Fue de esas noches que suelen crecer en la mitología de la cultura pop. El 25 de febrero de 1964 en el Centro de Convenciones de Miami, el joven y verborreico Cassius Clay subió al cuadrilátero para disputarle el título mundial de los pesos pesados a Sonny Liston. La prensa esperaba el triunfo del campeón. Pero tras siete asaltos, Liston se retiró. Eufórico, Clay levantó sus puños al cielo y bailó con pasitos cortos para celebrar su victoria. “¡Se los dije! ¡se los dije!”, le enrostró a los periodistas que lo rodeaban. Pero en lugar de comentar la pelea con los reporteros, el púgil, fiel a su estilo, se acercó hasta la primera fila y buscó un rostro. “¡Sam Cooke! Él es Sam, una estrella del rock & roll, ¡déjenlo subir!”.
Y ahí en su trono sudoroso del ring, el boxeador más grande del mundo -con un ego casi tan monumental como su habilidad con los puños-, presentaba sus respetos a una de las estrellas pop del momento. Porque en esos días, Sam Cooke era mucho más que un exitoso cantante de soul que había conseguido una veintena de temas dentro del Top 10 del ránking Billboard de R&B. Sin complejos, manifestaba un compromiso abierto con la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos.
Esa noche en Miami, aparte de Clay y él, también estaban en las tribunas el activista Malcolm X y el jugador de fútbol americano, Jim Brown. Era la noche en que la cultura pop se cruzó con una causa. Una de esas noches que resumen un momento en la historia de un país.
Tras la velada, los dos deportistas estrellas, el activista y el cantante famoso, debieron pasar la noche tal como lo hacían afroamericanos por entonces. “Todos terminamos en un pequeño motel para negros, se transformó en un lugar histórico -recuerda Brown en el documental ReMastered: El doble asesinato de Sam Cooke, disponible en Netflix-. Intercambiamos ideas. Defender nuestros derechos era importante para todos, porque no aceptábamos ser ciudadanos de segunda clase y que nos consideraran inferiores”.
En junio del año anterior el Congreso rechazó el proyecto de Ley de Derechos Civiles enviado por el Presidente John F. Kennedy que prohibía la segregación y eliminaba la obstrucción al derecho a voto de los afroamericanos. El magnicidio del presidente, en noviembre, aplazó todo. Pero el proyecto siguió en el debate con la insistencia del siguiente mandatario, Lyndon B. Johnson. Por tal razón, en febrero de 1964, era un tema que estaba en la contingencia.
“El riesgo de decir lo que uno pensaba era perder dinero, perder popularidad en el centro de los EE.UU. Pero a nosotros, los que estábamos ahí esa noche, no nos importaba nada”, remata Brown. Un desparpajo que finalmente les costó caro. Casi exactamente un año después, dos de esos cuatro símbolos del orgullo afroamericano (Cooke y Malcolm X) estaban enterrados. A balazos, la muerte silenció sus carreras en el mundo terrenal.
El evangelio del soul
Al igual que figuras como Aretha Franklin o Marvin Gaye, la carrera de Sam Cooke comenzó en los salones de la iglesia. Hijo de un predicador, forjó desde niño su voz suave pero firme, con el repertorio gospel de las ceremonias religiosas. Pronto destacó por su talento vocal y su carisma en el escenario. Por ello, a los diecinueve años reemplazó a Rebert H. Harris como cantante principal en el grupo vocal gospel, The Soul Stirrers.
Bajo su liderazgo, la banda amplió su audiencia. Sus canciones de temática religiosa congregaban a las adolescentes en las iglesias lo que les permitió hacerse de una apretada agenda de conciertos. Pero algo llamaba su atención. Cuando iba de gira hacia el sur, pudo notar la discriminación racial. “En esos viajes con los Soul Stirrers tuvieron que ver dónde alojarse, comer y ante quienes tocar -señala Renée Graham, editora asociada y columnista del Boston Globe, en el documental mencionado-. En aquel momento era un muchachito, se adaptaba a lo que pasaba, pero las duras leyes segregacionistas de Jim Grow lo hacían sufrir mucho”.
Pero antes que la segregación, Cooke tenía otra inquietud inmediata. Quería más. Quería ser una estrella. Ampliar su audiencia todavía mucho más de lo que podía hacer cantando alabanzas a dios con su grupo. No era fácil, porque salirse del Gospel, la música sagrada, para cantar música la profana del demonio, era visto como una traición. Un pecado. Una ofensa al rostro divino.
