El oficio de escribir según Gabriel García Márquez
En El olor de la guayaba, el Nobel colombiano desgrana los secretos de su escritura en conversación con uno de sus amigos entrañables. Allí revela sus hábitos frente al teclado, los secretos de sus primeras líneas y por qué, entre asuntos como sus influencias y su repudio a la fantasía, demora tanto tiempo en pensar sus libros y tan poco en acabarlos.
El oficio
-Empecé a escribir por casualidad, quizá solo para demostrarle a un amigo que mi generación era capaz de producir escritores -cuenta Gabriel García Márquez en El olor de la guayaba (Mondadori, 2002), el libro de conversaciones junto a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, publicado originalmente en 1982-, después caí en la trampa de seguir escribiendo por gusto y luego en la otra trampa de que nada me gustaba más en el mundo que escribir.
Cercano a la intimidad del escritor, el periodista y diplomático Plinio Apuleyo Mendoza traza un retrato íntimo del Nobel colombiano desde que la United Fruit modificó la geografía de los pueblos de la costa norte del país cafetero hasta sus días de estrella de las letras.
-Cuando estaba descubriendo el oficio, era un acto alborozado, casi irresponsable. En aquella época, recuerdo, después de que terminaba mi trabajo en el periódico, hacia las dos o tres de la madrugada, era capaz de escribir cuatro, cinco, hasta diez páginas de un libro. Alguna vez, de una sola sentada, escribí un cuento.
Autor de novelas y cuentos que lo hicieron merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1982 —Pablo Neruda llegó a escribir que Cien años de soledad “es la mayor revelación en lengua española desde el Don Quijote de Cervantes”—, el colombiano también publicó guiones y se forjó como periodista elaborando crónicas y reportajes.
-Ahora —cuenta García Márquez entrados los ochenta— me considero afortunado si puedo escribir un buen párrafo en una jornada. Con el tiempo el acto de escribir se ha vuelto un sufrimiento. Me estorba, lo peor que le puede ocurrir a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, en un continente que no estaba preparado para tener escritores de éxito, es que sus libros se vendan como salchichas. Detesto convertirme en espectáculo público. Detesto la televisión, los congresos, las conferencias, las mesas redondas…
El éxito, los hábitos y un punto de partida
Dice que no le desea el éxito a nadie. Que le sucede como a los alpinistas, que se matan por llegar a la cumbre y cuando llegan, ¿qué hacen? Bajar, o tratar de bajar discretamente, con la mayor dignidad posible.
Gabriel García Márquez también ha modificado sus hábitos. De ganarse la vida como periodista de día, escribía literatura por las noches, fumando hasta cuarenta cigarrillos diarios.
-Ahora no fumo, y trabajo solo de día -relata-. De nueve a tres de la tarde, en un cuarto sin ruidos y con buena calefacción. Las voces y el frío me perturban.
Cuenta que lo más angustioso que conoce después de la claustrofobia, es la hoja en blanco.
-Pero esa angustia se acabó para mí en cuanto leí un consejo de Hemingway, en el sentido de que se debe interrumpir el trabajo solo cuando uno sabe cómo continuar al día siguiente.
¿Su punto de partida para un libro? Una imagen visual, responde.
-En otros escritores, creo, un libro nace de una idea, de un concepto. Yo siempre parto de una imagen. “La siesta del martes”, que considero mi mejor cuento, surgió de la visión de una mujer y de una niña vestidas de negro y con un paraguas negro, caminando bajo un sol ardiente en un pueblo del desierto. La hojarasca es un viejo que lleva a su nieto a un entierro. El punto de partida de El coronel no tiene quien le escriba es la imagen de un hombre esperando una lancha en el mercado de Barranquilla. La esperaba con una especie de silenciosa zozobra. Años después yo me encontré en París esperando una carta, quizás un giro, con la misma angustia, y me identifiqué con el recuerdo de aquel hombre.
