Columna de Héctor Soto: Más discurso que historia

5 sangres

Puede ser duro decirlo así, pero lo mejor de 5 sangres no es exactamente la película.


Son muchas las ideas que seguramente le cruzaron la cabeza a Spike Lee cuando filmaba 5 sangres. La más provocativa es que la comunidad afroamericana fue utilizada por la América blanca como carne de cañón en Vietnam para pelear una guerra que era tan inmoral como ajena. La más reiterada -y que ahora el caso de George Floyd ha vuelto a dejar en evidencia- es que Estados Unidos como nación sigue estando en deuda con esta minoría. Y la más original es que las guerras nunca terminan. De hecho la trama de esta cinta recoge la historia de cuatro amigos que vuelven a Vietnam para repatriar el cadáver de quien era el quinto compañero, el líder natural y el más querido del grupo. El problema es que como los amigos también intentan recuperar un cajón de lingotes de oro que escondieron en la selva vietnamita hace 45 años, la codicia los dividirá no obstante los continuos y aparatosos tributos que rinden a la amistad. Por lo mismo, la lógica de la guerra -la misma del pasado u otra, da igual- los volverá a atrapar.

5 sangres es una película ambiciosa. Se inscribe sobre una épica de reivindicación y revancha étnica que llega incluso a poner en duda la pertenencia de la minoría negra al proyecto histórico de los Estados Unidos. Dicho así, el planteamiento parece muy radical. Pero Spike Lee es una caldera en combustión permanente en materia de rupturas y lealtades. En él convive el patriota con el indignado, el cordero y la serpiente, el pacifismo de Martin Luther King con el violentismo de Malcolm X, el resentimiento del humillado con la soberbia de sentirse y saberse entre los mejores.

Tanto o más que ambiciosa, sin embargo, esta es una película desequilibrada. Tiene más cuento que verdad, más discurso que historia, más música que letra, más contexto que personajes entrañables. La puesta en escena, que no oculta su conexión con Apocalypse Now ni con Rambo, que no se achica ante 12 del patíbulo ni ante El tesoro de Sierra Madre, que no le teme al ridículo ni al melodrama y que, junto con rescatar el cine bélico del período clásico, se permite coquetear incluso con la comedia musical, es de una glotonería que termina devorando a sus propios personajes. Es lo que suele ocurrir cuando los cineastas se abandonan a sus propias pulsiones y pierden el sentido de las proporciones. Si no que lo diga esa galería de realizadores desmesurados que va desde Orson Welles a Michael Cimino. El viejo Gide tenía buenas razones para decir que el arte vive de coacciones y muere de libertad.

Habiéndose preocupado de muchos detalles, Spike Lee esta vez descuidó algo que era fundamental en su apuesta, los personajes. En más de un sentido, la realización les queda grande a todos ellos. Son poca cosa y ninguno es especialmente interesante. Mucho menos empático: juntos o separados lo cierto es que son un plomo. En las dos horas y media que toma este relato uno se pregunta varias veces si puede haber algo más lejano a Spike Lee que un veterano negro de Vietnam que volvió de la guerra tan traumado que ahora vota por Trump, que nunca se pone de acuerdo en si ama u odia a su hijo y que se junta con sus amigos para hacer esta regresión al pasado básicamente porque sabe que allá hay un botín que lo ha estado esperando por décadas. Sí, su cabeza se está descompensando y por eso se ha sobregirado, pero ¿qué culpa tiene el espectador? La pobreza de los caracteres se traduce en falta de compromiso emocional del cineasta con su gente y este factor al final pasa la cuenta. La película se hace larga, majadera en su tecla racista y los personajes se vuelven planos e intercambiables. Es curioso: pocas veces un director reivindicó prestigios históricos de tanto calado en su relato (Luther King, Muhammad Ali, Angela Davis, Bobby Seale, Kwame Toure…) y pocas veces también se farreó tanto a sus héroes.

Puede ser duro decirlo así, pero lo mejor de 5 sangres no es exactamente la película. Lo mejor es la indignación de Spike Lee, la impronta bíblica y mesiánica de su discurso de redención racial y, no en último lugar, el sentido homenaje que rinde al imaginario fílmico que lo formó como artista.

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