Con sus herméticos trajes blancos, mascarillas y largas mangueras, los integrantes de la policía sanitaria que recorrían las calles chilenas a comienzos del siglo XX, parecían improbables sujetos sacados de alguna novela de Julio Verne. Se trataba de un cuerpo establecido en forma a fines del siglo anterior, en atención a la acuciante necesidad de sanitizar las ciudades y a la población, a partir de ideas higienistas que estaban asentadas en las elites médicas de la época.

En efecto, el Santiago finisecular era en muchos aspectos una ciudad insalubre y repugnante al ojo del observador refinado. Así, el intendente e historiador Benjamín Vicuña Mackenna se había referido a los arrabales de la capital, como “una inmensa cloaca de infección y de vicio, de crimen y de peste”. Y más allá del juicio de sus palabras, lo cierto es que en las barriadas populares las condiciones de vida eran deplorables a consecuencia de “la ignorancia, los malos hábitos de higiene y el modo de vivir medio salvaje de la población”, explica el historiador y académico de la PUC, Rafael Sagredo en un capítulo del tomo dos de la colección Historia de la vida privada en Chile (Taurus, 2005).

Por entonces, las epidemias no eran un asunto desconocido. En 1886 un brote de cólera que entró a Chile desde la zona de Aconcagua y luego se extendió a Santiago y Valparaíso, cobró la vida de 30.000 personas. Asimismo eran comunes otras agresivas pestes como el sarampión, el coqueluche o tos convulsiva, la erisipela, la fiebre tifoidea y la más frecuente -y mortal sobre todo entre el bajo pueblo-, la viruela.

De allí que la higiene se volvió un tema de estado. Y se avanzó a tientas. El control del ornato y la salubridad estuvo delegado, en principio, a las fuerzas policiales, como ocurría desde finales del período colonial. “En las postrimerías del siglo XVIII, se aplicaron normas de policía sanitaria para aplacar los efectos de las epidemias como la viruela o casos de tisis, procediendo a aislar enfermos o a quemar los bienes o ropas de los contagiados a modo de prevención”, explica a Culto el historiador y académico de la Facultad de Medicina PUC, Marcelo López Campillay.

Interior de un conventillo, Santiago, 1920. Colección Biblioteca Nacional de Chile.

Pero en el siglo XIX las cosas cambiaron. Con la apertura de Chile al comercio internacional, el auge del entrepot de Valparaíso y la bullante exportación de salitre desde la árida pampa nortina, se debió regular el control sanitario, a consecuencia de la mayor circulación de naves y pasajeros de diversas naciones por las costas del país, que deambulaba con una que otra dificultad hacia la anhelada modernización.

“Fue en 1886, durante el gobierno de J. M. Balmaceda, en el que se actualizó el concepto de policía sanitaria -explica López Campillay-. En gran medida por la evolución del comercio internacional, su vinculación con la creciente expansión de pandemias como el temido cólera, la influenza y la fiebre amarilla, y por la importancia que la salud pública había alcanzado como un símbolo de progreso de las naciones”.

Es decir, este grupo podía aplicar varias medidas sanitarias, muy similares a las de hoy, según ameritaba el caso. “De acuerdo con la ley de 1886 y el Código Sanitario, las tareas de policía sanitaria apuntaron a aplicar profilaxis a trenes y barcos provenientes del extranjero, interrumpir la actividad portuaria en caso de epidemia, instaurar cuarentenas y cordones sanitarios”, detalla López Campillay.

La idea fue la respuesta a una catástrofe. La crisis de 1886, con sus lazaretos, cementerios y carros fúnebres especiales para coléricos, marcó un punto de quiebre. Impulsó una serie de iniciativas que condujeron a la creación en 1892 del Instituto Superior de Higiene (que será la base para el posterior Instituto Bacteriológico, actual ISP) y la inclusión del higienismo en la mentalidad del progreso, propia de la elite. Si se podía construir un canal en Panamá, inventar la electricidad y el automóvil, cómo no se iba a doblegar a la insalubridad.

Desinfectar en terreno

En suma, hacia el cambio de siglo no había un cuerpo especializado en el control sanitario, sino que simplemente se le entregaron mayores atribuciones a la policía existente. “Antes de la creación de una asistencia pública era la misma policía la que prestaba algunos servicios de salud de emergencia. O sea una cosa es la ‘policía sanitaria’, otra que la policía, antes de la asistencia pública prestara algunos servicios de salud de emergencia”, explica Marcelo Sánchez, historiador y académico del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile.

Sánchez ha trabajado en los últimos años una acuciosa investigación acerca de la desinfección en Chile. Para 2021 espera publicar un artículo sobre las Casas de limpieza durante la mencionada epidemia de cólera, y de pasada, el rol que cumplió un organismo que surgió a finales del siglo, al alero del Instituto Superior de Higiene: la policía sanitaria.

Esta organización, compuesta entre 15 a 20 personas reclutadas del bajo pueblo (a quienes se les proporcionaba alguna mínima instrucción), estaba integrada al personal del desinfectorio público, que dependía del mencionado Instituto.

Desinfectorio público hacia 1910. Colección Biblioteca Nacional de Chile.

Su función era simple: desinfectar lugares con alto flujo de personas, pero con especial atención sobre aquellos más insalubres. Es decir, eran algo así como unos fumigadores. Una suerte de brazo armado de la higiene en terreno. “Generalmente se trataba de desinfectar teatros, tranvías, carros de tren y cada vez más las habitaciones populares conocidas como conventillo”, detalla el académico.