Para Cien años de soledad, aclara, el punto de partida fue la imagen de un viejo que lleva a un niño a conocer el hielo exhibido como curiosidad de circo.
Ese viejo era su abuelo, el coronel Márquez. ¿El hecho está tomado de la realidad?
-No directamente —aclara—, pero sí está inspirado en ella. Recuerdo que, siendo muy niño, en Aracataca, donde vivíamos, mi abuelo me llevó a conocer un dromedario en el circo. Otro día, cuando le dije que no había visto el hielo, me llevó al campamento de la compañía bananera, ordenó abrir una caja de pargos congelados y me hizo meter la mano. De esa imagen parte todo Cien años de soledad.
La mejor fórmula literaria
En general, en los libros de Gabriel García Márquez la primera frase conlleva mucha importancia. A veces, según ha contado, le toma más tiempo escribir esa primera frase que todo el resto.
-Porque la primera frase puede ser el laboratorio para establecer muchos elementos del estilo, de la estructura y hasta de la longitud del libro.
¿Y demora mucho tiempo en escribir una novela?
-Escribirla en sí, no. Es un proceso más bien rápido. En menos de dos años escribí Cien años de soledad. Pero antes de sentarme a la máquina duré quince o diecisiete años pensando en ese libro.
Para Crónica de una muerte anunciada, el escritor cuenta que tardó treinta años en madurar la idea.
-Cuando ocurrieron los hechos, en 1951, no me interesaron como material de novela sino como reportaje. Pero aquel era un género poco desarrollado en Colombia en esa época, y yo era un periodista de provincia en un periódico local al que tal vez no le hubiera interesado el asunto. Empecé a pensar el caso en términos literarios varios años después, pero siempre tuve en cuenta la contrariedad que le causaba a mi madre la sola idea de ver a tanta gente amiga, e inclusive a algunos parientes, metidos en un libro escrito por un hijo suyo. Sin embargo, la verdad de fondo es que el tema no me arrastró de veras sino cuando descubrí, después de pensarlo muchos años, lo que me pareció el elemento esencial: que los dos homicidas no querían cometer el crimen y habían hecho todo lo posible para que alguien se lo impidiera, y no lo consiguieron. Es eso, en última instancia, lo único realmente nuevo que tiene este drama, por lo demás bastante corriente en América Latina. Una causa posterior de la demora fue de carácter estructural. En realidad, la historia termina casi veinticinco años después del crimen, cuando el esposo regresa con la esposa repudiada, pero para mí fue siempre evidente que el final del libro tenía que ser la descripción minuciosa del crimen —ocurrido en 1951 en el municipio de Sucre—. La solución fue introducir un narrador —que por primera vez fue él mismo— que estuviera en condiciones de pasearse a su gusto al derecho y al revés en el tiempo estructural de la novela. Es decir, al cabo de treinta años, descubrí algo que muchas veces se nos olvida a los novelistas: que la mejor fórmula literaria es siempre la verdad.
Orientarse en la oscuridad
-Nunca —responde García Márquez a la pregunta de si toma notas—, salvo apuntes de trabajo. Sé por experiencia que cuando se toman notas uno termina pensando para las notas y no para el libro.
¿Corrige mucho?
-En ese aspecto, mi trabajo ha cambiado mucho. Cuando era joven, escribía de un tirón, sacaba copias, volvía a corregir. ahora voy corrigiendo línea por línea a medida que escribo, de suerte que al terminar la jornada tengo una hoja impecable, sin manchas ni tachaduras —todavía escribía a máquina eléctrica en los ochenta—, casi lista para llevar al editor.
Para escribir un cuento de doce hojas, el escritor cuenta que llegó a gastar hasta quinientas.
-En general, creo que se escribe mejor cuando se dispone en todo sentido de condiciones confortables. No creo en el mito romántico de que el escritor debe pasar hambre, debe estar jodido, para producir. Se escribe mejor habiendo comido bien y con una máquina eléctrica.
