A pesar de que un corte de luz les cortó la inspiración y la energía de los equipos mientras estaban inmersos en la bacanal sonora de “Interstellar overdrive”, los cuatro integrantes de Pink Floyd bajaron del escenario más que satisfechos. Los aplausos del respetable retumbaron largo rato en el viejo galpón habilitado como club llamado el Roundhouse.
Esa noche, la del 15 de octubre de 1966, los Floyd se presentaron en sociedad en el lanzamiento del periódico contracultural International Times, ante una audiencia en que se encontraban celebridades como Paul McCartney y su entonces novia, la actriz Jane Asher, el director de cine Michelangelo Antonioni, la cantante Marianne Faithfull y una misteriosa artista japonesa, llamada Yoko Ono. Todos disfrazados, extasiados y drogados, disfrutaron de la presentación de la banda que incluía un llamativo juego de luces ad-hoc que hacía juego con esa música extraña, disonante, rara, que el grupo solía improvisar.
Aunque llevaban algo más de un año como banda, ese mes fue la clave para dejar de ser unos del montón, y volverse el sabor del momento. En sus comienzos, Pink Floyd se formó a partir del interés por el R&B -de hecho el nombre deriva de dos músicos de blues, Pink Anderson y Floyd Council-, pero con el tiempo, tras la partida de su guitarrista original, Bob Klose, en el verano boreal del 65′, el grupo poco a poco se alejó de ese interés. Algo grande estaba naciendo.
“Floyd no hubiera llegado a ser una gran banda de blues -rememora el tecladista Richard Wright en una entrevista con John Edginton-. Syd no era Eric Clapton y yo no tocaba el órgano Hammond como el mejor blusero”.
Por ello, comenzaron a sumergirse en la búsqueda de sonidos raros, originales, casi de otro mundo. Uno que sonaba en la cabeza de su líder y guitarrista, el enigmático pero encantador Syd Barrett. Un muchacho inquieto oriundo de Cambridge -donde conoció al bajista Roger Waters-, amante de la pintura y la literatura, que trasladó su rico mundo interior a la exploración musical.
“Syd era un extraordinario compositor de canciones, a la altura de Lennon/McCartney o de Heron y Williamson de la Incredible String Band -asegura a Culto el crítico musical argentino, Norberto Cambiasso, autor del libro Vendiendo Inglaterra por una libra. Una historia social del rock progresivo británico (Gourmet musical ediciones, 2014)-. Como guitarrista no descollaba pero tenía una vocación fuertemente experimental. Probablemente su influencia más importante haya sido Keith Rowe, el guitarrista de AMM, un colectivo de improvisación completamente adelantado a su época, del que formaba parte el gran compositor Cornelius Cardew”.
“Barrett estaba fascinado por cómo Rowe colocaba la guitarra recostada sobre sus piernas y comenzaba a sacarle sonido con el uso de tornillos, bolitas y demás, a la manera del piano preparado de John Cage”, agrega.
A partir de ensayos y la influencia de la cultura alternativa que salía de fiestas, clubes y galerías de artes, el grupo fraguó un sonido propio. Para octubre del 66′, cuando Revolver de los Beatles y el sencillo “Eight Miles High” de los Byrds anticipaban una transición del rock hacia una sonoridad más expansiva, Pink Floyd ya no tocaba nada de R&B y en cambio, ofrecía un lenguaje diferente. Si bien interpretaban canciones, las extendían con largos pasajes musicales improvisados. Nadie sonaba como ellos. Nadie creaba texturas como ellos. Nadie tenía un líder tan atractivo como Barrett.
“Sus improvisaciones eran orgánicas, basadas en la atención al sonido más que en promover una base sobre la que se pudiera improvisar, como en el jazz -explica Norberto Cambiasso-. Y esto era así porque ninguno de los cuatro era un instrumentista excelso. Pero la imaginación de Barrett sacaba lo mejor de esa limitación. Esa clase de sonido sería muy influyente en la psicodelia ligeramente posterior”.
