Fue un detalle menor, pero significativo a la vez. Una agenda decorada con ilustraciones infantiles que le obsequió su marido, gatilló en Marcela Paz el ánimo de escribir un registro como si fuera un niño. “Me largué a escribirlo con Papelucho como personaje principal”, recordó en una entrevista publicada en la Revista de Educación en 1986, un año después de su muerte.

Y aunque avanzó, llenando buena parte de las hojas en blanco, la idea no prosperó en demasía y la agenda juntó polvo en algún rincón. Por entonces, otras cosas ocupaban su mente. “Este Papelucho lo dejé dormir porque el tema era de grande, pero la voz era de un niño”, agregó en la citada entrevista. Todavía no era hora para el personaje.

Corrían los primeros años de la década de 1930 y por esos días, Marcela Paz aún no era Marcela Paz. Era solo una inquietud en la bullante imaginación de Esther Hunneus, una mujer con un despierto espíritu crítico, amante de la música y las artes (le gustaba mucho Beethoven), que solía escribir a escondidas durante su niñez. Un período de su vida que acabó resonando con profundidad años más tarde. Fue educada por severas institutrices en la casona familiar en calle Agustinas, tenía poco contacto con otros niños y más bien, estaba rodeada de adultos.

Marcela Paz hacia 1930

“Cuando la casa estaba en silencio y los hermanos dormían, se sentaba en su cama y llenaba cuadernos y cuadernos con cuentos y novelas que iban creciendo con ella. Nunca los leía”, escribió en una autobiografía, en tercera persona, que envió a los estudiantes de primer año de la Escuela Normal Mixta Dalmacio Véliz de Argentina en 1969.

Años después, comenzó a escribir algunos cuentos breves que enviaba a algunas revistas y publicaciones como El Diario Ilustrado. Tuvo un paso por la Escuela de Bellas Artes como estudiante de escultura y desarrolló un interés por la ayuda social en la formación de un hogar para niños ciegos.

Pero será la literatura su gran motor. Gracias al estímulo que recibió por parte del célebre crítico literario Hernán Díaz Arrieta, Alone, decidió dar el paso. Tomó el nombre de la escritora francesa Marcelle Auclaire -a ella nunca le gustó el suyo- y el universal anhelo de paz, propio de los convulsos días de entreguerras para firmar su primer libro, Tiempo, papel y lápiz (1933).

“No tuve ningún éxito con ese libro, porque era una fomedad, una lata”, lo resumió ella misma muchos años después, acaso como un recuerdo de esos días en que si bien consiguió buenas críticas -Alone lo elogió-, y publicó otros textos en clave adulta como Soy colorina (1935), no tenía mayor renombre.

Desde ese debut literario, pasaron un poco más de diez años. Hasta el día en que su esposo, Jose Luis Claro, le habló de un concurso de cuentos para niños de la editorial Rapa Nui. Esther desempolvó la vieja agenda. “Hice un extracto del diario aquel y mandé lo que hoy día es Papelucho”, recordó en la entrevista citada. No ganó, pero consiguió que la publicaran. Ahí comenzó todo.

La voz de los niños

Con su imagen clásica de pelo revuelto, orejas grandes y dientes separados -diseñado por Yolanda, la hermana de la autora-, Papelucho, el niño de observaciones ingeniosas y espíritu inquieto, se hizo un espacio en la escena literaria chilena a través de una serie de doce libros extendida entre 1947 y 1974.

El escritor Alberto Fuguet es un declarado admirador de la obra -de hecho prepara una investigación y un taller al respecto-. Para él se trata de un personaje que rompe un esquema. “Es, antes que nada, un tipo que intenta explicarse y entender el mundo, a través de las palabras -explica a Culto-. Es un escritor. ¿Cuántos chicos hombres tienen un diario? Es un hombre no alfa que intenta sobrevivir. Es un solo, un perdido, es personaje que mira, ve y entiende. Lo más rupturista es su subversión de contar las cosas como las ve y no como le conviene al resto. Me parece que sigue siendo rupturista porque tiene el corazón de un poeta”.

Pero ante todo, se trata de una obra que reposicionó la infancia en el mundo literario. “Papelucho fue totalmente rupturista durante los años en los que se publicó -explica la Doctora en Literatura Chilena e Hispanoamericana, Isabel Ibaceta, quien estudió la obra de Marcela Paz en su tesis doctoral-. Durante este periodo existían muy pocos textos de literatura para la infancia, que le cedieran la palabra al niño y que, además, le permitieran hablar desde una perspectiva creíblemente infantil”.

Una opinión similar es la del escritor y especialista en literatura infantil y juvenil, Manuel Peña Muñoz. “Papelucho se adelanta a un nuevo concepto de la niñez en la que se escucha al niño y se respeta su opinión, cosa que en el pasado no ocurría. Los niños se sentían identificados con este niño imaginativo que pensaba y hablaba como ellos, y que además escribía un diario de vida”.