Cuenta García Márquez que no habla públicamente de sus libros en proceso porque forman parte de lo que llama su vida privada.
-La verdad es que siento un poco de compasión por los escritores que cuentan en entrevistas el argumento de su próximo libro —dice irónico—. Es una prueba de que las cosas no les están saliendo bien, y se consuelan resolviendo en la prensa los problemas que no han podido resolver en la novela.
Sí los comenta entre sus amistades.
-Cuando estoy escribiendo una cosa, hablo mucho de ella. Es una manera de descubrir dónde están los terrenos firmes y los terrenos flojos. Una manera de orientarme en la oscuridad.
Pero un asunto es hablarlo y otra es dar a leer lo que está escribiendo.
-Nunca —dice sobre esto último—. Yo lo he resuelto como si fuera una superstición. Creo, en realidad, que en el trabajo literario uno siempre está solo. Como un náufrago en medio del mar. Sí, es el oficio más solitario del mundo. Nadie puede ayudarle a uno a escribir lo que está escribiendo.
El sitio ideal: un burdel
Dice García Márquez que su sitio ideal para escribir es una isla desierta por la mañana y la gran ciudad por la noche.
-Por la mañana, necesito silencio. Por la noche, un poco de alcohol y buenos amigos para conversar. Siempre tengo la necesidad de estar en contacto con la gente de la calle y bien enterado de la actualidad. Todo esto corresponde a lo que quiso decir William Faulkner cuando declaró que la casa perfecta para un escritor era un burdel, pues en las horas de la mañana hay mucha calma y en cambio en las noches hay fiesta.
El aprendizaje
Entre quienes han sido útiles para su trabajo de escritura, García Márquez menciona en primer término a su abuela.
-Me contaba las cosas más atroces sin conmoverse, como si fuera una cosa que acabara de ver. Descubrí que esa manera imperturbable y esa riqueza de imágenes era lo que más contribuía a la verosimilitud de sus historias. Usando el mismo método de mi abuela, escribí Cien años de soledad.
Descubrió que iba a ser escritor gracias a Kafka, quien según dice, contaba en alemán las cosas de la misma manera que su abuela.
-Cuando yo leí a los diecisiete años La metamorfosis, descubrí que iba a ser escritor. Al ver que Gregorio Samsa podía despertarse una mañana convertido en un gigantesco escarabajo, me dije: “Yo no sabía que esto era posible hacerlo. Pero si es así, escribir me interesa”.
Así entendió las posibilidades de la escritura.
-Por lo pronto comprendí que existían en la literatura otras posibilidades que las racionalistas y muy académicas que había conocido hasta entonces en los manuales del liceo. Era como despojarse de un cinturón de castidad. Con el tiempo descubrí, no obstante, que uno no puede inventar o imaginar lo que le da la gana, porque corre el riesgo de decir mentiras, y las mentiras son más graves en la literatura que en la vida real. Uno puede quitarse la hoja de parra racionalista, a condición de no caer en el caos, en el irracionalismo total.
Contra la fantasía
-Creo que la imaginación no es sino un instrumento de elaboración de la realidad —defiende García Márquez—. Pero la fuente de creación al fin y al cabo es siempre la realidad. Y la fantasía, o sea la invención pura y simple, a lo Walt Disney, sin ningún asidero en la realidad, es lo más detestable que pueda haber.
Dice que a los niños tampoco les gusta la fantasía.
-Lo que les gusta, por supuesto, es la imaginación. La diferencia que hay entre la una y la otra es la misma que hay entre un ser humano y el muñeco de un ventrílocuo.
Otras influencias
Además de Kafka, García Márquez nombra a Hemingway como otra de sus grandes influencias.
