Columna de Francisco Ortega: Carlos Ruiz Zafón: Adiós al señor de los dragones
Mezclar lenguajes no era su apuesta y aquello de “prosa visual como de guión” le parecía tan detestable como la narrativa hecha para los críticos. Charles Dickens era su referente y Stephen King su modelo.
Carlos Ruiz Zafón, el escritor español que murió ayer a los 55 años, coleccionaba dragones, era lo que más le importaba. Se llevaba dragones de cada lugar del mundo: juguetes, libros, ilustraciones, lo que fuera. “Hace años debí pagar un pasaje extra en Aeroflot para traerme un Tugaryn (dragón ruso) enorme que encontré en Moscú”, me contó. No había nada más relevante para él que estos seres míticos y prefería hablar de ellos en lugar de sus más de 19 premios a nivel mundial (incluido el prestigioso British Book Awards), las decidoras cifras que lo marcaban como el escritor en español más leído y traducido desde Cervantes o la construcción literaria de Barcelona a través de sus fantasmas y leyendas.
Cuando lo conocí, en mayo de 2017, le regalé una figura de madera de la serpiente mapuche Caicai y le conté que era una especie de dragón chileno. Fue de lo único que quiso conversar. Es que para Zafón la novela era un dragón, una criatura mítica y escurridiza que había que buscar aunque uno supiera que no existía, porque lo importante era el camino, la búsqueda. Aborrecía el imperio del spoiler y las historias donde lo único que importaba era el “qué”; ese evento que hacía girar de sorpresa el relato para pegar un puñetazo efectivo pero olvidable. Lo realmente válido, insistía, era el “cómo” de las cosas, el camino y la misión, “por eso va a fallar la serie Game of Thrones, ya vas a ver, porque se concentró en el evento sorpresa”, supo adelantar.
Ruiz Zafón defendía que la novela era el género narrativo total, el que jamás iba a desaparecer o ser reemplazado. Por supuesto, las espadas iban por su lado de la cancha: la novela de historia, “hoy tan mirada en menos ante ese esnobismo académico de la mal llamada novela literaria, que debería llamarse novela donde no pasa nada y que tanto daño ha hecho a la ficción en nuestro idioma. ¡Volvamos a Cervantes al Mío Cid!”, disparaba sin sutilezas, entre teorías acerca de las diferencias anatómicas de los dragones del norte de Europa. Es que Ruiz Zafón era una tramposo. Crecido como autor de novelas infanto-juveniles, su gran éxito mundial vino tras el experimento de hacer adultos los personajes de una saga de aventuras a lo Harry Potter, El Cementerio de los Libros Olvidados. Y fue la ruta correcta. La Sombra del Viento, su bestseller absoluto, era una novela ardid, un libro para niños pero promocionado para adultos. “Finalmente las novelas absolutas son las que alguien de 8 u 88 años puede leer con el mismo placer. Historias largas donde hay que resolver un problema”, subrayaba con convicción. Su aritmética era esa, la base para una buena historia es un conflicto, también ubicarse en las antípodas de la “novela raquítica de 100 páginas”. Trabajaba como guionista por encargo en Los Angeles, donde murió, porque escribir era lo único que sabía hacer bien, pero no quería adaptar sus novelas. Mezclar lenguajes no era su apuesta y aquello de “prosa visual como de guión” le parecía tan detestable como la narrativa hecha para los críticos. Charles Dickens era su referente y Stephen King su modelo. El único galardón que tenía en su biblioteca era un enmarcado con la página de Entertainment Weekly donde King había recomendado La Sombra del Viento como la mejor novela del 2001.
Carlos Ruiz Zafón venía de una escuela anacrónica, una que de alguna manera actualizaba la tradición de la novela de folletín española, esa que Bruguera vendía en kioscos en la década de los 60 y que se seguían como hoy nos pegamos en Netflix. Su legado no estaba en la cancha de los premios celebrados en librerías de nicho, sino en la masa que se guía por la lista de más vendidos. Ruiz Zafón puso en la atención del mundo no hispano al bestseller en nuestro idioma, pavimentó una ruta en la cual autores españoles como Juan Gómez Jurado, Eva García Sáenz o Dolores Redondo han sabido caminar con pie firme: la nueva novela de aventuras en castellano, guste o no verdaderamente, está más cerca de Cervantes. Y Carlos Ruiz Zafón, aunque no lo dijera, lo tenía muy claro. En la metáfora de sus amados dragones, Tiamat la diosa reptil de cinco cabezas de la vieja Mesopotamia no sólo creó a los grandes reptiles, sino que enseñó al hombre a narrar. “¿Cómo era eso de TenTen y CaiCai?”, me pidió que le contara aquella tarde en el bar del hotel Sheraton de Santiago, cuando hablamos de dragones y de la invisible sombra del viento santiaguino.
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