Precisamente, fue ese interés por escuchar la voz de la niñez, lo que motivó a Marcela Paz a crear al personaje, según le contó a una escolar en su última entrevista concedida en 1985. “Justo en esa época, por allá por el treinta, se estaba discutiendo la Ley de Divorcio en Chile, pero sin tomar en cuenta para nada la opinión de los niños que iban a sufrir por estos divorcios. Esta situación me tenía indignada (...) a nadie le importa lo que sienten los niños cuando los matrimonios se desarman”.

Y ahí está el otro acierto. Lograr una voz infantil resulta sumamente complejo a juicio de los expertos, pero la escritora lo consiguió de gran forma. “Paz elige escribir, intentando en alguna medida ‘dejar hablar a la infancia’ -afirma Ibaceta-. En términos literarios, la manera en que construye la voz infantil es a través de una red de estrategias literario-lingüísticas complejas. Entre ellas, usa la ironía estructural, el humor, un ponitonalismo (trágico-cómico), un uso del lenguaje coloquial y un registro que emula lo oral. Esta voz se articula de forma muy importante, también, a partir de un juego semántico que ficcionaliza el nivel de conocimiento del lenguaje por parte del niño y de mecanismos lúdicos (lexicogenésicos) de invención de frases y palabras”.

Para Alberto Fuguet, la fuerza de la voz narrativa infantil que logra Marcela Paz, no se puede desligar de su propia historia. “Fue más libre escribiendo que viviendo, deduzco. Sin duda que era mucho más intensa y atrevida al escribir. Era una mujer compleja, rara. Llena de contradicciones. Papelucho es su manera de zafar, de poder hablar. El gran error es creer que Marcela Paz era una abuelita. Lo fue, al final, pero la saga nace de una mujer llena de soledad, taras, cosas no resueltas y, creo, frustración”.

Por ello, en la obra dominan las observaciones y juegos de palabras del chico, cuyo nombre es una derivación del apodo del marido de la autora (“Pepe lucho”). Es decir, en el origen hay un juego en sí mismo. “Hoy regalé todas mis cosas, porque para ser santo es necesario regalarlo todo. Todo, menos mi pelota de fútbol, mi escopeta, mi revólver y otras cosas que necesito”, es uno de los párrafos del primer libro que resume su estilo..

Según Ibaceta, en esos recovecos reside buena parte de la originalidad de la saga. “El personaje fue rupturista no solo por sus mensajes críticos, irónicos y humorísticos sobre la sociedad chilena, sino porque al mismo tiempo puso en evidencia la forma conservadora en que la mayoría de la literatura para infancia de la época estaba escrita -explica la también Académica de la Universidad de O’Higgins-. Esto se evidencia a través del juego lúdico y desenfadado de la figura del escritor-niño, el cual mezcla y subvierte las convenciones y los géneros literarios a través de su ‘pluma’”.

Papelucho criticón

Marcela Paz, una mujer de misa diaria -cuenta en su última entrevista que solía asistir a la Iglesia de La Inmaculada Concepción de Vitacura- y con un agudo sentido de la observación, también desarrolló una sensibilidad por los problemas sociales. Una anécdota la perfila. Una tarde mientras viajaba en la micro, notó que en el parachoque estaba sentado un niño vago a pie descalzo.

Era un día frío. Tras bajarse y conversar con el chico, ella se lo llevó hasta a su casa, le dio de comer y luego lo trasladó hasta el Hogar de Cristo. Ahí se dio cuenta que el muchacho era muy conocido. “¡Era la quinta vez que se había arrancado del lugar aquel!”, recordó, todavía masticando la sorpresa, en la entrevista publicada en 1986. “De allí nació Papelucho Detective (1957)”, agrega. Es decir, de alguna manera, el libro dialogaba con su época.

“Podría decirse que la serie Papelucho es, en toda su extensión, una crítica social a su tiempo -comenta Isabel Ibaceta-. A la vez puede leerse como una crítica al tiempo actual, por cuanto las problemáticas que expone, siguen siendo muy vigentes. En estos libros se articulan constantes y numerosas críticas a algunas de las instituciones que estructuran lo social y las relaciones de poder. Entre ellas, especialmente, la institución de la familia, de la escuela, de la religión católica y las fuerzas policiales. Las novelas, en sus diferentes décadas, se hacen eco de su tiempo”.

Marcela Paz

“Me voy de la casa, me voy para correr por el mundo y para huir de las injusticias de la vida. Me voy a la montaña, donde nadie me insulte y me desentienda. Mi padre es cruel y me aborrece. Los ricos no saben lo que es la pobreza. Yo sé”, se lee en un extracto del primer libro. Es decir, desde el comienzo el personaje tiene una sorprendente voz infantil con carácter.

