Columna de Héctor Soto: A propósito de nada y a pesar de todo

woody allen

Allen se hizo director desde una matriz distinta. Simplemente se puso a filmar y al comienzo lo hizo a costalazos, es decir, equivocándose, probando, imitando por aquí y ensayando por allá. A la vuelta de pocos años ya estaba ganando un Oscar.


La autobiografía de Woody Allen (A propósito de nada, Alianza Editorial, 2020, 440 páginas) muestra a un cineasta muy funcional a los códigos de la industria, que sabe trabajar rápido, que no se quiebra la cabeza en dilemas interminables, que no cree que sus planos sean dogmas y que tampoco siente estar pintando con sus películas el techo de la Capilla Sixtina. Se dirá que esas son sus limitaciones. Pero son también sus grandezas. Porque no deja de ser notable que alguien, tomándose su oficio con tanto pragmatismo, haya realizado cintas tan notables como Crímenes y pecados, Manhattan, Annie Hall o Zelig. Una opción sería no creerle: está mintiendo y quiere hacer pasar por fáciles trabajos que en rigor fueron difíciles. Pero la otra es que sea cierto, porque es difícil explicar su tremenda productividad como autor: 50 largometrajes. No todos, claro, tienen el mismo nivel. Pero, tiene al menos una docena de títulos grandiosos y eso -cualquiera sea el padrón que se utilice- es por lo bajo una proeza.

Otra aspecto de la autobiografía, que no por sabido deja de ser asombroso, es que Allen, antes de convertirse en cineasta, tuvo una larga vida como escritor de chistes, autor de monólogos teatrales, libretista de televisión y también como dramaturgo. Había empezado temprano y se abrió paso en ese mundillo con la tenacidad de una hormiga. Podría trabajar días y noches completas, sin parar, frente a una máquina de escribir y ya tenía 35 años cuando dirigió Robó, huyó y lo pescaron, su primera película. En una época en que los directores llegaban a la realización a través de estudios universitarios, o por su experiencia en la industria o por la vía de la pura cinefilia, Allen se hizo director desde una matriz distinta. Simplemente se puso a filmar y al comienzo lo hizo a costalazos, es decir, equivocándose, probando, imitando por aquí y ensayando por allá. A la vuelta de pocos años ya estaba ganando un Oscar por Annie Hall y para entonces ya había definido las coordenadas del mundo que instaló en el cine norteamericano: el de la inseguridad física y psicológica del macho, el del perdedor compulsivo y neurótico al que todo -o casi todo- se le da mal: el trabajo, las mujeres, el dinero, el éxito, la vida social.

A propósito de nada deja en claro que Allen tiene un sentido casi calvinista del trabajo. Que hizo cine porque lo pasaba bien filmando, no porque quisiera comprar boletos a la inmortalidad. Que pertenece al escaso grupo de personas que siente que la vida no está en deuda con ellos. Y que sabe que su nombre quedó manchado para siempre tras el escándalo de su relación con Soon-Yi y la falsa acusación de su pareja, Mía Farrow, por abuso de menores. A sus 84 años, no le queda otra que cargar con esa infamia. Según él, el asunto ya no lo desvela. Pero sin duda que malogró su imagen pública y le cerró el paso al Olimpo donde, de no mediar ese episodio, quizás iba a llegar. Su cine, en cualquier caso, está ahí y sigue siendo el mismo: superior a la media casi siempre, excepcional y muy inspirado a veces. El drama es que contra el veto no hay talento ni genialidad que valga.

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