James Baldwin lo dijo primero: “El mundo ya no es blanco”

James Baldwin

Son días para empezar y terminar de un tirón su indispensable y tierna novela El blues de Beale Street, un clásico del siglo XX.


En una entrevista televisiva que ha circulado estos días a propósito del asesinato de George Floyd, el escritor afroamericano James Baldwin (1924-1987), con su habitual ritmo acelerado al hablar que sabía combinar con acentuadas pausas elocuentes como palabras, fue categórico y pesimista acerca del racismo intrínseco en los Estados Unidos: “Nací aquí hace más de 60 años. No voy a vivir otros 60. Ustedes siempre dijeron que iba a tomar tiempo… tomó el tiempo de mi padre, el tiempo de mi tío, de mis hermanos, de mis hermanas, de mis sobrinas y mis sobrinos. ¿Cuánto tiempo más quieren para su progreso?”. Negro, de origen pobre, gay, exiliado, escritor, histriónico, contradictorio (podía ser encantador con los blancos y por eso mismo fue visto con cierto recelo por su propia comunidad), excedido en el alcohol, dejado consigo mismo a veces llevado por su afición la vida nocturna, consiguió en sus novelas, en sus agudos ensayos y en declaraciones como la citada, recoger un sentir colectivo que lo ubicó entre los más emblemáticos intelectuales negros en la lucha por los derechos civiles. Leer a Baldwin hoy, a más de 30 años de su muerte, esclarece desde de dónde vienen el supremacismo blanco de Trump, o lo que hay detrás de Black Lives Matter (movimiento que se hizo conocido por los disturbios en Ferguson) hasta la crisis de los últimos días. Como en esta cita: “Ser negro en este país y ser relativamente consciente es tener rabia casi todo el tiempo”. Pero en la senda de Martin Luther King, Baldwin nunca actuó su rabia; predicaba el amor.

James Baldwin

Son días para empezar y terminar de un tirón su indispensable y tierna novela El blues de Beale Street (Random House), un clásico del siglo XX. Baldwin tiene el don extraordinario (debe ser su histrionismo, o directamente su voz interior) para escribir con delicadeza, candor y credibilidad, en primera persona femenina. Tish de 19 años está enamorada y embarazada de un joven acusado injustamente de violación por un policía que se ensaña con él. El propio Baldwin vivió esta situación en Harlem cuando un policía lo atacó y dejó tirado en el suelo; a sus tan solo diez años su color de piel ya era una amenaza. Y más tarde vio morir a dos jóvenes a manos de la policía: “estaba absolutamente claro que la policía podía abatirte y tomarte mientras pudieran salirse con la suya”. El blues… es sobre todo el intento desesperado por liberar a un inocente. Y es este terrible impulso —apoyado en un suspenso trepidante radicado en la habilidad de Baldwin para la intensidad— su mayor logro, que a diferencia de gran parte de su pensamiento es una obra más bien optimista, no obstante es representativa del intrínseco ensañamiento policial; el joven es perseguido por un policía sin otra razón que la de demostrar superioridad. “La muerte siempre acechaba a los chicos de nuestra edad”, escribe en la novela, y también: “no creo que haya un solo blanco en este país que no necesite oír quejarse a un negro para que se le ponga tiesa” o como dice el padre de Tish “ya hace demasiado tiempo están matando a nuestros hijos”. Publicada por primera vez en 1974, es también una historia sensual, del amor más puro y de las diferencias entre hombres y mujeres en su intento por sobrevivir con el color de su piel. La obra, tiene una verdadera banda sonora, Marvin Gaye, Aretha Franklin y John Coltrane.

Marginado desde un principio, hijo ilegítimo (nunca conoció a su padre biológico), James Baldwin nació rodeado de la pobreza del Harlem. Su madre trabajaba como mujer de la limpieza hasta que conoció al predicador David Baldwin quien adoptó a James a los tres años de edad. Mientras la mamá adquiría “el misterioso y desesperante hábito de tener hijos”, James fue el primero de nueve, el padrastro “un recto en el púlpito y un monstruo en la casa”, se empeñó en enseñarle la biblia. Entre las ratas, los asesinatos en la avenida Lenox y las prostitutas que vivían bajo su departamento, a los doce ya había leído, para evadir, decenas de veces La cabaña del Tío Tom (que más tarde destrozaría por sensiblero, insípido y mal escrito) e Historia de dos ciudades mientras se ocupaba con la otra mano de tomar a alguno de sus hermanos a medida que iban naciendo. Leía de todo, menos la Biblia que era el único libro al que lo obligaban. Su facilidad para contar historias fue animada por una de sus profesoras que lo llevaba a ver teatro. Era considerado rápido y mordaz con la palabra.

