El refugio de los chilenos según Nanni Moretti
Hoy se estrena en plataformas Santiago, Italia, el documental que el ganador de Cannes hizo en Chile sobre los compatriotas que entre 1973 y 1974 se asilaron en la embajada italiana.
Había tres factores decisivos: un muro no demasiado alto, que bordeaba los dos metros en la comuna de Providencia, guardias militares que podían disparar a matar y las condiciones físicas del que quisiera saltar la muralla. Así fue como se resolvió el destino de muchos chilenos que, amenazados tras el golpe militar de 1973, se refugiaron en la embajada de Italia. No pocas veces lo lograron saltando el muro de Santa Elena con Miguel Claro.
Se calcula que fueron más de 400 los compatriotas que entre fines de 1973 y principios de 1974 se asilaron en la residencia diplomática, muchas veces sólo gracias a la voluntad de funcionarios italianos que actuaron por solidaridad y sin claras órdenes desde su propio país. Aquella historia, con varios puntos en común con las labores de las embajadas de Suecia, Francia o Finlandia, es la que el cineasta Nanni Moretti cuenta en su última película Santiago, Italia.
El documental se estrena hoy en las plataformas Punto Ticket Punto Play, Matucana 100 y Red de Salas. Se trata de una película directa al hueso, sin ambiciones de prédica ni con una agenda ideológica que desequilibre a pesar de las credenciales de izquierda de Moretti.
Ganador de la Palma de Oro en el Festival de Cannes 2001 por La habitación del hijo, Nanni Moretti es uno de los indiscutidos grandes cineastas de nuestro tiempo y lo que logra en Santiago, Italia es lo que consigue en sus mejores obras: describir, descubrir y conmover, no pocas veces con un humor saludable, a partir de las experiencias decisivas de sus protagonistas.
En la película ganadora del premio David de Donatello 2019 al Mejor documental (los galardones más importantes del cine italiano), Moretti entrevista a personajes de diversa procedencia y carácter.
Entre una abrumadora mayoría de contertulios de izquierda (no todos asilados), hay dos que no le son mínimamente cercanos: el ex general y ex vocero de la familia Pinochet, Guillermo Garín, y el también ex general Raúl Iturriaga Neumann, preso en Punta Peuco por secuestro y homicidio.
En un pasaje importante, el realizador de Habemus Papam le dice a Iturriaga Neumann: “Yo no soy imparcial”. Es por los cuestionamientos que el militar le hace por el tipo de preguntas a las que es sometido. Iturriaga Neumann, ofuscado, increpa: “Usted no es mi juez ni mi confesor”.
Pero así como hay situaciones incómodas, también hay lugar para cierta distancia que distiende. Esto ocurre, por ejemplo, cuando varios ex refugiados recuerdan la manera en que lograban entrar al recinto de Providencia: solían encaramarse al muro en la esquina de las calles Santa Helena con Miguel Claro y saltaban al otro lado. Al menos dos de ellos, Iván Collado y Leonardo Barceló, mencionan sus pésimas habilidades físicas y difícilmente se convencen de haber logrado tal proeza atlética.
Entre estos mismos entrevistados está la ex presidenta del Consejo de Defensa del Estado y ex militante PC Clara Szczaranski, quien rememora que accedió a la embajada tras arrimarse a un manzano que daba a la calle. La recibió un militante del MIR en el mismo árbol que fue alcanzado en su brazo por los disparos que desde el exterior le propinó un militar apostado en la calle.
La película contiene palabras de cineastas y músicos chilenos (Miguel Littin, Carmen Castillo, Jorge Coulón u Horacio Durán, entre otros), pero es probable que los mejores testimonios provengan de rostros menos conocidos.
Están, por ejemplo, los recuerdos de los antiguos funcionarios de la embajada, siempre a medio camino entre el deber burocrático y un sentido innato de solidaridad. Uno de ellos es Piero De Massi, quien sin instrucciones de sus superiores en Italia, decidió permitir el asilo de todos los chilenos que llegaban a la embajada, fuera a través del pequeño muro de Elena Blanco con Miguel Claro o por la puerta principal.
De Massi también ilumina el trágico episodio de la estudiante y dirigente del MIR Lumi Videla, cuyo cuerpo sin vida fue lanzado al interior de la embajada, en la esquina de Román Díaz con Elena Blanco. Era una señal de amedrentamiento que en ese momento el régimen hizo pasar por un supuesto crimen ocurrido entre compañeros de partido en medio de una orgía.
Es curioso, además, observar a un documentalista desde el otro lado de la cámara. En este caso es el cineasta Patricio Guzmán, que frente a la lente de Nanni Moretti, recuerda que intentó filmar cerca de La Moneda en la mañana del 11 de septiembre de 1973 y, desanimado, contempló cómo desde las ventanas de los edificios aledaños muchos celebraban el alzamiento militar.
La capacidad del director de Mia madre para contar una historia genuina a partir de hechos por todos conocidos es encomiable. Tal vez se debe a que los pequeños detalles son lo importante y que una anécdota puede estar al mismo nivel que un discurso. Un ejemplo son las historias del traductor Rodrigo Vergara, quien se emociona al recordar la labor en dictadura del cardenal Raúl Silva Henríquez (“soy ateo, pero una persona así merece todo el respeto”, dice), se ríe al recordar que hubo hasta 250 personas durmiendo a duras penas en la embajada (“uno aguanta todo a esa edad, yo tenía al menos 20 años”) y piensa en el buen final que tuvo su travesía al salir del Chile en llamas de 1973 y llegar a un pueblito en el norte de Italia donde encontró trabajo como cuidador de cerdos en una granja. Nunca más abandonó el país que lo acogió.
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