Por ello, rápidamente llamaron la atención y se volvieron el grupo de moda a nivel alternativo. A fines de esa temporada, el cuarteto de Barrett, Roger Waters, Rick Wright y Nick Mason, tenía una apretada agenda con presentaciones -a las que llegaba cada vez más gente- en locales de renombre en Londres, como el Marquee.
En diciembre se abrió un nuevo local en la capital inglesa, el UFO. Un antiguo subterráneo convertido en club gracias a la acción del productor estadounidense John Boyd y el ex físico nuclear John “Hoppy” Hopkins. Allí se congregaron las bandas de la nueva escena bautizada por la prensa como “psicodélica”, como The Soft Machine, Tomorrow y por cierto, los nuevos consentidos, Pink Floyd.
“La difusión de boca en boca surtió rápido efecto -explica Cambiasso-. En esos tiempos tempranos incluso iría a verlos Pete Townshend, de The Who, acompañado por Eric Clapton. Mientras tanto, Barry Miles, uno de los socios de la Indica Gallery, cofundador de la revista International Times (IT) e íntimo amigo de McCartney, publicaba las primeras reseñas de sus conciertos. Como puedes ver, todos los iniciadores de la contracultura británica parecían trabajar para la difusión de Floyd. Y todos ellos, lejos de permanecer en el under, se volverían cada vez más conocidos”.
Nace una estrella
A comienzos del 67′, cuando la cultura juvenil estaba por explosionar gracias a películas como Blow Up, que desafió la moral de la épica, y las primeras concentraciones de hippies en San Francisco, Pink Floyd buscaba alternativas para grabar. En la mañana del 11 de enero entraron a su primera sesión en los estudios AMN, más que nada para familiarizarse con el trabajo de grabación. Un registro de Peter Whithead, los muestra tocando “Interstellar Overdrive” y una improvisación titulada “Nick’s boogie”, lo que permite acercarse al sonido que desarrollaban por entonces.
En el filo del invierno boreal lanzaron un primer sencillo, “Arnold Layne”, con John Boyd de productor. Una canción que relata la historia de un chico travesti que roba ropa de mujer de las lavanderías. Imaginería Barrett pura. Aunque hubo críticas por la letra, otros medios le pusieron atención. En su edición del 11 de marzo de ese año, la revista Melody Maker destacó al tema -que apenas llegó al lugar 20 del UK Singles Chart- como “una nueva forma de música en la escena pop inglesas” y se sorprendía de su “giro inesperado” al “enfrentar el problema de hacer un single comercial”, en alusión a la extensas jams en vivo del conjunto. Esa semana el sencillo “Penny Lane/Strawberry Fields Forever”, de los Beatles dominaba las listas.
Por esos días los mánagers del grupo, Peter Jenner y Andrew King, cerraban un importante acuerdo para sus dirigidos. Pasarían a formar parte del catálogo del EMI en vistas de grabar un single y su primer elepé con ellos. Nada menor. Era la casa disquera que tenía a los Beatles, por lo que se aseguraban alta visibilidad y el apoyo de su equipo técnico, comenzando por Norman Smith, quien tras laborar como ingeniero en los discos de los Fab Four, se estrenaba como productor con los Floyd. Pero lo que Jenner y King no sabían, es que desde adentro de la compañía alguien pujó por fichar a la banda.
“Fue el mismísimo Paul McCartney quien recomendó los Floyd a EMI -asegura Cambiasso-. De allí que terminaran grabando su primer álbum en los estudios de Abbey Road, pared de por medio, mientras en el estudio de al lado los Beatles estaban ocupados registrando el Sgt.Pepper’s. Hubo un par de encuentros informales entre las dos bandas durante aquellos días. Además, el productor del Piper de Floyd, Norman Smith, había sido ayudante de George Martin en los discos de los Beatles hasta Rubber Soul inclusive. Así que definitivamente pueden apreciarse técnicas de grabación características de Martin y los Beatles en el debut de Floyd”.
Mientras, un segundo single -esta vez con Norman Smith de productor- salió a la venta en junio de ese año. Y este sí consiguió la atención que “Arnold Layne” no había logrado. Se trataba de la muy lisérgica “See Emily Play”, que picó hasta el lugar 6 del UK Singles Chart, en las semanas en que “A whiter shade of pale” de Procol Harum era la canción más popular.