Sin embargo, él estuvo dispuesto a correr el riesgo. Firmando con el nombre Dale Cook, lanzó su primer single en 1957, “Lovable”, una adaptación de un himno religioso que no consiguió gran cosa. Pero con el siguiente, “You Send Me”, logró el éxito gracias a que se fue directo al primer lugar de ventas en el Billboard R&B, donde permaneció tres semanas. Y no solo eso. Su triunfo, merced a su interpretación sensual pero controlada, empujó a una serie de artistas que después pasaron sin escalas del gospel a la canción pop, entonces dominada por los crooners, a lo Frank Sinatra, o los primeros rocanroleros, a lo Elvis.
Ese sonido que tiempo después llevó a la fama a gente como Aretha Franklin, Otis Redding, Wilson Pickett, Ray Charles, entre muchas y muchos otros, era diferente. Era música que no contenía la estridencia ni el olor a cantina del frenético blues eléctrico. Con el tiempo, a esta secularización del gospel lo llamaron “soul”.
“Si bien el uso de la palabra soul como denominación popular del género no se verificaría hasta la aparición en 1966 de ‘What is Soul’, el sencillo de Ben E. King, el sonido en sí ya se había introducido en la conciencia del pop en 1957, concretamente el día en que Sam Cooke cambió el espiritual negro por la música profana -explica Bob Stanley en su libro Yeah! Yeah! Yeah!: la historia del pop moderno (Turner, 205)-. A partir de esa fecha, el estilo, por entonces aún anónimo, evolucionó a la par que el rock’n’roll”.
Con el soul como su nuevo evangelio, Cooke se alzó como su primera gran estrella. Y se comportó como tal. “Estaba más que percatado de sus encantos -asegura Stanley-. Con veintiún años embarazó a tres novias y las abandonó a las tres. Pero a ojos de todos los demás era el chico de oro y siempre iba por delante del resto”. Además, no solo cantaba sino que también escribía canciones, por ello decidió, asociado con el músico J.W Alexander, crear su propio sello discográfico y compañía editorial, SAR. Era el primer afroamericano en lograrlo.
Gracias a una exitosa seguidilla de singles de buena factura como “Wonderful World”, “Only Sixteen”, “Cupid”, “Chain Gang”, “Bring it on home to me”, y otros, para mediados de los sesentas Cooke era uno de los afroamericanos más conocidos. Y aunque disfrutaba el lado más amable de la fama, los excesos, la admiración y las largas noches de parranda, había algo que le inquietaba. Y ahí Cooke, el artista, se topó con Cooke, el ciudadano.
Un cambio vendrá
Fue una tarde de 1963 en que Sam Cooke comprendió que encontró lo que buscaba. Como una palabra revelada por el espíritu del folk, en el tocadiscos sonó una canción que lo removió hasta la médula. Se llamaba “Blowin’ in the wind”, y la cantaba un flacucho de pelo rizado llamado Bob Dylan. Ahí comprendió que debía hacer algo. Su historia, la de muchos afroamericanos con la segregación, de alguna forma tenía que salir a flote.
En ese 1963, ocurrió la marcha sobre Washington, ocasión en que el reverendo Martin Luther King pronunció su célebre discurso “Yo tengo un sueño”, y en Misisipi, James Meredith hacía historia como el primer estudiante afroamericano en ingresar a la Universidad de Misisipi, tras una dura negativa del gobernador Ross Barnett y una serie de enfrentamientos callejeros que obligaron a la intervención directa desde Washington.
Aunque había hecho algunas pocas canciones de línea más social, como “Chain Gang” (“Ese es el sonido de los hombres trabajando encadenados”, decía en parte de su letra), Cooke aún sentía que le faltaba una canción a la altura de las circunstancias. Pese a su bagaje como compositor, no sabía cómo hacerla correctamente. Pero la canción de Dylan le dio la respuesta. Incluso él le hizo su propia versión.
De esta manera, Cooke escribió su manifiesto más personal. La llamó “A change is gonna come”, una canción de cinco estrofas, en que entre otras cosas decía: “Voy al cine y voy al centro/Alguien sigue diciéndome que no te quedes”. Pero a cada verso desgarrador le agregó una frase final, a modo de estribillo, como llamada a la esperanza: “Pero sé que vendrá un cambio, oh sí lo hará”. Sus amigos le comentaron que había algo sombrío en la letra. Sonaba a despedida. Parecía hablar de la muerte. “Bueno, es la muerte de mi antiguo yo”, comentó sin hacerse mayores problemas.
Por esos días, Cooke frecuentaba un círculo de amistades involucradas en el activismo de los derechos civiles o al menos una postura rebelde. Tenía cercanía con Malcolm X, y además grabó la canción “The gang’s is all here”, junto a Cassius Clay. Poco a poco, el FBI les seguía los pasos por su influencia en la juventud. Pero ellos estaban en la cima. La noche del 25 de febrero, estuvieron juntos cuando el boxeador ganó a los puños el título del mundo. Apenas unos días después, éste anunció una decisión. Se cambiaba el nombre. “Clay era un apellido de blanco. Un nombre de esclavo”, aseguró el rebautizado como Muhammad Ali.
