The Social Network: crónica de una perfecta infamia
La película de David Fincher estrenada en 2010 es un ejemplo perfecto de lo que mejor hace el realizador de Los siete pecados capitales: artefactos visuales habitados por la perversidad en todas sus magníficas variedades.
A veces la forma no deja ver el contenido. Es lo que suele pasar con realizadores brillantes en su despliegue técnico y perfeccionistas en cada toma. Por cada nueve de ellos suele haber uno con talento y el resto es parte del personal de prestidigitadores profesionales del cine. Orson Welles fue uno de aquellos autores que unía fondo y forma como nadie. Stanley Kubrick también. Probablemente también lo es Christopher Nolan y ciertamente hay algunos como Paolo Sorrentino (La grande bellezza) que hace tiempo sólo se quedaron con la cáscara.
En nuestros tiempos, David Fincher es un ejemplo clásico del perfeccionista formal con la suficiente sensibilidad como para llenar sus opulentos trabajos artísticos. Cada película del cineasta nacido en Denver en 1962 es un regalo a los sentidos, pero al mismo tiempo es un golpe a la moral. A excepción de la melancólica El curioso caso de Benjamin Button (2008), sus películas están pobladas de personajes fallidos, distorsionados, fatídicos.
Es precisamente ese contenido oscuro y viscoso, incómodo y brutal, el que David Fincher nos presenta a través de sus cuidados artefactos cinematográficos. A veces, para poder hablar de las bajezas humanas, hay que hacerlo con buenos modales. O lo que es lo mismo: para mostrarle la perversión al gran público, hay que enganchar con la mejor técnica. Es lo que solía hacer Alfred Hitchcock en cada una de sus películas, a las que él llamaba, deliciosamente, “trozos de pastel”.
David Fincher, que ha citado más de una vez al realizador de Vértigo, como una de sus influencias definitivas no está lejos de eso. Mejor dicho, está en lo mismo. Juega en las mismas ligas del perfeccionismo al servicio de las taras humanas.
Sin ser un realizador particularmente comunicativo con los medios ni amigo de la publicidad extra (cuestión que no comparte con Hitchcock), Fincher muestra de vez en cuando un flanco que nos permite saber hacia dónde va su espíritu. Sólo hay que bucear, rastrear y dar en el clavo. Por ejemplo, escuchar algún comentario en off de sus propias películas. En uno de ellos, en el de La chica del dragón tatuado (2011), dice algo que puede ser un buen lema, un mantra, una broma o una llave maestra de sus intereses: “Pienso que las personas son perversas. Siempre he creído lo mismo. Es la base de mi carrera”.
Preferimos la opción de llave de su espíritu. Es la mejor manera para comprender porque hace diez años hizo la película The Social Network (2010), un testamento sobre la generación de geniecillos nacidos en el Estados Unidos ochentero de Ronald Reagan. Su héroe, o mejor dicho su antihéroes es Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, la madre de todas las redes sociales. Las mismas redes sociales que le permiten hoy al mundo sobrevivir o malvivir en pandemia.
Los chismes de Harvard
Con guión del experto Aaron Sorkin (creador de la serie The west wing, entre otros valiosos hits), The Social Network es la crónica de una infamia. Su protagonista, como lo era John Doe (Kevin Spacey) en Los siete pecados capitales (1995), tiene un plan que choca contra los límites establecidos por el mundo que habita. En el ya clásico largometraje de los años 90 nos enfrentábamos a un psicópata que parecía sacado de las profundidades del infierno. En la pulcra producción del 2010 hay un estudiante que quiere dejar Harvard y montar ya su empresa. Para eso viola los códigos éticos de la comunidad, hackea cuentas y se roba las fotos de las chicas del campus. Las pone en Internet e inaugura una red social.
No deja de ser paradójico que una instancia de socialización como Facebook haya sido creada por un muchacho que básicamente no tenía demasiado tacto en las comunicaciones humanas. Es más, Facebook nació como la respuesta cibernética a un fracaso romántico: Mark Zuckerberg (interpretado en forma impecable por Jesse Eisenberg) es abandonado en vivo y en directo por Erica Albright (Rooney Mara) y la respuesta es vengarse a través de los computadores. Según Fincher y su guionista, Zuckerberg es incapaz de asimilar las relaciones humanas en carne y hueso. Por eso sale del entuerto a través de lo que mejor sabe hacer: los algoritmos, las máquinas, las redes virtuales.
Pero también sabe hacer otras cosas. Sabe, por ejemplo, establecer un buen negocio. Y eso, en el mundo amoral de Zuckerberg, significa desplazarse entre sus amistades cuál vampiro en la noche transilvana: absorbiendo sangre, pero en la forma de ideas, de emprendimientos ajenos y también de dinero de otros. Es así como engaña a los gemelos Winklevoss (Armie Hammer), embauca al joven financista Eduardo Saverin (Andrew Garfield) y se sirve del naciente Napster de Sean Parker (Justin Timberlake).
A la larga, ya lo sabe el mundo, el nombre de Mark Zuckerberg se transformó en una marca registrada y sus famosos amigos de entonces se transformaron en pies de página de su propia biografía. A pesar de las libertades de la ficcionalización, es probable que la película de Fincher haya sido más certera de lo que se cree. Zuckerberg nunca llegó a ningún tribunal para denunciar su asalto a la moral o a las buenas costumbres. ¿Después de todo, de qué moral estaríamos hablando? Simplemente no hay. Lo único que esta gran película y gran trozo de torta nos trae es perversidad. El plato preferido de David Fincher.
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