Para los expertos, ese rasgo lo vuelve una suerte de sujeto virtuoso. “Papelucho critica la injusticia social, es sensible con los desposeídos, incluso en los últimos libros, se compadece de un niño que sufre diabetes -detalla Manuel Peña-. Su curiosidad lo hace conocer una realidad distinta a la suya y relacionarse con personas diferentes”.

Alberto Fuguet explica el punto con un ejemplo. “Papelucho Historiador es intentar ver la historia desde otro prisma y se coloca a veces en el lado de las víctimas. El año 1955 dice que no entiende por qué se celebra el descubrimiento de América y que ese día fue ‘completamente fatal’ para los indios. En ese libro, uno de los más libres de la saga, Papelucho sueña y vive como si fuera un mapuche”.

Por otro lado, la autora se sirvió de la cultura pop del momento como eje de algunos libros, como ocurre en Papelucho mi hermano hippie (1971). La historia en que Javier, el hijo mayor, vuelve de unas vacaciones con el pelo largo, ropa escandalosa y una estrella de mar al cuello, lo que provoca el airado rechazo de los padres. Una situación que da cuenta de ciertas tensiones del momento, entre los adultos y la juventud criada en la era de la Guerra Fría, imbuida del ideario de la revolución de las flores, el rock y la liberación sexual. Cuando se publicó, la autora tenía 69 años.

Ilustración de Papelucho mi hermano hippie

“En los libros que aparecieron en los años 60′ se refleja el interés del hombre en explorar el espacio y llegar a la luna -señala Manuel Peña-. En los libros de comienzos de los años 70′ aparecen las marchas de protesta, las visitas de periodistas extranjeros a observar la realidad política chilena, la construcción del metro de Santiago, las canciones de moda, los deportistas y los programas de televisión”.

Aunque las referencias pop pueden sonar insulsas, la novelista se las tomaba muy en serio. Cuando trabajó Papelucho Misionero (1966) -por encargo de la Revista de Misiones de la Iglesia Católica- hizo una investigación previa sobre África, continente donde se desarrolla la trama. “Me fui a una agencia de viajes y pedí todos los documentos relacionados con el tema porque quería viajar al África -relata en una entrevista-. Y como me vieron cara de gringa me dieron todo tipo de papeles y con ellos fui fabricando la vida del personaje en el Continente Negro [sic]”.

Pero no solo se trata de un personaje conectado con lo que ocurre fuera de su hogar. En las novelas también se presenta una visión poco complaciente respecto a la familia de mediados del siglo XX; en este caso la integraban padre y madre, el hermano mayor, la hermana menor, Ji, y la asesora del hogar, Domitila, quien está basada en una empleada del mismo nombre que tenía su familia, con quien la niña Esther forjó una relación de mutuo cariño. Nunca la olvidó y la hizo vivir por siempre en las páginas de su obra.

“El lector adulto percibe una crítica a la familia tradicional chilena con atisbos de hipocresía y egoísmo -detalla Peña-. La crítica es a la sociedad pero también a la familia. Esto resultó sorprendente pues no se concebía que un niño pudiese ser crítico con sus mayores. Y esto fue justamente lo que cautivó a los niños lectores junto con su humor verbal. Es la antítesis de un niño modelo”.

Y allí se ubica otro aspecto clave del personaje: el agudo sentido del humor. “Me gustaría ver un incendio bien grande, porque no hay esperanzas de ver naufragios -se lee en un párrafo del libro debut- A veces me dan ganas de quemar la casa, pero desde antes ya me vienen los remordimientos y me echan todo a perder”.

“Creer que la mayor capacidad de Papelucho es que es cómico, es haber leído mal o hace demasiado tiempo -analiza Fuguet-. Usa el humor como lo hacen los grandes artistas: para no sucumbir. Más que destrozar a la sociedad, devela que la familia y la educación no siempre cumplen su cometido. Hacia el final Marcela Paz captó que era mejor dejar a Papelucho y optó por partir de nuevo, en un gesto bien fascinante, al crear Los pecosos, que es una novela muy Tim Burton/Roald Dahl y Perico trepa por Chile”.

Una influencia

Hacia el final de su vida, en 1982, Marcela Paz recibió el Premio Nacional de Literatura. Es una de las cinco mujeres (entre ellas, solo una poeta: Gabriela Mistral) que han recibido el galardón en sus casi ochenta años de historia. En ese período final, en que publicó otros textos como Perico trepa por Chile (junto a Alicia Morel), y Los pecosos, la autora reveló que estaba trabajando en otro personaje, esta vez una niña, pero su muerte dejó trunca la idea.

