El populismo, la nueva epidemia viral
En el libro El estallido del populismo (Planeta, 2017), una colección de ensayos sobre los estragos que el populismo causa en los países que se rinden a su demagogia, el Nobel peruano Mario Vargas Llosa explica los riesgos que acarrea este “nuevo enemigo” y advierte que una dificultad para combatirlo es que “apela a los instintos más acendrados en los seres humanos, el espíritu tribal, la desconfianza y el miedo al otro”.
Lo dice de entrada y sin rodeos. “El comunismo ya no es el enemigo principal de la democracia liberal —la de la libertad—, sino el populismo”. El escritor y Premio Nobel de Literatura 2010 afirma que la doctrina dejó de serlo cuando desapareció la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), “por su incapacidad para resolver los problemas económicos y sociales más elementales, y cuando, por las mismas razones, China Popular se transformó en un régimen capitalista autoritario”.
En el prólogo de El estallido del populismo (Planeta, 2017) —donde su hijo Álvaro Vargas Llosa reúne ensayos de voces como el historiador mexicano Enrique Krauze, la periodista española Cayetana Álvarez de Toledo o la filóloga cubana Yoani Sánchez, para diseccionar sus diferentes formas y máscaras—, el autor peruano sostiene que el populismo pone en peligro las bases de la doctrina que ha llevado al mayor periodo de bonanza de la historia: la democracia liberal.
“Los países comunistas que sobreviven —Cuba, Corea del Norte, Venezuela— son unas dictaduras que padecen un estado tan calamitoso que difícilmente podrían ser un modelo, como pareció serlo la URSS en los tiempos de Lenin y Stalin, para sacar de la pobreza y el subdesarrollo a una sociedad”, afirma el escritor.
Luego sigue: “El sufrimiento y las atroces matanzas que costó han acabado con aquella ilusión. El comunismo es ahora una ideología residual y sus seguidores, grupos y grupúsculos, están en los márgenes de la vida política de las naciones”.
Mario Vargas Llosa cita El fin de la historia y el último hombre, el bestseller de Francis Fukuyama que proclamó que la desaparición del comunismo reforzaría la democracia liberal y la extendería por el mundo entero, para explicar que, a diferencia de lo que muchos pensaban, hoy ha surgido la amenaza populista.
“El populismo tiene una muy antigua tradición, aunque nunca alcanzó la magnitud que ostenta hoy en el mundo”, asevera el autor, “una de las dificultades mayores para combatirlo es que apela a los instintos más acendrados en los seres humanos, el espíritu tribal, la desconfianza y el miedo al otro, al que es de raza, lengua o religión distintas, la xenofobia, el patrioterismo, la ignorancia. Por eso prende tan fácilmente en sociedades que experimentan cualquier crisis o situación imprevista”.
Donde este fenómeno se manifiesta de manera dramática, pone en perspectiva, es sobre todo en Estados Unidos. “Jamás la división política del país ha sido tan grande y nunca ha estado tan clara la línea divisoria: de un lado, toda la América culta, cosmopolita, educada, moderna; del otro, la más primitiva, aislada, provinciana, que ve con desconfianza o miedo pánico la apertura de fronteras, la revolución de las comunicaciones y esa globalización es, sin duda, el hecho más promisor y exaltante de nuestro tiempo, pues abre inmensas oportunidades a todos los países, pero, sobre todo, a los más pobres, que, por primera vez en la historia, gracias a la globalización pueden salir de la pobreza en poco tiempo y alcanzar el bienestar para todos sus ciudadanos”.
Luego explica, por así decirlo, las bases del fenómeno populista.
“No se trata de una ideología”, advierte, “sino de una epidemia viral —en el sentido más tóxico de la palabra— que ataca por igual a países desarrollados y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas, de ultraizquierdismo en el tercer mundo y de derechismo extremista en el primero”.
¿Qué es el populismo?
Definido como una política irresponsable y demagógica de “gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero”, Mario Vargas Llosa se apura en señalar que en el tercer mundo viene disfrazado de progresismo.
“Por ejemplo, estatizando empresas y congelando los precios y aumentando los salarios, como hizo en el Perú el presidente Alan García durante su primer gobierno, lo que produjo una bonanza momentánea que disparó su popularidad. Después, sobrevendría una hiperinflación que estuvo a punto de destruir la estructura productiva de un país al que aquellas medidas empobrecieron de manera brutal”, señala.
Luego continúa: “Con algunas variantes, lo ocurrido en el Perú ha sido lo que hicieron en Argentina los esposos Kirchner, y en Brasil los gobiernos del Partido dos Trabalhadores de Lula y Dilma Rousseff, cuya política económica, luego de un pasajero relumbrón de falsa prosperidad, hundió a ambos países en una crisis sin precedentes, acompañada de una corrupción cancerosa, que golpeó sin misericordia sobre todo a los sectores más desvalidos”.
El populismo, en su concepción, vendría a ser “una degeneración de la democracia”, que puede acabar con ella desde dentro.
