Treinta y cuatro años de vida en las afueras verdes de Londres no cambian el temperamento de un nativo del Bronx. Tampoco lo transforman para siempre en el arquetipo del intelectual cascarrabias y distante. No para el académico David Mikics (1961), quien acaba de publicar una nueva biografía de Stanley Kubrick (1928-1999). El libro, cuyo subtítulo es simplemente American filmmaker, busca analizar la personalidad del realizador de 2001: Odisea del espacio desde su obra.
Película por película y dato tras dato, Mikics ilumina las motivaciones y temperamento del realizador sin ocultar la gran admiración que siente por él. Y queda claro desde las primeras páginas que la idea de un cineasta con mucho cerebro y poca alma es un cliché a desmontar.
David Mikics, que es profesor de literatura inglesa en la Universidad de Houston y ha escrito desde Nietzsche a Harold Bloom, acostumbra a recordar algunas anécdotas para ilustrar su tesis. “Su viuda, Christiane, y sus hijas siempre decían que les recordaba a Tevye, el protagonista de El violinista en el tejado. Cerraba sus manos, miraba el cielo y suspiraba, como buscando a Dios”, cuenta por Zoom.
A 60 años del estreno de Espartaco y 40 de El resplandor, David Mikics recuerda las luces de un genio.
Usted plantea que Stanley Kubrick y su cine no es tan cerebral y frío como normalmente se sostiene. ¿Por qué?
Hasta cierto punto mi postura es también una respuesta a imágenes y concepciones que aparecieron al final de su vida en algunos libros. Invariablemente estaba esta idea de un tipo alejado del mundanal ruido, con una mentalidad abstracta. Pero, como lo he expresado en el libro, creo que hay un lado muy emocional e intenso en Kubrick. Un costado muy juguetón y con mucho sentido del humor que se expresaba no pocas veces en el set de rodaje. Creo que los actores, o al menos una buena parte de ellos, fueron testigos de ese espíritu y el propio Matthew Modine lo cuenta en su libro sobre la filmación de Nacido para matar. Me tocó hablar con Vincent D’Onofrio, quien en ese filme estaba haciendo su debut en el rol del recluta Pyle, y me contó cómo Kubrick los llamaba a él y a Matthew a su tráiler para mostrarles las tomas y preguntarles qué les parecían, al punto de buscar sus sugerencias sobre las escenas futuras. Desde ese punto de vista, Kubrick era alguien bastante colaborador: quizás tenía los objetivos muy claros, pero a veces no tenía el plan exacto para conseguirlos. Nunca más volvió a trabajar con un guion original después de sus dos primeros largometrajes y confiaba mucho en el proceso de filmación para ir dándoles forma a sus películas, escuchando mucho a los diseñadores de producción, por ejemplo.
¿Valoraba el trabajo en equipo?
Sí, creo que sí. Varios de sus guiones fueron junto a colaboradores, con Michael Herr en Nacido para matar, o Diane Johnson en El resplandor. No se puede decir lo mismo de la fotografía, un arte que él dominaba desde antes que empezara en el cine (Kubrick fue fotógrafo de la revista Look). Trabajó con algunos de los mejores directores de foto de su tiempo, entre ellos John Alcott (Barry Lyndon) y Geoffrey Unsworth (2001), pero ambos coinciden en señalar que Stanley era el real dueño de la fotografía y que tenía muy claro lo que quería lograr. En fin, es famosa la historia de Espartaco, donde el veterano Russell Metty no podía creer que este tipo, en ese tiempo de solo 32 años, le dijera exactamente cómo quería las tomas y osara tomar su cámara para ajustar el lente.
¿Qué se puede decir de su trabajo con los actores?
En general, no les indicaba qué debían hacer. La excepción fue con Sydney Pollack, el director de cine, a quien sí le dio instrucciones precisas en la escena con la mesa de billar en Ojos bien cerrados. Es famosa la frase de Kubrick: “Los actores no saben sus líneas”. Con esto quería decir que no tenían internalizado el guion de una película y sólo veía labios recitando. Lo que buscaba era lo contrario: que el actor desapareciera tras el personaje. Por eso los hacía repetir una y otra vez, pero nunca con una instrucción muy clara. La otra razón tras la obsesión con el número de tomas es que realmente disfrutaba del proceso de elegir la mejor toma de una escena, aunque fueran 100. Por otro lado, su estilo no era alabar lo que hacía un actor y decirle que le gustaba su personificación. Eso lo cuenta muy bien Murray Melvin, actor de Barry Lyndon. Iba contra su manera de ver las cosas, y hubiera matado su dinámica de trabajo. Mi impresión, al menos, es que en general los actores disfrutaban el trabajo en sus películas. Y respecto de la improvisación, el más famoso ejemplo es el de Peter Sellers en Lolita y Doctor Insólito. Sellers llegaba al set de Lolita, improvisaba una escena, la cámara de Kubrick lo seguía, pero luego esa improvisación era escrita como un guion y al día siguiente Sellers tenía que hacerla de nuevo. Es lo mismo que le pasó a R. Lee Ermey como el instructor de Nacido para matar.
Usted también reivindica Ojos bien cerrados.
Sí, cada vez que alguien se enteraba de que estaba escribiendo un libro sobre Kubrick me decía: “¿Qué diablos quiso decir con su última película?”. Yo mismo la encontré algo rara y rígida la primera vez que la vi. Pero después de verla varias veces tengo otra impresión. La película toca los temas de los celos y la aflicción en el matrimonio. Kubrick estuvo 40 años intentando llevar al cine la novela de Arthur Schnitzler, pero sólo podría haberlo hecho al final de su vida, cuando tenía 70 años. La consideraba su mejor película. Es su cinta más personal e íntima, muy diferente a lo que había hecho antes.
En octubre se cumplen 60 años de Espartaco, ¿cuál es su opinión sobre ese filme?
Es la única en la que no tuvo mucho control. Nunca estuvo satisfecho con los resultados y el guion no le gustaba. Después contaría que Kirk Douglas nunca cambió las partes de los diálogos que a él le parecían estúpidas o cursis. Es sintomático saber que el momento más famoso de la película, cuando todos los esclavos dicen ser Espartaco para proteger a su líder, era uno de los que más odiaba Kubrick. Sin embargo, es posible encontrar al menos tres aspectos donde se nota su huella: la tensión de las peleas entre los gladiadores, particularmente la del esclavo africano Draba contra Espartaco; las escenas de batallas, que permiten ver la lucha a gran escala y no sólo en tomas de medio cuerpo, y los pasajes entre Craso (Laurence Olivier) y Antonino (Tony Curtis). Es más, las líneas originales de Olivier tenían una connotación homosexual y fueron cambiadas en la versión norteamericana. No así en la británica.