“Se trata de una niña en un hogar intrigante -detalló la narradora en la entrevista publicada en 1986-. No una teleserie, desde luego. Pero busca despertar el interés del niño por saber lo que va a pasar”.

Extracto de diario La Prensa (Tocopilla). 12 de agosto de 1982.

En 1985, una niña llegó a su casa con la tarea de escribir una biografía de la escritora. Cuando su madre, la periodista Zayda Cataldo, notó que existía poca información disponible sobre ella, decidió gestionar una llamada para preguntarle directamente. Fue la última entrevista en vida de Marcela Paz y se publicó en la revista Caras un par de semanas después de su muerte, en junio de ese año. La anécdota revela que aunque era un tótem de la literatura infantil, en realidad poco y nada se sabía sobre la mujer.

No era tan simple. El reconocimiento, tardío, tuvo una consecuencia ingrata. La encasilló en una imagen de autora infantil por antonomasia, lo que a juicio de Isabel Ibaceta, invisibilizó tanto el resto de su obra, como a sus cualidades como autora. “Es sabido que, por una parte, la escritura de mujeres era marginal en la época y, por otra parte, el sitial canónico históricamente se ha dado a la ‘gran literatura’ de la cual se ha excluido a las narrativas para la niñez. Lo negativo de relegar a Paz a la imagen estereotípica de la graciosa y maternal autora infantil, es que no se han sabido leer las particularidades y constantes en su propuesta escritural en general”.

Una opinión que comparte Alberto Fuguet. “El libro con los años ha sido dañado por la idea de Marcela Paz como una abuelita pechoña y conservadora y porque, para casi todos, toda la literatura que no es para hombres adultos burgueses, es de segunda categoría. Así, al apostar Paz por escribir una saga supuestamente para niños se condenó. Pero ahora, poco a poco, empieza la revancha”.

De todas formas, el trabajo de Paz con Papelucho sí abrió un camino en la narrativa criolla. “En los años sucesivos empezaron a aparecer libros con personajes infantiles insertos en su realidad social y con una visión crítica a su entorno, entre ellos Cuentatrapos (1984) de Víctor Carvajal y La composición (1998) de Antonio Skarmeta, ambos con premios internacionales -detalla Manuel Peña-. El humor lingüístico y el uso de la primera persona han tenido también seguidores con mezcla de influencias de Roald Dahl, sin embargo la mirada de Marcela Paz es única y su estilo asociativo es inconfundible”.

“Ha influido al crear lectores, algo clave, porque una literatura donde solo hay escritores no es una literatura, es un gremio -afirma Alberto Fuguet-. Papelucho desea ser leído. Ha logrado ser un clásico a pesar de haber sido ningueado por todos. Creo que Papelucho se ha colado en la prosa de muchos debuts de autores desde los 60s en adelante. Es parte de nuestro ADN. Lo es, al menos, del mío”.

Y por cierto, el personaje también se coló en otros campos de la cultura. “La figura de Papelucho transita desde en memes, en consignas y pancartas de fenómenos sociales como la revolución del 18 de octubre (2019), hasta en gigantografías de fomento de la lectura en los Mall -agrega Ibaceta-. Lo vemos en los doodle de Google, en ferias, librerías y eventos por doquier. En lo que respecta a la literatura Chilena es notoria su influencia en escritoras/es como María Silva Ossa con Las aventuras de tres pelos (1975) y Alejandro Cabrera con su potente y bien escrito libro Lazarillo (2017). Otro texto en que también se hace referencia al personaje es Papelucho gay en dictadura (2019) de Juan Pablo Sutherland”.

En los últimos años dos nuevos títulos renovaron la saga: Adiós planeta, por Papelucho (2017) y Papelucho, Romelio y el castillo (2017), ambos editados por SM. Sin olvidar que Papelucho y el marciano fue llevado a la gran pantalla en 2007. Sin embargo, ese interés no se corresponde en el mundo de la academia. Los expertos afirman que hace falta más interés en su análisis. “Habría que estudiar la serie desde un punto de vista sociológico ya que retrata la vida chilena a través de la mirada de un niño”, afirma Manuel Peña.

Por extensión, la categoría de literatura infantil, también afectó al conocimiento de otras autoras, además del grueso del trabajo de la artista. “La poca atención académica hacia la obra de Paz en Chile, probablemente se debe a esta etiqueta, que se le cuelga, de escribir ‘literatura menor’ -señala Isabel Ibaceta-. Este fenómeno posiblemente ha invisibilizado, en el ámbito académico, la producción de otras autoras como Alicia Morel y Maité Allamand”.

Pero el niño de sonrisa fácil, que no creció y habló por todos, continúa allí en un diálogo permanente con su audiencia y su tiempo, a la que todavía le entrega un lugar propio.