El Jesse Pinkman (Aaron Paul) que escapa del cautiverio donde fue torturado apenas balbucea palabras. Manejando un Chevrolet El Camino modelo 1978, luce desaseado, psicológicamente está dañado y debe huir de la policía, por lo que evita interactuar con otras personas. El Jesse actual ya no es inocente, como lo era al comienzo de Breaking bad, aunque sigue teniendo algo de esa adorable estupidez que le hacía actuar erradamente, meterse en problemas, sacar sonrisas en el peor momento y convertirse en el personaje más entrañable de la gran serie estadounidense (fácilmente entre las tres mejores de todos los tiempos).
En El camino, la película de Netflix sobre Breaking bad, Jesse es una figura omnipresente que huye, pero no sabe hacia dónde. Debe preguntarle a otro dónde iría: no tiene novia, familia que lo quiera ni nada que lo ate a seguir en Estados Unidos, porque si se queda ahí terminará en el cárcel. Su rostro tiene marcas, sus ojos ya no son los de un inexperto, ha aprendido de quien fue su mentor, Heisenberg, sabe cómo escabullirse y a quien pedir ayuda y, pese a su contexto, guarda una cierta ética que Walt perdió en el camino.
Aún cuando el final de Breaking bad fue un portento televisivo, el escape de Jesse había quedado rondando en la mente de los seguidores de la serie. Vince Gilligan, creador del show, esta vez escribe y dirige El camino en clave de western: no hay caballos —pero para eso hay autos—, pero sí pistolas; no está el Oeste, pero las locaciones escogidas mayoritariamente parecen las de un pueblo fantasma; y, sobre todo, hay un protagonista de pocas palabras, capaz de tener más fuerza de la que aparenta y que ya no le tiene miedo a nada ni a nadie. Incluso, y no revelando partes importantes de esta película para la televisión, hay una escena brillante donde termina configurándose que aquí hay un western encubierto, con todo lo que eso implica, incluyendo escenas de acción, persecuciones y muertos.
Pero el género no debe llevar a equívocos: aunque el telefilme se enfoca en la huida de Jesse, lo que conlleva a que el protagonista se convierta en un vaquero veloz, la mitad de la historia tiene silencios, al estilo de lo que era Breaking bad, donde siempre se justifican esos silencios. Para quienes esperen en la cinta algo particularmente revelador o épico, no lo van a encontrar, porque Gilligan tiene un estilo para grabar o filmar donde siempre opta por el tono menor. Eso hace de El camino una película a ratos intimista, que sirve de epílogo para los fanáticos, pero que no pretende convertirse en una obra maestra. Aunque es precisamente ese tono lo que la convierte en una pequeña gran película.
Gilligan es hábil en la edición y las dos horas de metraje se pasan rápido. Los movimientos de cámara, los primeros planos e incluso una secuencia donde la pantalla hace que Jesse se multiplique por seis, mientras busca algo, hacen que El camino seduzca y la eleve por sobre lo que en manos de otro director sería solo una cinta más.
Nuevamente, y sin ánimo de spoiler, aparecen varios personajes de la serie a través de flashbacks que no son recuerdos que ya hayamos visto, sino nuevas escenas no contadas y que se grabaron para El camino. Se trata de reencuentros realmente emotivos, especialmente hacia el final (emotivos al estilo Gilligan, se entiende), y que cierran muy satisfactoriamente todo Breaking bad. No habría razón para que tras esto haya algo nuevo que contar hacia delante, aunque sí queda un buen poco por narrar hacia atrás, y que tan magníficamente está haciendo el mismo Gilligan en Better call Saul, el mejor drama estadounidense de la actualidad.
Puede que El camino no sea lo que algunos habrían esperado —quienes no hayan visto la serie, posiblemente entenderán muy poco—, pero a cambio ofrece una narración al estilo western que es un prodigio visual, una actuación espléndida de Aaron Paul, algunas escenas para repetirse varias veces y un cierre a la altura de la gran, gran serie que la inspira.