“Ni siquiera los países de más arraigadas tradiciones democráticas, como Gran Bretaña, Francia, Holanda y Estados Unidos, están vacunados contra esta enfermedad”, lanza y ejemplifica: “Lo prueban el triunfo del brexit, la presidencia de Donald Trump, que el partido de Geert Wilders (el PVV o Partido por la Libertad) haya encabezado todas las encuestas para las elecciones holandesas a lo largo de 2017 y el Frente Nacional de Marine Le Pen las francesas”.
En el primer mundo, dice Vargas Llosa, el populismo adopta la máscara “de una derecha nacionalista” que supuestamente defiende la soberanía nacional de injerencias foráneas, “sean económicas, religiosas o raciales”.
El ADN del populismo
Ingrediente central del populismo es el nacionalismo, la fuente, después de la religión, de las guerras más mortíferas que haya padecido la humanidad.
Según Vargas Llosa, “los partidarios del brexit —yo me encontraba en Londres y oí, estupefacto, la sarta de mentiras chauvinistas y xenófobas que propalaron gentes como Boris Johnson y Nigel Farage, el líder de UKIP, en la televisión durante la campaña— ganaron el referéndum proclamando que, si salía de la Unión Europea, el Reino Unido recuperaría su soberanía y su libertad, sometidas a los burócratas de Bruselas, y el derecho de defender sus fronteras contra la invasión de inmigrantes tercermundistas”.
Inseparable del nacionalismo es el racismo, sugiere el escritor, y explica que se manifiesta sobre todo buscando chivos expiatorios a los que se hace culpables de todo lo que anda mal en el país.
“Los inmigrantes de color y los musulmanes son por ahora las víctimas propiciatorias del populismo racista en Occidente. Por ejemplo, esos mexicanos a los que el presidente Trump ha acusado de ser violadores, ladrones y narcotraficantes, antes de dictar un decreto que prohibía el ingreso a Estados Unidos a ciudadanos de seis países musulmanes”, pone como evidencia, “Geert Wilders en Holanda, Marine Le Pen en Francia, y no se diga Viktor Orbán en Hungría y Beata Szydlo en Polonia acusan a la inmigración de quitar el trabajo a los nativos, de abusar de la seguridad social, de degradar la educación pública. Pero, acaso, la acusación más efectiva es que los inmigrantes musulmanes son el caballo de Troya del terrorismo, olvidando que las primeras víctimas de las atroces matanzas colectivas que provocan organizaciones como ISIS y Al-Qaeda son los propios musulmanes. Que lo sigan si no las decenas de miles de iraquíes —sunitas y chiíes— desmembrados por las bombas terroristas desde la caída de Sadam Husein”.
El populismo no solo arruina económicamente a los países, luego de un breve período en el que las políticas demagógicas seducen al grueso de su población con una apariencia de bonanza, piensa el intelectual; “también desnaturalizan la democracia y las políticas genuinamente liberales”.
“En América Latina, gobiernos como los de Rafael Correa en el Ecuador, el comandante Daniel Ortega y su mujer en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia se jactan de ser antiimperialistas y socialistas, pero, en verdad, son la encarnación misma del populismo”, sostiene Vargas Llosa, “los tres se cuidan de aplicar la receta comunista de nacionalizaciones masivas, colectivismo y estatismo económicos, pues, con mejor olfato que el iletrado Nicolás Maduro, saben el desastre a que conducen esas políticas. Apoyan de viva voz a Cuba y Venezuela, pero no las imitan a cabalidad”.
Según el escritor, en 2017 esos países practicaron más bien el mercantilismo de Putin, en sus palabras, “el capitalismo corrupto de los compinches”, estableciendo “alianzas mafiosas con empresarios serviles, a los que favorecen con privilegios y monopolios, siempre y cuando sean sumisos al poder y paguen las comisiones adecuadas”.
“Todos ellos consideran, como el ultraderechista Trump, que la prensa libre es el peor enemigo del progreso y han establecido sistemas de control, directo o indirecto, para sojuzgarla”, dice.
Casi al cierre de su prólogo, Vargas Lloga piensa que es una paradoja que “el populismo arrecie en países desarrollados cuando esté de salida en América Latina”.
“Sería trágico que el populismo de los países desarrollados acabe provocando el regreso del populismo latinoamericano ahora que la región exhibe logros importantes”, lanza.
Y concluye: “Si se la compara con lo que era hace treinta o cuarenta años, es evidente que hay un progreso considerable en América Latina desde el punto de vista político: las dictaduras militares han desaparecido, con muy pocas excepciones (como las que se disfrazan de revoluciones socialistas). Hay democracias corruptas, como lo demuestra el escándalo de ‘Lava Jato’ en Brasil, con sus ramificaciones en todo el continente, pero la gente entiende que las democracias corruptas son preferibles a las dictaduras militares”.
Según el Nobel, “son las instituciones de la democracia, precisamente, las que están investigando y castigando a los corruptos. Si ese proceso se lleva hasta las últimas consecuencias, puede ayudar a fortalecer la fe de los votantes en la democracia liberal”.
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