De todas formas, para Pink Floyd se trataba de un logro descomunal. Más considerando que era una banda que hasta entonces era desconocida para el gran público y cuyas largas improvisaciones en directo no necesariamente eran bien comprendidas. “El casi etéreo sonido de las guitarras, órgano y voces provocan un impacto inmediato”, reseñó Melody Maker, el 17 de julio. Aunque acotó que “las letras no son tan comprensibles de inmediato como la historia de nuestro Arnold”.
De la noche a la mañana, en menos de un año desde que dejaran atrás el R&B, el cuarteto había pasado de ser un raro grupo under a la nueva sensación del pop inglés. Y por supuesto, la mayor atención se la llevó el chico líder. “Syd fue definitivamente una estrella -recuerda Rick Wright-. Creo que disfrutó ese aspecto de la fama. Creo que los demás estábamos más incómodos”. Pero no durará mucho tiempo. Poco a poco la historia del héroe se acercaba al momento de tensión en que su vida dará un giro con peripecia, del que no volverá.
“Endiosado por su creciente popularidad y cada vez más tocado por el consumo de ácido y barbitúricos, Syd se resiste a seguir las normas de la industria musical y comienza a exagerar su excentricidad durante sus intervenciones promocionales en medios de comunicación”, cuenta Manuel López Poy en su libro Pink Floyd: Vida canciones simbología conciertos clave y discografía (2017, Ma Non Troppo).
“Estados de ánimo a través del sonido”
En los días en que Pink Floyd gestaba su nuevo sonido, Barrett -entonces de 20 años- probó por primera vez el LSD, la dietilamida de ácido lisérgico. Dicen que ese día de 1966, en el jardín de una casa de un amigo en Cambridge, la mente del músico se fue a otra galaxia y no volvió más. “Syd encontró tres objetos: una naranja, una ciruela y una caja de cerillas y se sentó a mirarlos durante doce horas -detalla Barry Miles en el libro Pink Floyd: The Early Years (Omnibus Press, 2011)-. La ciruela se convirtió en el planeta Venus y la naranja en Júpiter. Syd viajó entre ellos en el espacio exterior”. Todo acabó cuando uno de sus amigos, hambriento, se comió la ciruela de un mangazo. Barrett entró en pánico por un momento. Luego sonrió.
Parecía que a su inquieta psique le faltaba el tiempo. Mientras escuchaba discos como Fifth Dimension de los Byrds y el álbum debut homónimo de Love, consolidó el grueso de su obra musical y artística. “En los seis meses transcurridos desde el verano de 1966, Syd había pasado por un período de creatividad excepcional -detalla Miles-. Pintaba, tocaba música, leía vorazmente, escuchaba mucho, fumaba mucha marihuana y hacía largos viajes en su propia cabeza; esta fue la primera vez que comenzó a tomar una gran cantidad de ácido. También fue la época en la que escribió prácticamente todo en lo que se basa su reputación como compositor”.
Por entonces, las drogas recreativas eran de uso común, entre la juventud alternativa londinense. Para Rick Wright, ello explica el éxito de la extraña música de Pink Floyd. “Fue una época especial, pero sospecho que nos salimos con la nuestra en muchas que hicimos porque la audiencia estaba volada”.
Y pronto, esas experiencias se volcaron a la música. De alguna manera, la canción “Astronomy Domine” era un resumen de las alucinaciones de Syd durante esos días de ácido, pintura y música cada vez más estridente. “Fue un recuerdo del viaje de ácido cuando una ciruela y una naranja se convirtieron en Venus y Júpiter -explica Miles-. Barrett fue ayudado en su fantasía astronómica por una copia del pequeño Times Atlas Of The Planets y Peter Jenner, quien lo ayudó a escribir esas partes”
En el estudio, el productor Norman Smith, dedicó extensas cuatro horas a trabajar solo la introducción del mencionado tema. No fue una decisión al azar, pues comprendió que esa canción definiría la atmósfera del álbum y debía ser contundente. Por eso grabaron a Jenner leyendo un texto con un megáfono para conseguir un sonido ultra comprimido y digno de una transmisión de la NASA, mientras la incisiva Fender Telecaster de Barrett entra junto a una titilante nota tocada por Wright en su órgano Farfisa Compact Duo.
