Crónica de Gabriel Zanetti: Nueva normalidad
El pantalón de buzo, por la comodidad, se ha transformado en una especie de uniforme. El delivery en moto es algo corriente, como lo era subirse al metro o una micro.
Seis de la mañana. Me levanto incómodo porque dormí con mis dos hijas y mi esposa en una cama de dos plazas. Prefiero despertar y levantarme, el dolor de espalda también es razón, aunque me siento raramente descansado. En la cocina un vaso de agua tibia con bicarbonato y limón -dicen que es bueno para alcalinizar el cuerpo-, una tetera cargada de café en el fuego, pan en el tostador, prender la estufa, mirar por la ventana. Ya no es un hábito extraño: es la única oportunidad de estar solo un par de horas al día.
La primera parte de la cuarentena prendía la tele y anotaba toda la información que me parecía relevante en el diario de vida que escribo. Ahora, evito la televisión y pongo música, por lo general clásica o cuencos tibetanos, sonidos que me ecualizan mejor para enfrentar el día. A pesar de lo siútico que puede parecer funciona no informarse desde el minuto uno. Si no puedo escribir o leer, adelanto trabajo. Si dejamos remojando legumbres la noche anterior, las preparo y apago la música. El pito de la olla a presión es inevitable y me gusta.
Miro el teléfono, veo si hay alguien. Por lo general, tipo ocho, es con mi mamá con quien intercambio las primeras ideas de la mañana. Todas tienen que ver con noticias de familiares, medidas del gobierno o maniobras evasivas -recomendaciones musicales, memes, retomar lo conversado el día anterior-. De repente aparece una de mis hijas, luego la otra, les preparo desayuno. Comienzan a llegar mails o WhatsApp laborales. La ducha se retrasa hasta la hora de almuerzo. El pantalón de buzo, por la comodidad, se ha transformado en una especie de uniforme.
El delivery en moto es algo corriente, como lo era subirse al metro o una micro. Llega un motoboy de la antigua escuela, entra hasta el living de mi casa para comprobar las direcciones de mis encomiendas. No tengo cómo echarlo al antejardín, supera los sesenta años, de hecho se refiere a mi calle con otro nombre: “yo repartía cartas en este barrio cuando cabro”. Una vez que se va, gasto medio tarro de Lysoform, lo esparzo con soltura, seguro en otro contexto se vería extraño, inusual.
De los motoboy podría decir mucho, vienen todos los días y los conozco de cerca. Hoy descubrí una nueva especie. Fue por la tarde, cuando ya no los dejo pasar y les entrego los paquetes por la reja. El sujeto en cuestión me los recibió y me dijo “están bonitos los cactus”. Me di vuelta y noté que se refería a unos San Pedro. Volví la cara y reí. Él también. No dije nada. Luego, me dijo sonriendo “yo les saco una lonja, les echo un chorro de limón, dos minutos al microondas y pa dentro”. Otro, también se refirió a los cactus y aseguró que lo cuidaban.
El San Pedro, como en la primera juventud, en aquellos años que no teníamos que pedir permiso para salir, me hace ver cosas que no tenía en consideración. Es gratificante, y también vergonzoso, entender de golpe que detrás del sujeto que entrega nuestros requerimientos, hay una persona con su propia historia. Ha pasado otro día, ya es de noche. Sin darnos cuenta hemos superado otro día sin contagiarnos. Preparamos la comida y cenamos. Acostamos a las niñas. Compartimos uno o dos cigarros con una copa o con una taza de agua de hierbas. Pasa una persona pidiendo. Luego otra. Y otra. Quizás qué experiencia de vida llevan en su cuerpo. Damos lo que podemos. Apagamos las luces. Mi hija mayor llora sin explicación, la más chica se despierta y nos pide que durmamos juntos.
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