“La historia de mi infancia es la típica fantasía de lo miserable, y la podemos descartar con la estricta observación que ciertamente no consideraría vivirla de nuevo”, cuenta en su breve ensayo “Notas autobiográficas” en Notas de un Hijo nativo. En la secundaria entró a un colegio mixto, pero a medida que hacía amigos blancos su padrastro lo advertía que nunca le permitirían escalar a su nivel, y que debía tenerlos lo más lejos posible. “Yo no lo sentía así y ciertamente, en mi inocencia, nunca lo haría”. Este lugar inferior en que lo situaba el padre constituiría el origen de su fortaleza y siempre buscaría estar rodeado de blancos. Desde la secundaria, en que se haría amigo del futuro escritor Emile Capouya y del futuro editor Sol Stein. Aún así, a los catorce, en lugar de seguir escribiendo, cedió a la presión del padrastro y se convirtió en un predicador, hasta los diecisiete cuando se salió y empezó a escribir una novela sobre su él y padre. Poco después no pudo más, se fue de la casa y se instaló en el Village entre artistas, donde empezó una vida bohemia, aunque con sus trabajos en una planta de defensa en New Jersey y luego en el distrito de la carne seguiría ayudando a su familia.

Fue Richard Wright, autor de Hijo nativo, a quien más tarde criticaría sin piedad por esta obra, el que tras conocer su talento lo invitó a su casa en Brooklyn y con una botella de bourbon decidieron cómo haría para terminar su novela. Wright le encontró un editor y una beca. En este tiempo avanzó escribiendo pero sin terminar, hasta que la beca se acabó, para luego mantenerse como mesero, escribiendo historias cortas y agudas reseñas literarias solo sobre autores afroamericanos, como le exigían sus editores blancos a los que odiaba por que asumían que el color de su piel lo convertía automáticamente en un experto. Fue una época llena de contradicciones, de la que despertó para intentar encontrar su propia voz: “Sé, en cualquier caso, que el tiempo más crucial en mi vida fue cuando tuve que reconocer forzadamente de que era algo así como un bastardo de Occidente; cuando seguía la línea de mi pasado no me encontraba en Europa sino que en África, y esto significaba de una manera sutil, en un modo profundo que hacia Shakespeare, Bach, Rembrant, las piedras de París, la catedral en Chartes, y al Empire State Building iba a tener una actitud especial. No eran realmente mis creaciones, no contenían mi historia”.

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Fue un episodio traumático lo llevó a dejar todo: al entrar a un bar prohibido para negros y la mesera le pidió que saliera, lleno de rabia, Baldwin se le acercó para intentar tomarla del cuello, pero finalmente solo reventó un vaso contra la pared. Asustado de lo que pudo haber hecho, embaló sus cosas y partió a París con tan solo cuarenta dólares en el bolsillo. Allí lo recibió Wright, ese mismo día de su llegada, almorzando en el Les deux Magots. Su padrastro había muerto y su madre lo torturaba por la situación en que dejaba a sus hermanos. Pero no quiso volver ni tampoco avisar que se iba. Pese a su deuda con Wright, lo primero que hizo en París fue un artículo para la revista Zero (recogido en el libro de ensayos Notas sobre Hijo nativo) en el que destrozó la novela Hijo nativo de Richard Wright porque antihéroe Bigger Thomas, un veinteañero, viola y asesina solamente empujado por estigmatización blanca. La comunidad intelectual negra consideró que se había pasado de la raya en su crítica, pero para Baldwin esta visión es el verdadero daño del que tanto les ha costado liberarse a los suyos. Los negros no son más proclives a delinquir, y el vicio es solo de los blancos: “Lo que la gente blanca no sabe de los ‘negros’ revela, precisa e inexorablemente, lo que no saben sobre ellos mismos”.

