Geoffrey Hill: la fascinación de la dificultad
La Poesía reunida de Geoffrey Hill (1932-2016), uno de los grandes poetas ingleses, acaba de llegar a nuestro país publicada por Lumen, en edición bilingüe y traducida por Andreu Jaume. La comentó en el Washington Post el crítico Michael Dirda, quien señala que sus poesías parecen estrellas de neutrones y explotan como supernovas.
Cierta vez en la sección de libros de un diario, en un artículo de vacaciones sobre escritores que merecen el Premio Nobel, el poeta y hombre de letras Donald Hall nombró a Geoffrey Hill “el mejor poeta inglés del siglo XX”. Muchos lectores, estoy seguro, se sorprendieron por la tremenda osadía de esta afirmación radical. ¿Mejor que Auden? ¿Mejor que Larkin? ¿Mejor que Graves, Lawrence y Housman? ¿Quién era este Geoffrey Hill para que debiéramos estar tan atentos a él? Felizmente, Hall terminaba su alocución mencionando que aparecería la poesía recopilada de Hill. Había que tomar nota mental de ese libro.
Aunque sólo tiene algo más de 200 páginas de poemas en inglés [algo más de 400 en la traducción bilingüe], la Poesía reunida de Hill representa 50 años de trabajo: una decena de volúmenes publicados, de algunos de los cuales se ha hecho una selección más o menos amplia. Geoffrey Hill está a la altura del aviso de Hall. Este es un libro de poemas tan conmovedor como el que alguna vez se quisiera leer.
En realidad, la particular fineza de Hill —una profundidad como de haikú para cada rigurosa palabra, junto con una seriedad espiritual y una perspectiva ingeniosamente austera de la vida— ha sido reconocida durante mucho tiempo. Harold Bloom, Christopher Ricks, John Bayley y muchas otras eminencias están de acuerdo sobre la severa belleza del lenguaje de Hill, y lo resbaladizo de su sentido. Ciertamente, sus poemas, empapados de historia, sangre y ambigüedad, hacen algunas exigencias difíciles al lector, pero también muestran tanto brillo, tanta sensualidad y fuerza enroscada que, en comparación, gran parte de los versos de otros se ven pálidos, desnutridos y sin importancia.
Algunos fragmentos mostrarán lo que quiero decir, aunque se violenta a estos poemas comprimidos apretadamente, cada una de sus grietas cargada de mineral, al destacar las bellezas más obvias:
La mayoría de nosotros, y la mayoría de los poetas también, escribimos flojamente en comparación con esta música majestuosa: esa última línea podría ser Hopkins en su mejor momento. Seamus Heaney, quien algo debía saber, dice con razón: “Hill le habla al lenguaje… como un escultor le habla a un bloque... Las palabras en su poesía caen lenta y sin ayuda, como una soldadura fundida, y se acumulan en una protuberancia brillante y espesa”.
Resueltamente en contra del tenor de nuestros tiempos poéticos, Hill evita lo distendido y lo confesional. De hecho, no tiene más que desprecio por aquellos que suponen “que el poema es simplemente un recipiente para contener el flujo espontáneo de algún tipo de incondicional, directo, no modificado, no filtrado, espasmo personal”. Hill puede usar ocasionalmente su infancia, como lo hace en Himnos de Mercia (impresionantes poemas en prosa que difuminan la vida del antiguo rey Offa con la del joven Hill), pero lo hace con el mismo control apasionado que emplea para representar algunos de los más salvajes momentos de la historia. (Considérese uno de sus poemas “sobre” el Holocausto, con su obertura oscuramente punzante: “Quizá fueras indeseable, pero nunca, en cambio, intocable”). Tirantes, densos, los versos de Hill parecen estrellas de neutrones y explotan como supernovas. En algunos poemas, casi cada palabra puede tener dos o tres interpretaciones diferentes, ya que su autor reflexiona sobre las ambigüedades inherentes a la acción humana. “Dispensar, con justicia; o, con justicia /dispensar. Así el dios católico de Francia, / con honores todo lo nivela, todo lo honra, aun / a los condenados en los cínicos Invalides de los Cielos”.
A lo largo de su obra, Hill enfrenta esos misterios que nos angustian a la mayoría de nosotros: la fe religiosa y la duda, los horrores de la guerra y el genocidio, el impulso inexorable del pasado, los giros y traiciones del lenguaje, la corrupción de las causas nobles, la naturaleza del gobierno, la sombríos aspectos inescrutables del alma. Sobre todos estos asuntos, incluso sobre el mismo arte que practica, Hill sigue siendo apasionado pero profundamente ambivalente: en uno de sus ensayos cita la observación de Coleridge de que “la poesía, nos incita a los sentimientos artificiales, nos hace insensibles a los reales”. No es de extrañar que este británico alguna vez fuera profesor de literatura inglesa y de religión (en la Universidad de Boston).
Sin embargo, incluso en sus momentos más sacerdotales, los poemas de Hill nunca abandonan la ironía y el ingenio: “Exégetas pueden venir / para hablar al silencio / que ha surgido. Esto / no es inaudito”. “Pero los muertos mantienen su terreno”. “En las tiernas bocas de los beneficios acumulados del infierno, pulpa para los chivatos”. “Merovingios tratantes de coches”. “El Verbo se ha ido y ha vuelto, cocida la apariencia”. Y es divertido pesquisar los destellos de homenaje a los maestros anteriores: “Este es el pozo de cenizas del fuego de los lirios, / este es el cuestionamiento en las largas mesas” (Eliot). “Esos fantasmas arcillosos y llenos de mosquitos” (Yeats). Aun así, todas estas florituras, como la grave belleza de las descripciones de Hill y sus ritmos verbales, sirven a fines artísticos exaltados: pruebas de la brutalidad de la historia, retratos de la cobardía moral y el heroísmo, epifanías de nuestras incertidumbres espirituales.
La portada de una edición anterior de la obra de Hill esbozaba una pintura de un hombre y un ser alado, posiblemente Jacob y el ángel. ¿Pero la pareja está luchando o abrazándose? ¿O el hombre está siendo elevado, tal vez para alguna recompensa celestial? Por cierto, difícilmente se podría encontrar una imagen mejor y más rica para el lector, abrumado por los poderosos y seductores poemas de Geoffrey Hill.
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