“Para 1910 ese cuerpo de policía sanitaria contaba con uniformes de trabajo en campaña y de diario, manejaba carromatos tirados por caballos y un locomóvil con los que traslada las estufas de desinfección al lugar que la autoridad lo señalara”, escribe Sánchez en parte del mencionado trabajo, compartido con Culto.

Con el tiempo, esta organización fue integrada en los proyectos sobre higienización social, propia de las miradas eugenésicas que cruzaban las decisiones políticas de entonces. “La policía sanitaria también mereció un reconocimiento en la denominada Ley de Defensa de la Raza, promulgada por la Junta de Gobierno de 1925, a través del decreto ley nº 355, con el objeto de combatir las enfermedades y costumbres ‘susceptibles de causar la dejeneración de la raza’, como indicó la norma, esto es, la sífilis, la tuberculosis, el alcoholismo, la prostitución, entre las principales”, comenta López Campillay.

Por cierto, se trataba de un grupo que también entraba en acción en momentos en que circulaba alguna epidemia en el país. “En los episodios más críticos como los de los peaks de tifus exantemático, especialmente en el período entre 1932 y 1935, las tareas de desinfección y control sanitario fueron complementadas por carabineros y fuerzas militares”, explica Marcelo Sánchez.

Desinfectadores trabajando, hacia 1910. Colección Biblioteca Nacional de Chile.

Como sucedía por entonces, algunos se resistían a la presencia de estos sujetos. “La acción del carro móvil de desinfección en los conventillos era especialmente temida ya que de ella a veces resultaba algunas veces la muerte de algún enfermo y la quema de ropa y utensilios”.

Pero hubo algunas situaciones que favorecieron la aparición de esta suerte de obreros de la limpieza. Durante los días de la llamada “paz armada” en Europa, antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, se desarrolló la industria farmaceútica, lo que derivó en la invención de las primeras armas químicas (como el gas mostaza) en la guerra que se desató en 1914. Pese a su macabra estela de muerte en las trincheras europeas, el desarrollo tecnológico en la época permitió que la policía sanitaria chilena contase con una suerte de equipos portátiles para llevar a cabo sus labores.

“Como sostiene Pedro Lautaro Ferrer, historiador y salubrista de principios del siglo XX, los pulverizadores que se utilizaron en ese momento fueron las mochilas Aesculap Shering’s que aplicaban formalina para desinfectar espacios con presencia microbiana de viruela, difteria, fiebre tifoidea, tuberculosis, alfombrilla, neumonía, etc -detalla López Campillay-. Otros instrumentos como las estufas Geneste Hersher utilizaron ácido sulfuroso”.

“La policía sanitaria contaba con estufas de desinfección -agrega Marcelo Sánchez-. Inicialmente fueron usadas las Geneste-Hercher, procedentes de Francia que fabricaban los Établissements Geneste, Herscher et Cie. Con el inicio del siglo XX la tecnología francesa empezó a competir con alternativas españolas y alemanas. En 1901, el Desinfectorio Público tenía a su disposición 12 aparatos de desinfección de la empresa alemana Aesculap-Schering, que vaporizaban formaldehído”.

Las fábricas de limpios

La noticia se imprimió en una plana completa. Entre las cuevas y canteras del Cerro Blanco, se encontró a un grupo de vagabundos. Según detalla el número 1420 de la Revista Zig Zag, publicado el 7 de mayo de 1932, eran alrededor de 500 cesantes que pernoctaban en el lugar. Por entonces la enorme crisis económica generada por la Gran Depresión había dejado a una gran masa de trabajadores desempleados, en su mayoría antiguos calicheros de las salitreras. Habían venido a Santiago, pero estaban abandonados a su suerte.

Tras la visita de funcionarios de la entonces muy ocupada Oficina de cesantes, fueron trasladados “hasta la Casa de Limpieza donde fueron sometidos a una especial higiene, siendo todos bañados, afeitados, y haciéndoseles un corte general de pelo”, detalla la publicación. En otras palabras, eran rapados. Aunque no todos. Solo en el caso de las mujeres el reglamento permitía que “se formule oposición”, la cual era dirimida por la administración del recinto.

Es decir, para los gobiernos era importante desinfectar no solo las habitaciones, sino que también a las personas. Como si la crisis económica no fuese suficiente, en esos días se declaró una epidemia de tifus exantemático en la capital. La alta concentración de personas en las viviendas miserables de la época, que en buena parte no contaban siquiera con alcantarillado, permitió la transmisión de la enfermedad, tal como plantean autores como Rosa Urrutia y Carlos Lazcano en su texto Catástrofes en Chile 1541-1992.

Por eso surgió la iniciativa de las Casas de limpieza. Las primeras de las que se tiene registro se levantaron en 1919. Hacia la década de 1930, en Santiago habían tres, ubicadas en las calles Santa María, en Marcoleta con Portugal y en la Avda. Independencia.

“La función de la Casa era asear cuerpos sospechosos -explica Marcelo Sánchez-. Tampoco se concibió que las personas se limpiarían a sí mismas, sino que era la Casa de Limpieza la que les ‘hacía el aseo’; y, en efecto, la Casa de Limpieza de Santa María reflejaba la idea de una producción masiva de limpios, bajo un criterio de producción industrial y con una estricta separación de género”.

Estos recintos funcionaron hasta mediados de la década, cuando se les quitó el financiamiento tras superar la epidemia. Las prioridades eran otras. Y los paladines de la higiene se volvieron un recuerdo de esos años en que las epidemias parecían indomables frente a la humanidad que paradójicamente, levantaba al progreso tecnológico como su gran paradigma.