A pesar de su formación en el jazz, Norman Smith tenía la capacidad para comprender la música a la que se enfrentaba. No en vano, fue el hombre clave en el equipo de George Martin durante sus días como ingeniero de los Beatles. “Aunque Norman tenía la edad de George (o era algo mayor, nunca estuvimos seguros), entendía bien a los músicos de pop porque él también lo era, de modo que George contaba con Norman por su aportación musical, no solo técnica”, recuerda en sus memorias Geoff Emerick -quien lo sustituyó en el puesto desde 1966-.
Años después, Smith evitaba charlar sobre su trabajo con Pink Floyd. Pero algunas palabras suyas recogidas en el volumen de John Cavanagh dedicado a The Piper at the Gates of Dawn, de la colección 33 ⅓ (Libros crudos, 2013), dejan entrever su opinión sobre lo que pensó al escuchar la música del conjunto. “La mejor manera en que podría describir a Pink Floyd es como una creación de estados de ánimo a través del sonido”.
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Y si bien, el álbum -grabado en varias sesiones entre febrero y mayo de ese año- contenía algunas bellas canciones pop (en esa cuerda están “Flaming” o “The Gnome”), el grupo se dio el gusto de incluir una de las improvisaciones que desarrollaban en vivo. “Interstellar overdrive”, que abre la cara B, se gestó de forma tan caótica como su sonido.
Barrett pasaba la tarde con Peter Jenner, cuando éste le quiso tararear el riff de una canción que había escuchado. Era la versión que los californianos Love habían grabado para “My little red book” (original de Burt Bacharach), pero le salió tan desafinada que Syd la interpretó a su manera en la guitarra. De allí salió el hipnótico riff descendente sobre el que se cuelga el resto del grupo.
La pieza era una de las infaltables del conjunto en sus presentaciones en vivo. Un poco para desconcertar a la audiencia que esperaba “See Emily Play”. Por ello, Norman Smith decidió que la grabación debía transmitir la sensación de que los músicos interactuaban entre sí, como en uno de esos viernes en el UFO mientras los jóvenes psicodélicos bailaban con algún vaso de cerveza en la mano. Por ello dispuso la microfonía de tal manera de captar el sonido directo de los equipos rebotando en las paredes del estudio, tal como él mismo lo había hecho al grabar los primeros discos de los Beatles.
La banda grabó dos versiones de “Interstellar Overdrive” durante la segunda sesión de grabación del álbum, el 27 de febrero. En mayo, casi al final del trabajo volvieron a grabar una nueva toma, con el grupo tocando sobre una de las versiones grabadas. Durante la mezcla de la canción, decidieron hacer un ejercicio brutal en que el sonido pasa de manera brusca entre los canales del estéreo hacia el final del tema (se nota muy bien con los audífonos). Un efecto arriesgado, para un grupo que se presentaba como el paladín del riesgo sonoro.
Pero no todo era ruido. Una tarde, Smith decidió llevar a sus nuevos pupilos a conocer a los Beatles, quienes trabajaban en su célebre Sgt.Pepper’s Lonely Hearts Club Band en la sala al lado de la que ocupaban ellos en Abbey Road. Pero ese primer saludo no fue del todo afectuoso. Los de Liverpool eran recelosos de los extraños en su templo de la melodía. Y eso corría para todos, sin importar que Norman fuera un viejo conocido. “Por desgracia él y sus protegidos obtuvieron una recepción muy fría por parte de Paul y George Harrison (...) Tras unos minutos de incómoda charla, Norman salió por la puerta”.
Elfos y enanos psicodélicos
Pero no todo era un torrente de sonido alocado. Otro grupo de canciones del álbum revela, de una u otra forma, el consumado lector que era Syd Barrett. En esa línea está por ejemplo, “Chapter 24” -una de las primeras composiciones preparadas para el disco-, cuya letra se inspira precisamente, en el capítulo 24 del I Ching, el libro filosófico chino.