Por su lado, Cooke preparaba todo para el lanzamiento de “A change is gonna come”, su obra maestra. La canción que lo debía posicionar en el momento histórico que se vivía, más allá de ser un cantante romántico, entusiasta de la jarana y que constantemente engañaba a su esposa. Pero no alcanzó a ver el disco single de 45rpm en los escaparates de las tiendas.
El final
La noche del viernes 11 de diciembre, Sam se reunió con el ingeniero de sonido Al Schmitt y su esposa Joan en el Martoni’s de Los Ángeles, para cenar. Alardeó de llevar consigo cinco mil dólares, ante la desesperación de su interlocutor que intentaba disuadirlo de mostrar el fajo de billetes. Al poco rato, la pareja se fue. De allí la historia se volvió difusa. En la madrugada una llamada a la policía alertó de un incidente en el Motel Hacienda. Le habían disparado a Sam Cooke, aunque los policías blancos de la ciudad no tenían idea quién rayos era Sam Cooke.
La versión oficial que determinó la justicia es que Cooke se fue del restorán acompañado por una mujer que conoció esa noche, Lisa Boyer. Ella en su declaración ante la policía -reproducida en parte en el documental- aseguró que fue contra su voluntad al lugar y que le había pedido al músico que la dejara en su casa. Una vez en el Motel, Boyer aseguró que el cantante le dijo “solo vamos a hablar” pero ella “sabía que [él] quería violarme”. Cuando éste se levantó para ocupar el baño de la habitación, ella cogió su ropa, junto a la del artista y salió corriendo. Luego llamó a la policía desde una cabina telefónica.
De ahí vino el segundo acto. Según la conserje del Motel, Bertha Franklin, ella le disparó a Cooke en defensa propia. Al darse cuenta que no tenía su ropa -y los cinco mil dólares-, el cantante golpeó repetidas veces la puerta de la conserjería donde estaba Franklin preguntando a gritos dónde estaba la mujer que estaba con él. “Me tomó de las manos, me las retorció y me preguntaba dónde estaba la chica -aseguró Franklin en su declaración reproducida en el documental-. Lo pateé y quizás lo mordí, no sé. Yo intenté morderlo aunque tenía la chaqueta. Finalmente me levanté y tomé una pistola. Empecé a disparar”. Tres balas acabaron con su vida. Tenía 33 años.
Como los de Boyer y Franklin eran los únicos testimonios directos sobre los hechos, la causa se cerró como homicidio justificado. Pero en el entorno del artista no se creyeron totalmente la historia. “Se dictaminó que Bertha había cometido un homicidio justificado, pero nadie lo creyó -explica Renée Graham en el documental-. Resultaba increíble que lo hubieran matado de esa forma, debía de haber algo más en juego. Eso hizo pensar en una conspiración”.
Para Graham, habitual columnista de cultura pop, la explicación del posible encono contra Cooke, y lo rápido que la policía cerró el caso, está en el racismo imperante en la época. “Elvis pensaba que en la industria se creía que Sam estaba ganando demasiado poder y había que detenerlo. Eso era lo que muchos en la comunidad negra pensaban. Tenía que ver con un hombre negro que no sabía unicarse y, para detenerlo, había que asesinarlo”. Las muertes posteriores de Malcolm X y Martin Luther King abonaron más esa idea.
Incluso, muchos sospecharon del mánager Allen Klein (años después representó a los Rolling Stones y a los Beatles, quienes lo acabaron demandando). Éste se quedó con la propiedad del sello y la editorial de Cooke, y dejó a su socio, J.W Alexander sin ningún centavo. Por su lado, la familia del artista contrató a un detective privado, quien aseguró que Boyer y el cantante estaban saliendo por lo menos desde un par de semanas antes del deceso y que esa noche ella le quiso robar los cinco mil dólares. De allí se desató el mentado incidente con la conserje quien asustada, le disparó.
Pese a que los detalles del veredicto judicial trascendieron a la luz, no menos de 200.000 personas acompañaron a Cooke en su velorio y funeral, el 18 de diciembre de 1964. Su amigo Muhammed Alí, estuvo presente. Estaba furioso y declaró en sus estilo. “Si esto le hubiera pasado a Frank Sinatra, a los Beatles o a Ricky Nelson, el FBI estaría investigando”. Días después, “A change is gonna come” se lanzó como la cara B del single “Shake”. Entró en el Top 10 de los sencillos de R&B de Billboard.