asignó un puesto a cargo de la artillería. Ahí, durante la toma del morro, una bala acabó con el desdichado marino.
Por su lado, Condell fue recibido como un héroe. Se le hicieron comidas, misas y recepciones en su honor. Desde las páginas de El Ferrocarril se ensalzó su figura: “Es esencialmente un hombre de acción, es un navegante, es un artillero, es un hijo del mar”. Durante el resto del conflicto comandará la Magallanes y el Huáscar, e incluso el blindado Blanco Encalada. Pero tras la guerra, enferma. “Se fue debilitando. No se sabe si fue un cáncer o una enfermedad hepática”, explica Mellafe. Murió en Quilpué en 1887.
Aunque en el momento la figura del comandante de la Covadonga fue destacada, finalmente quedó en un segundo plano. “La prensa de la época tuvo una gran labor al ensalzar a Prat, pero eso opacó lo que hizo Condell”, agrega Mellafe.
De todas formas, las acciones de Iquique permitieron afianzar la popularidad del conflicto entre la población. Según El Ferrocarril, al conocerse la noticia en Santiago, en muchas casas “se encendieron espontáneamente gran número de luminarias e izaron la bandera nacional”.
Ese 21 de mayo la marina peruana perdió uno de sus mejores buques, y Chile, uno de los peores. Pero a la hora de su proyección en el resto del conflicto, Mellafe prefiere la cautela. “La victoria en Punta Gruesa condiciona el desarrollo del resto de la Campaña Naval, pero no es determinante en el triunfo de Chile en la Guerra del Pacífico. Las guerras no se ganan por tener el control de la ruta marítima o del espacio aéreo, ayudan, pero es el Ejército el que conquista el espacio terrestre y determina la victoria”.
Para el historiador Jorge Basadre, en esa jornada, Chile “tonificó su espíritu patriótico con el heroísmo de Prat y sus compañeros. El Perú perdió el primer barco de la escuadra, la fragata de 2004 toneladas mejor que el Huáscar como que había costado dos veces más”.
La Covadonga también acabó sus días en el lecho del Pacífico. Fue en septiembre de 1880 en Chancay, una playa de la costa peruana. Una bomba instalada dentro de un bote tomado por la tripulación, explotó al ser izado hacia el buque. Acaso conscientes de su valor, a los pocos años bajaron los primeros buzos a recoger objetos y recuerdos de su época más gloriosa, cuando logró, a punta de una apuesta arriesgada, sortear el amargor de la derrota y la muerte.