“Su capacidad lingüística también era sorprendente -explica Cambiasso-. Barrett, antes de que se malograra por el excesivo consumo de LSD, era seguramente la persona más ilustrada de toda la escena rockera de aquellos tiempos. Capaz de estar al tanto de las nursery rhymes y la literatura infantil de Kenneth Grahame (un capítulo de su maravillosa novela El viento en los sauces titula el debut de Floyd), pero también de cosa como La Rama Dorada, del gran antropólogo escocés James George Frazer. Por eso se nota también la experimentación en los juegos verbales de sus letras”.
Por ello, otras canciones delatan su ingenio al escribir. La letra de “The Gnome”, en formato de microcuento (“Quiero contarte una historia/Sobre un hombrecito/Si puedo/Un gnomo llamado Grimble Crumble”), y sus paisajes de fantasía, van sobre el conocido gusto del músico por la literatura de Tolkien. Pero también, según Cavananagh, emergen las lecturas de Frazer sobre el culto a los árboles en el medioevo. La imaginación de Barrett, con sus duendes de capuchón verde azul que toman vino, hizo el resto.
Vestido con el hábito del juglar psicodélico, Barrett también desarrolló la fibra más bucólica y pastoril en “The Scarecrow”. Un texto que según Cavanagh se puede leer como una fantasía ensoñadora del autor embobado de melancolía por los paisajes de su Cambridge natal, sus edificios antiguos, los prados verdes y los campos de centeno. “El negro y verde espantapájaros como todo el mundo sabe/De pie con un pájaro en su sombrero de paja y todo el mundo/No le importaba”, canta.
“Gran parte de la psicodelia inglesa se remonta a la infancia, un período de inocencia y pureza poblado por gnomos y hadas, elfos y enanos -explica Barry Miles-. Peter Jenner pensó que la última vez que Syd se sintió realmente feliz fue antes de la muerte de su padre, por lo que la infancia se convirtió en un refugio de las presiones del mundo moderno, una forma de volver a los placeres despreocupados de jugar en Grantchester Meadows con su hermana Rosemary, a mentir. abajo y ver el río fluir, escuchando las campanas distantes (el tema de ‘Flaming’)”.
El órgano de Rick Wright es el que conduce la canción -de la que se hizo solo una toma-, mientras Mason toca un ritmo galopante en una plancha de madera. También añadieron una guitarra acústica de doce cuerdas, mientras la voz de Syd, armonizada, flota en los canales del estéreo.
La productora Pathé Pictorial rodó en julio un clip de la canción, en que Syd -cómo no- carga un espantapájaros para reubicarlo en otro lugar. Inocencia y melancolía en la breve (solo dura un poco más de dos minutos), pero expresiva pieza. “El grupo Pink Floyd ha llevado sus improbables colores psicodélicos al aire libre”, dice el compuesto relator mientras la cámara toma al solitario muñeco en el centro de un campo en que el tiempo parece no existir.
Mucho del delicioso ambiente del disco se debe al trabajo silencioso, pero decisivo, del lacónico Rick Wright en el piano eléctrico, el órgano y el armonio. Creó texturas a partir de la combinación de esos instrumentos -tomado de su gusto por el jazz-, además del uso de notas pedal sobre las que desarrolló figuras (por ejemplo en “The Gnome” y en “Flaming”). No son pocos los que han sostenido que el teclista es el músico más subvalorado de Pink Floyd.
“Coincido en que el aporte de Wright ha sido subestimado -opina Cambiasso-. No tengo dudas de que la constitución esencial, la base, por decirlo de algún modo, del sonido del primer Floyd se debe a la peculiar guitarra con slide de Barrett y a los teclados de Wright. En cambio, la base rítmica de Waters y Mason era más bien básica. Wright cuenta que en algún momento, en plena crisis de la banda, sus managers, Jenner y King, le sugirieron que se fuera con Barrett si la banda lo abandonaba. ‘Y lo habría hecho de creer que Barrett podía recuperarse’”.
