Innerspeaker de Tame Impala: la música boca arriba
El álbum debut del proyecto de Kevin Parker -lanzado en mayo de 2010-, ganó atención por su refrescante tratamiento de los códigos del rock. Pero ese lugar de punta de lanza del revival pscodélico no pareció acomodar a su creador. En realidad, se trató de una aproximación personal a una era que aportó la expansión como lema, pero que el de Australia dotó de una vitalidad propia merced a una inquietud constante por el sonido.
En sus días de estudiante de astronomía, a Kevin Parker -la mente tras Tame Impala- le gustaba la idea de encontrar estrellas que estuvieran a la misma cantidad de años luz que su edad. “Significa que la estaba viendo como cuando nací”, le dijo a Rolling Stone en 2019. De alguna manera, la conciencia del tiempo y la búsqueda de una sensación de intimidad son ideas que cruzan la trayectoria vital de un músico que hizo de su primer álbum, Innerspeaker (2010), un retrato sonoro de sus obsesiones. A una década de su lanzamiento, su impacto parece crecer como una supernova.
Grabado por Parker en una casa de playa entre junio y agosto de 2009, se trata de un trabajo de sonoridad expansiva, que en su minuto fue celebrado por su fibra más retro. “Se esfuerzan constantemente por levantar el puente levadizo y llevarnos de vuelta a una belle epoque medio imaginada que terminó demasiado pronto para los pelos largos de sus años delgados”, escribió NME haciendo referencia a que sus guitarras bañadas en fuzz, las notas largas y sus texturas difusas remitían a los pasajes de la Jimi Hendrix Experience o a la ensoñación de los Kinks más ácidos.
Pero al músico la relación con lo retro le resulta el rincón menos interesante de su propuesta. “Fue desalentador la forma en que la gente solo escuchaba la cosa de los años sesenta”, le dijo a Pitchfork. “Una de las intenciones básicas de Innerspeaker fue hacer algo así como un álbum electrónico”.
Y aunque Parker ha mencionado su gusto por Supertramp, Jefferson Airplane o los Beatles, en realidad el universo de Innerspeaker parece más amplio. Es cierto que están los riffs cargados de fuzz que acarician la fibra stoner, como en “Desire Be Desire Go”, o los largos fills de batería en “Lucidity” que invitan a pensar en una refrescante reversión del lenguaje de la psicodelia. Pero en realidad, hay que escuchar un poco más. Sentarse a escucharlo en un ejercicio similar al mirar las estrellas y apreciar en cada detalle sonoro una constelación que aparece fulgurante para el oyente.
La clave de Innerspeaker es que todo aquello que suena como a potencial retro en realidad mira hacia el presente. Elude las estructuras convencionales derivadas del blues, al estilo de Black Keys, o las letanías sonoras de Black Angels, que bien pueden ser considerados contemporáneos en la exploración sónica de ciertas trazas sonoras del pasado, pero que no pueden estar más lejos. A un par de planetas, al menos.
De alguna forma, como lo hacía en la Universidad, el australiano mira tiempos pretéritos con la inquietud del presente. Buscando un repertorio de trucos para usar, no para copiar. Los fraseos paneados en el umbral estéreo de “Why won’t you make up your mind?”, que fácilmente se pueden escuchar en discos añosos como Electric Ladyland, acá suenan coherentes, cobran sentido a medida que se funden con la melodía repetitiva y la batería martilleante.
Es que ante todo, Parker es un obsesivo del estudio de grabación casero. Nada raro en alguien que de adolescente aprendió el arte de las perillas manipulando cintas y equipos. Su padre, Jerry, comprendió rápidamente el interés y le regaló una grabadora de ocho pistas.
Esa inclinación por trabajar como un artesano del sonido explica su preferencia por los remixes (como “Gotta Get a Grip” que trabajó para Mick Jagger, uno que tiene sentido de la oportunidad). Al año de lanzado, fue posible acceder a los lados B y algunas remezclas de Innerspeaker en que se extrajeron ciertos cruces que tenía en potencia. Erol Alkan acabó por definir la onda pistera de “Why won’t you make up your mind?”, mientras que Canyons transformó “Solitude is Bliss” en una pista de vocación indie perfecta para un lounge de Barrio Italia.
En su libro Retromania (Caja Negra, 2012), Simon Reynolds cita a la teórica Svetlana Boym en su taxonomía de la nostalgia. Esta puede ser restauradora o reflexiva; la primera supone una idea del tiempo pasado como superior que se debe restaurar en el presente, es decir tiene un cierto sentido colectivo. Mientras la segunda, trata sobre el regocijo individual de una era, que se entiende, ya pasó. Tame Impala, estaría dentro de este segundo grupo.
Innerspeaker no es álbum de sencillos. A diferencia del excelente Total Life Forever de Foals (lanzado exactamente once días antes, el mismo año), que es ante todo una colección de canciones extendidas sobre diferentes territorios compositivos, este álbum funciona como una gran pieza que se desgrana poco a poco. Es posible recorrer sus paisajes más lisérgicos en “Jeremy’s Strom” o perderse en la electro-progresiva “Runaway Houses City Clouds”, y pasar casi sin percatarse hasta “I don’t really mind”. En una era en que el single se impone como formato, no es una cosa menor.
Como un efecto colateral, reservado a los buenos discos, gracias a Innerspeaker se prestó atención a un grupo de sujetos que veían en la exploración sónica una posibilidad para ir un poco más allá. En la fila estaban Pond, Sunbeam Sound Machine, Melody’s Echo Chamber, Bike, King Gizzard & The Lizard Wizard, Boogarins, L’Eclair, Unknown Mortal Orchestra, Mild High Club, entre varios otros que aportaron su propia aproximación a una idea de expandir las posibilidades del rock. Posiblemente, en intención, ello los emparentó con la era más sofisticada de los Beatles o los Beach Boys. Pero, como Parker, solo estaban mirando la estrella hasta el minuto de su propio nacimiento.
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