Fue alejado de todo como logró terminar y publicar su primera novela Ve y dilo en la montaña, en 1953, basada en su infancia en Harlem. Allí leyó Retrato de un artista adolescente y marcado por James Joyce decidió que él tampoco quería ser como su padre ni como el padre de su padre (el padre de David Baldwin fue esclavo en el sur). Como escribió en El blues… sobre la vida en EE.UU: “había encontrado su propio centro dentro de sí mismo; y lo demostraba. Él no era el negro de nadie. Y eso es un crimen en este país de mierda que, según dicen, es libre. Aquí uno no tiene que ser el negro de alguien. Y cuando no eres el negro de alguien eres un mal negro: eso es lo que la policía decidió cuando Fonny se mudó al centro”. (Fonny es el chico acusado de violación justo cuando se había instalado en una zona con blancos, víctima de un falso testimonio).

Aficionado a los bares, al jazz, a la noche, Baldwin muchas veces dejó estancada la escritura. Para él la única traba del escritor “era recrear el desorden de la vida dándole un orden al arte”. Se quedó ocho años en París y se fue a vivir a San Paul de Vance un pueblito en la Provenza, donde vivió Chagall, muy dedicado a viajar para escapar y experimentar la vida y conocerse a la luz de distintos lugares. En 1957 visitó Estados Unidos y conoció a los activistas Medgar Evers, Martin Luther King y Malcom X que están presentes en sus ensayos Nobody Knows My Name: More Notes of a Native Son (1961) y The First Time. En este periodo escribió La habitación de Giovanni y Another Country novelas que abordan el tabú de la homosexualidad. En 1963 estuvo en la manifestación de 250.000 personas donde Luther King pronunció su célebre discurso: “I have a dream”.

En 1948, aunque la segregación era por ley, las razones para irse de Estados Unidos eran básicamente las mismas que permiten entender por qué la golpeada situación de los afroamericanos hoy. La devastación por marginalidad de los vecinos era tal que solo podía esperarse de esos jóvenes que terminaran en la cárcel o en las drogas, escribió Baldwin. A esto se sumaba ser homosexual. En Europa todo fue distinto “nunca me sentí socialmente atacado, sino relajado, y eso me permitía ser amado”. En EE.UU. el color de piel era “una barrera entre mi ser y yo”, y el sueño americano, como escribió en La próxima vez el fuego solo podía llevarse a cabo si eras descendiente de europeos y no de africanos. La amargura del africano francés era diferente de la del estadounidense: “no es tan deslealmente probable volverse en contra de sí mismo, porque se tiene a unos pocos kilómetros de distancia una patria (África) con la que su relación, como su responsabilidad, está totalmente clara”. En Estados Unidos en cambio, el afroamericano está fuera de lugar: porque para no caer con ellos, hay que alejarse de los pares, estando ya lejos de sus propios orígenes y creencias.

Baldwin murió de cáncer al esófago a los sesenta y tres años, en 1987, dejando inconcluso el ensayo Remember this house sobre la vida, obra y asesinatos de Luther King, Medgar Evers y Malcom X, y del racismo en general. Proyectado primero como artículo para el New Yorker se fue alargando hasta tomar forma de libro, adelanto por el que McGraw-Hill pagó 200 mil dólares, y 600 mil si lo entregaba, la mayor cantidad de dinero que recibió en su vida. Al momento de morir llevaba 30 páginas sin terminar. Pero el contenido fue suficiente para dar forma al documental nominado a un Oscar en 2017, I Am not your Negro.

En una entrevista, junto a Malcom X y Martin Luther King, Baldwin expresó su desazón: “Me aterroriza la apatía moral, la muerte del corazón que está teniendo lugar en mi país”. Tal vez se refería también en cómo era tratado por estos mismos líderes que no querían verse asociados con Baldwin por su condición abiertamente homosexual. Es por eso que en la marcha de 1963 fue directamente ignorado. Al final Luther King y Malcom X lo golpearon con el peso de la religión. Pero también pensaba en un futuro distinto, justamente en estos días: “Este país va a transformarse. Y no lo hará por un acto de Dios, sino por el de todos nosotros, de ustedes y yo”. Y Escribió esta otra frase que resuena hoy contundente: “El mundo ya no es blanco, y jamás será blanco de nuevo”.

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