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The Piper at the Gates of Dawn, cuya foto de portada fue tomada por Vic Singh mediante un lente en forma de prisma, salió a las tiendas el 5 de agosto de 1967. Llegó hasta el puesto número 6 en el UK Albums Chart, mientras el Sgt. Pepper’s de los Beatles gobernaba sin contrapeso las listas. De todas formas, el valor artístico del disco creció con los años.
“Hubo quienes prontamente supieron reconocer las peculiaridades sonoras del primer Floyd, por ejemplo David Bowie, quien decía que para él Floyd se terminó cuando Barrett salió del grupo -explica Cambiasso-. Pero también es verdad que mucho del universo floydiano estaba demasiado embebido de la visión psicodélica para que pudiera apreciarse en una década, los setentas, mucho más crispada y menos optimista. Me atrevería a decir que fueron los propios miembros de Floyd los que más dificultades tuvieron para deshacerse definitivamente de la sombra de Barrett. Por supuesto, cuando las texturas sonoras se impusieron a la sucesión de acordes como elemento constitutivo de la canción, ese primer disco de Floyd recuperaría sus oyentes. Creo que eso tuvo lugar en Gran Bretaña con la llegada del post punk hacia 1977/ 1978″.
Pero en su momento, el álbum aún generaba incógnitas. El mismo día en que salió a la venta, la revista Melody Maker publicó un artículo titulado El gran misterio de Pink Floyd, en que se preguntaba cómo diablos esa banda grababa sencillos tan melodiosos como “See Emily Play”, a la vez dedicaba buena parte de sus conciertos a lanzar “un estruendoso, incomprensible, gritando, sonoro”. Pero quizás la explicación estaba más cerca de lo que pensaban.
En esos días, poco a poco Syd comenzaba a cambiar su actitud. “Tanto fuera como dentro del escenario, ido completamente, incapaz de tocar una nota o seguir mínimamente a sus compañeros que, junto a los representantes y amigos comenzaron a inquietarse seriamente”, explica López Poy. Una nota de prensa aparecida el 19 de agosto detallaba que el grupo iba a cancelar todos sus shows en agosto, debido al “agotamiento emocional” del líder. Algo de eso había, pero lo cierto es que mientras disfrutaban de unos días de asueto en Ibiza, Syd ya había entrado en un camino de no retorno.
La crisis estalló en el peor lugar posible; la primera gira estadounidense del grupo durante los últimos meses de 1967. Barrett comenzó a comportarse de manera errática en escena. “Cuenta la leyenda que para alisarse el pelo se echó una mezcla de pastillas machacadas y gel y que, con el calor de los focos, el ungüento comenzó a derretirse y a escurrirse por la cara de Syd, para entusiasmo del público, probablemente tan colocado como el cantante, que desafinó como nunca para gran cabreo de Roger, que acabó destrozando su bajo”, escribe López Poy.
Durante las presentaciones televisivas, Barrett se mantenía en silencio. No pronunciaba palabras y solo se limitaba a rasguear en la guitarra el mismo acorde una y otra vez, sin relación alguna con lo que tocaba el resto. Para los demás, el líder se había vuelto un problema. En los siguientes años, en varias entrevistas estos atribuyen su descenso a los efectos del ácido (“creo que jugó un papel importante en eso”, dijo Wright en la entrevista con Edginton). Lo cierto es que hacia el final del año, la contracultura inglesa vivía tiempos difíciles (Mick Jagger y Keith Richards habían sido arrestado por posesión de drogas), y además la compañía presionaba al grupo para obtener otro sencillo exitoso. Mientras, Waters comenzó a imponerse como la nueva fuerza dominante en una banda que se tambaleaba.
En diciembre, Nick Mason inició las primeras conversaciones para incorporar a un nuevo guitarrista como apoyo en vivo. Se trataba de David Gilmour, un viejo conocido de Syd de sus días del instituto en Cambridge, con el que incluso había viajado en algún verano. Pero aún así la exclusión de Barrett ya se hace patente en el estudio; sin él, en enero de 1968 graban un nuevo sencillo compuesto por Wright, cuyo título sonaba irónico, “It would be so nice”. Fue un fracaso total. Todo acaba en febrero, cuando camino a un concierto, deciden no pasar a buscarlo. Y allí lo dejaron. Al lado del camino.