-A quien no considero un gran novelista, pero sí un excelente cuentista. O el consejo aquel de que un cuento, como el iceberg, debe estar sustentado en la parte que no se ve: en el estudio, la reflexión, el material reunido y no utilizado directamente en la historia. Sí, Hemingway le enseña a uno muchas cosas, inclusive a saber cómo un gato dobla la esquina.
Sobre el momento de aprender el oficio, García Márquez recuerda una enseñanza útil.
-Una que le escuché a Juan Bosch en Caracas, hace como veinticinco años. Dijo que el oficio de escritor, sus técnicas, sus recursos estructurales y hasta su minuciosa y oculta carpintería hay que aprenderlos en la juventud. Los escritores somos como los loros, que no aprendemos a hablar después de viejos.
Periodismo y cine
¿Le sirvió el periodismo de algo en el oficio literario?
-Sí, pero no como se ha dicho a encontrar un lenguaje eficaz. El periodismo me enseñó recursos para dar validez a mis historias. Ponerle sábanas blancas a Remedios la Bella para hacerla subir al cielo, o darle una taza de chocolate y no de otra bebida al padre Nicanor Reina antes de que se eleve diez centímetros del suelo, son recursos o precisiones de periodista, muy útiles.
¿Y el cine? ¿Puede enseñar recursos útiles a un escritor?
-Pues no sabría qué decirte. En mi caso, el cine ha sido una ventaja y una limitación. Me enseñó, sí, a ver en imágenes. Pero al mismo tiempo compruebo ahora que en todos mis libros anteriores a Cien años de soledad hay un inmoderado afán de visualización de los personajes y las escenas, y hasta una obsesión por indicar puntos de vista y encuadres.
Como ocurre con El coronel no tiene quien le escriba.
-Sí, es una novela cuyo estilo parece el de un guión cinematográfico. Los movimientos de los personajes son como seguidos por una cámara. Y cuando vuelvo a leer el libro, veo la cámara. Hoy creo que las soluciones literarias son diferentes a las soluciones cinematográficas.
La inspiración
Sobre la inspiración, el escritor dice que es una palabra desprestigiada por los románticos.
-Yo no la concibo como un estado de gracia ni como un soplo divino, sino como una reconciliación con el tema a fuerza de tenacidad y dominio. Cuando se quiere escribir algo, se establece una especie de tensión recíproca entre uno y el tema, de modo que uno atiza al tema y el tema lo atiza a uno. Hay un momento en que todos los obstáculos se derrumban, todos los conflictos se apartan, y a uno se le ocurren cosas que no había soñado, y entonces no hay en la vida nada mejor que escribir. Eso es lo que yo llamaría inspiración.
¿Se puede perder ese estado de gracia?
-Sí, y entonces vuelvo a reconsiderar todo desde el principio. Son las épocas en que compongo con un destornillador las cerraduras y los enchufes de la casa, y pinto las puertas de verde, porque el trabajo manual ayuda a veces a vencer el miedo a la realidad.
¿Dónde está la falla?
-Generalmente responde a un problema de estructura —y menciona que puede llegar a ser grave—. Tan grave que me obliga a empezar todo de nuevo. El otoño del patriarca lo suspendí en México, en 1962, cuando llevaba casi trescientas cuartillas, y lo único que se salvó de ellas fue el nombre del personaje. Lo reanudé en Barcelona en 1968, trabajé mucho durante seis meses, y la volví a suspender porque no estaban muy claros algunos aspectos morales del protagonista, que es un dictador muy viejo. Como dos años después compré un libro sobre cacería en el África porque me interesaba el prólogo escrito por Hemingway. El prólogo valía la pena, pero seguí leyendo un capítulo sobre los elefantes, y allí estaba la solución de la novela. La moral de mi dictador se explicaba muy bien por ciertas costumbres de los elefantes.
¿Qué pasa cuando el libro que escribe está terminado?
-Deja de interesarme para siempre. Como decía Hemingway, es un león muerto.
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